La primera vez que oí sobre García Márquez fue durante una de mis cacerías semanales de libros en la biblioteca de mi casa. Creo que fue mi madre la encargada de iluminarme en ese momento, si mal no recuerdo. Tendría doce o trece años, quizás. Ahora que intento ponerlo en papel —o en pantalla, mejor dicho—, veo que este recuento está plagado de dudas, pero hay muy pocas certezas en esta vida, y de la única que no podemos escapar es la que se llevó al Gabo el pasado 17 de abril. Saberlo vivo, aunque ausente de las letras, era razón suficiente para sentir tranquilidad, alivio de que ese dicho: Only the good die young, es una mentira que nos inventamos para justificar los caprichos de la muerte.
Quisiera poder decir con absoluta seguridad que descubrí sus palabras por intervención divina, o que en un momento de lucidez literaria escogí uno de sus tantos libros sin pedir permiso, sin preguntar a nadie, y al leerlo mi vida cambió, pero no fue así. Allí la realidad fue terriblemente aburrida y predecible. El nombre lo había oído infinidad de veces, en conversaciones de adultos en las que tanto insistía participar, en los lomos de sus libros repartidos en nuestra biblioteca, en periódicos y noticieros, pero yo todavía era preso de las aventuras de Verne, Stevenson, Dumas, Salgari, de Tío Tigre y Tío Conejo, de las leyendas pemón, de Asterix y Obelix. Fue entonces, volviendo a esos doce o trece años, que mi madre me habló de Doce cuentos peregrinos y del realismo mágico. Imagino, hoy en día y con treinta años a cuestas, que su explicación sobre el realismo mágico debió haber sido muy adulta, muy literaria, pero muy abstracta para un niño cuya experiencia literaria se limitaba a las novelas de aventuras de siglos pasados. Pero sí recuerdo exactamente cuando comprendí ese concepto tan latinoamericano, tan del Gabo, del mundo mágico que nos rodea: fue con el cuento “La luz es como el agua”, donde dos inocentes hermanos aprovechan los miércoles de cine de sus padres, para navegar en la luz que se derramaba de una lámpara. Mi vida estaba rodeada de fantasía, todavía jugaba feliz por horas con mis juguetes, a los que inventaba historias complicadísimas y —por supuesto— alucinantes, veía comiquitas sin cesar, soñaba despierto cada vez que tenía la oportunidad, había leído ya sobre mundos imposibles y lejanos, pero nunca había pensado en las posibilidades mágicas de la luz y los objetos comunes. Nunca había considerado en que podía haber rostros en la madera de las puertas de mi armario, que eventualmente me podían crecer alas si resultaba ser pariente de algún ángel, o que la noche caía porque el encargado de iluminar el mundo se cansaba y necesitaba dormir como todos nosotros, y no todas eran ideas del Gabo, pero sus letras despertaron en mi otra dimensión de la realidad de la que me alimento constantemente. Incluso hoy todavía paso mi días pensando en constelaciones de estrellas vivas en la espalda de una mujer amada, que es posible hacer un estudio cartográfico profundo de mis sueños, que hay planetas en mis tazas de café, que un paseo por la tarde es lo que hace girar al mundo.
Poco a poco fui metiéndome en ese mundo que sólo podía venir de García Márquez, con los Buendía en Macondo, con el pelo inmortal de Sierva María de Todos los Ángeles, con los ahogados más hermosos del mundo, con vendedores de milagros, con abuelas desalmadas. Visitaba y visito las letras del Gabo cada cierto tiempo, como volviendo a un álbum de fotos que se niega a dejar reemplazar por copias digitales, en donde está tu infancia inmortalizada, la historia de unos días donde éramos todos sonrisas, todos posibilidad. El álbum de fotos donde una vez hicimos un depósito de esperanza a plazo fijo, en donde guardamos un pedacito de nuestros sueños, para reencontrarlos más adelante en el camino, y poder mirar atrás con nostalgia pero sin tristeza.
Con sus palabras logré entender un poco más esa locura indomable que nos plaga a los latinoamericanos, pero que nos hace tan diversos y felices, que ver el mundo con ojos llenos de magia es el mejor remedio contra el tedio de la realidad, que una pequeña piedra gris puede ser lo más interesante del mundo si la vez con detenimiento, que la muerte puede ser burlada y la tragedia no es destino. Las palabras del Gabo era y serán evangelio de muchos, consuelo de unos y vida de otros. Para mí son refugio, mapa y barco de viaje. Son un faro que siempre me llama a casa. Y seguiré diciéndole Gabo, como si lo hubiese conocido, como si me hubiese tomado un café con él, como si me hubiese dado consejos para escribir, porque Gabriel García Márquez era mi amigo, aunque él no lo supiera.
Categoría: Crónicas
The Terminal
Los aeropuertos tienen la mala costumbre de tener amaneceres o atardeceres ominosos, piensa Ramiro, perdido en la concentración que requiere descifrar las actividades que hombres y mujeres —casi hormigas— llevan a cabo afanosamente en la pista de aterrizaje frente a él. Cualquier ser humano en su sano juicio quiere ser recibido en un aeropuerto con cielos imposiblemente azules y despejados, dignos de una película de Disney. Como si la luz del Sol alejara todos los males, los vientos traicioneros y ayudara con toda su buena intención a mantener flotando en el aire al leviatán metálico que estás a punto de abordar para llegar a tu destino. Un consuelo de tontos, pensaba Ramiro, pero por algo los tontos son más felices, tienen menos cosas de que preocuparse.
Hace años, cuando todavía viajaba con sus padres, tomar un avión le causaba un pánico indescriptible. Bueno, sí era descriptible: le sudaban las palmas de las manos, su estomago experimentaba un vacío constante, un puercoespín se alojaba en su cabeza durante el tiempo de vuelo, cerraba los ojos y no paraba de ver escenas del avión en cuestión partiéndose en dos sobre el océano Atlántico y los otros pasajeros saliendo disparados como hojas secas en una ventisca de otoño. También rezaba mucho, todas las oraciones que se sabía eran repetidas como un mantra cada vez que el avión hacía un movimiento medianamente brusco. Hacía promesas vacías que no cumpliría una vez aterrizara y no paraba de ver el recorrido por la ventana, como asegurándose constantemente de que el avión iba por el camino correcto. De pronto un día, en su primer vuelo sin su familia, se dio cuenta que todo ese miedo que sentía en su infancia había desaparecido casi por completo. Todavía sentía respeto por esas máquinas fabulosas cuyo trabajo diario es desafiar a la ley de la gravedad, pero ya no había pánico, no había malestar estomacal, no había visiones horribles de explosiones y caídas libres. Ahora le preocupaba más algún oficial de inmigración con mal humor, no cargar el pasaporte, que su maleta se extraviara en el camino, que algún loco extremista escogiera ese día para demostrar lo mucho que amaba u odiaba algo en nombre de alguien o algo, un cambio imprevisto en el itinerario de vuelo, un retraso, un adelanto, en fin, manifestaciones eminentemente humano-burocráticas del arte de viajar. El miedo, para Ramiro, era como la energía, no se crea ni se destruye, sino que se transforma.
Tenía dos teorías para esa nueva actitud: había madurado repentinamente y aprendido a confiar en la ciencia de la aerodinámica y la aeropropulsión, o —y esta era la más probable—, al viajar solo no empatizaba con el pánico de su madre, que todavía se paralizaba al cruzar el umbral de una aeronave. Para ella la teletransportación es uno de esos avances tecnológicos que está tardando mucho en llegar, así se evitaba las inevitables cuarenta y ocho horas de miedo que venían con cada viaje. Ramiro sabía que ese miedo a volar volvería con la paternidad o la vejez, la que llegase primero, aunque no perdía las esperanzas de que el futuro trajese la teletransportación que su madre tanto añoraba.
Para Ramiro la espera era la parte difícil de viajar. La paciencia no era de sus virtudes, y estaba convencido de que sería un terrible monje tibetano, un mal fotógrafo de aves, un peor profesor de preescolar o cualquier otra carrera que exigiera paciencia en cantidad. Él esperaba y veía a otros seres humanos esperar con él, e imaginaba un caudal inagotable de razones para esas esperas, para esos vuelos por despegar. Una muerte repentina en la familia, las vacaciones para las que ahorraron diez años, las vacaciones que repiten todos los años, el viaje mensual de negocios, el exiliado político, el prófugo de la justicia, los estudios de postgrado, el examen médico a manos de un mejor especialista, la lista de viajes antes de morir, la luna de miel, la escapada romántica con el/la amante, la conexión maldita de catorce horas, la conexión fugaz de treinta minutos, la búsqueda de asilo, el tráfico de drogas, el coleccionista de nacionalidades, el policía encubierto, todos esperan por igual, cada uno absorto en el pasar de su propio tiempo, cada uno con sus razones y Ramiro todavía se aburre. Se aburre porque ya terminó su libro de cabecera, porque tiene poca batería en el móvil y debe guardarlo para una emergencia, porque comprar una revista le parece botar el dinero en esta época de pixeles y señales inalámbricas, porque sabe que las películas del avión ya las vio en el viaje de ida, porque hay un niño que no para de llorar y Ramiro oye ese llanto premonitorio y se lamenta por los infantes viajeros que seguramente plagaran el avión transatlántico.
Sin embargo, en su larga espera, Ramiro presenciaba el paso de otro tiempo, de otra dimensión social, de una mitología que sólo existía dentro de un aeropuerto. Dentro de estos recintos monumentales la persona que espera deja de ser un ciudadano para convertirse en un arquetipo de un personaje de novela. El viajero deja de lado su humanidad para convertirse en las razones de su viaje. Diariamente hay miles de vidas destruidas, salvadas, arregladas, agredidas, exaltadas por un aeropuerto. Aquí no hay indiferencias, no hay control absoluto, el viajero entra a una zona donde el azar aparentemente es rey y eso se ha convertido en parte de nuestro andar como sociedad.
Leyó alguna vez —o quizás oyó decir— que los aeropuertos eran considerados «no-lugares» en ciertos círculos intelectuales. Este nombre le parecía mucho más ominoso que las nubes plomizas que veía desde la ventana donde se entretenía mientras todavía esperaba. Ese prefijo «NO» siempre tan negativo, siempre tan castrante. Ya los aeropuertos tenían suficiente con esa naturaleza tan impredecible, tan volátil (sin querer hacer un chiste de mal gusto), tan compleja, terrible y maravillosa que estaba viendo aparecer ante sus ojos que esperan todavía frente a un ventanal que muestra pero no deja tocar. Ramiro pensaba que quizás era hora de reivindicar a los aeropuertos en su vocación de templos de paso del nuevo mundo, para luchar contra esa mala fama de monstruos del capitalismo y la tecnocracia. Él sabía que no tenía el poder ni los recursos para comenzar dicha campaña, pero al menos podía convencer a un par de amigos que inexplicablemente todavía preferían a los trenes para sus traslados de larga distancia. Ramiro estaba sinceramente impresionado con todas las ideas que esta espera aeroportuaria le estaba regalando. Quizás se podía acostumbrar a no ahogar sus pensamientos con música y literatura, era refrescante eso de pensar por sí mismo de vez en cuando. Y apenas habían pasado quince minutos. Las nubes ominosas permanecían impasibles, este atardecer será largo y profundo, y todavía faltan más de cinco horas para el vuelo a casa.
El túnel de los sueños olvidados
Todavía tengo que abrir la ventana para no morir de calor. Al verano se le está olvidando esto de mantener todo demasiado caliente pero el otoño todavía no tiene la confianza para decirle al verano que lo deje trabajar en paz y termine de irse de una vez. Las dimensiones de la ventana y su ubicación dentro de la habitación y el esquema del edificio la convierten en un mero formalismo. Un tributo tímido a las ventanas de verdad, a las que dejan entrar luz de verdad, aire de verdad, vida de verdad. Sin embargo, la pequeña ventana se salva de la mediocridad absoluta porque me regala una ventana al mundo muy peculiar, valga la redundancia y facilismo de los lugares comunes.
A ese mundo he decidido llamarlo el túnel de los sueños olvidados, porque decirle patio de luces es un insulto a los patios y a la luz. Además, lo de túnel de sueños olvidados le confiere un estatus poético, pintoresco, al menos interesante, tolerable. El túnel se alimenta de la poca luz que le regala el día, como un hoyo negro de ladrillo, cemento, moho y manchas de tiempo. Pero en el hoyo negro no habitan los restos de una estrella muerta, sino los pedacitos de vida que se les escapan a los habitantes de este viejo edificio. Y como un buen hoyo negro el tiempo se toma su tiempo cuando pasa por ahí. Todo se hace más lento. Todo se lleva con parsimonia. Los olores. Las voces. El mismo color de luz durante las 12 horas que dura la luz del día —dependiendo de las estaciones—. Al túnel van a parar los sueños de los inquilinos de estos cinco pisos, veintidós apartamentos, más de cuarenta habitaciones.
He oído gritos de niños exigiendo más chocolate y menos comida, conversaciones en inglés durante una fiesta de estudiantes de intercambio, la narración de las hazañas sexuales de un obrero ante sus amigos trabajadores mientras reformaban el piso de arriba, ese mismos obreros que sentían especial predilección por oír música techno muy fuerte, monótona y muy temprano en la mañana. Mi vecina argentina grita “la concha de tu putísima madre” cada vez que algo le sale mal, cuando limpia, cuando cocina, cuando suena su teléfono y ella está al otro lado del piso sentada en un sillón. Es su mantra, su cordón umbilical a la tranquilidad. Seguramente hace yoga. Otros vecinos siguen el cliché de la pareja que se demuestra amor a golpes verbales, el túnel me regala sus conversaciones en sonido Dolby Digital. Él es cubano, ella española, ellos se aman más que a la vida, pero no existe la confianza entre ellos. Un tema recurrente parece ser el móvil de ella: él lo quiere revisar porque no confía en ella, y ella no lo quiere mostrar porque no confía en él. Una historia de amor inmortal. Tengo otros vecinos que han decido entrenar a su hijo para unas futuras olimpíadas, o tienen una jauría de perros mudos que corren constantemente por el piso. Por el túnel puedo oír sus cambios de ritmo, sus tiempos máximo, la solidez de sus pisadas, la velocidad media. Le auguro buenas cosas a ese niño atleta o a esa jauría de perros mudos que tan arduamente entrenan en 60 metros cuadrados. Un caso curioso es el vecino ruso, o admirador obseso —que no deja de ser ruso—, que solamente se dedica a gritarle insultos a su esposa —u objeto de su admiración obsesiva—, desde las áreas comunes del edificio. Recientemente he visto un incremento en los sistemas de seguridad del piso que recibe los insultos, reforzando mi teoría que el gritón eslavo no vive aquí. A veces escucho conversaciones completas entre dos corredores inmobiliarios que se encuentran tres veces a la semana en un piso superior y comparten sus anécdotas sobre sus posibles inquilinos. Uno de ellos reveló que había una especie de secta religiosa interesada por un piso, pero con más habitaciones, y preferiblemente ubicado por aquí, el piso que vieron aquí sería perfecto con dos habitaciones más. Creo que nos salvamos de vecinos en túnicas y ofreciendo sacrificios en ritos paganos.
El túnel sigue regalando historias con la facilidad que se abre un grifo agua. Con esas historias llegan olores de comidas maravillosas, o experimentos culinarios fallidos. También aparece de vez en cuando y de cuando en vez, el sonido tímido de música, de una película, de las noticias, de una vecina amargada que grita porque el ascensor se dañó, otra vez. Y los sueños de los inquilinos vienen al túnel a esconderse de la rutina, de la violencia de los gritos, de los malos olores, de las fiestas, de la risas estridentes.
El túnel todavía es capaz de regalar paz, y en lo profundo de la noche, trato de encontrar un pedacito de cielo nocturno entre los sueños olvidados de mis vecinos y finalmente sólo oigo mi respiración. El túnel se llena con un suspiro que me traiciona y me despido de él hasta mañana. Hasta otras historias y otros sueños.
Pequeña serenata nocturna
No recordaba el contrapunteo nocturno de las ranas en el patio de la casa. La conversación incesante que mantienen estos vecinos anfibios mientras el sol descansa. Saberlas allí, escondidas entre verde y flores, invisibles y cantarinas. Exponiendo quizás sus quejas por el calor de la tarde, reclamando lluvia para mañana o regodeándose de la cacería del día ante su comunidad. Y pienso que quizás eso es lo único que no cambia al volver: los cantos de las ranas de mi casa. Plantas nuevas cubren las paredes del patio, los habitantes de la casa tenemos más hojas de calendario bajo el brazo. Kilos de más, kilos menos, familias nuevas, amigos menos, libros leídos y libros por leer. Pero las ranas de mi casa siempre cantan la misma canción.
No hay onomatopeya que le haga justicia a este sonido. Tampoco sé las notas que entonan. No me preocupa saber qué especie concreta tiene ínfulas de coro de iglesia. No construyo una melodía con el ruidito constante, siempre constante. Pero hoy este sonido se me antoja triste. Hoy las ranas tienen guayabo de volver; por volver. y aunque sé que le cantan a la luna, aunque sé que no me cantan a mí, hoy esta pequeña serenata es mía.
“Vuelvo cada vez menos”, dice un verso de mi madre, que hoy es mío. Vuelvo cada vez menos joven, menos “yo” el que era y menos “yo” el que seré. Menos rico y con recuerdos que me pesan en el rostro. Menos inocente, menos tolerante. Vuelvo cada vez menos y entre cada volver se dilata más el tiempo, pero las ranas de mi casa siguen entonando su canción. Ellas me dicen que todo va a estar bien, que todo va a cambiar aunque ellas sigan enfrascadas en su canto monocromático, hilvanando el tiempo con un croar preciso y precioso. Aunque le sigan cantando a la luna y yo vuelva cada vez menos, todas mis noches en el trópico soy dueño de una pequeña serenata nocturna.
Piérdete
Decidiste caminar porque —vamos a estar claros— lo necesitas. Más de lo que estés dispuesto a admitir. Te conoces la dirección general de las calles, esa nunca la olvidas. Los nombres, eso es otro asunto. Los nombres quedan de la repetición, de haber labrado el mismo recorrido una y otra, y otra vez más. Porque siempre cruzas en la misma esquina, de la misma acera a la otra. ¿Por qué siempre cruzas en la misma esquina, de la misma acera a la otra? En fin, no respondas. Concéntrate, que te pueden atropellar. Ya sé que te llena de tranquilidad creerte, aunque sólo sea por un momento, en pleno control de tus acciones y recorridos. Especialmente en días como hoy, en los que enfrentarse a una burocracia adormilada parece el argumento perfecto para un relato de terror.
¿Pero qué pasa si te pierdes? ¿Qué pasa si te convences de que se mapa virtual en el que confías más que en tu sentido común tiene un virus irreparable? Piérdete. Da trece pasos en vez de tres, cruza a mitad de calle y con luz roja, gira a la izquierda aunque a la derecha esté tu café preferido. Piérdete sin conocimiento de causa. Piérdete por el placer de la incertidumbre. No huyas del Sol, ni de la avalancha de gente que se avecina, entra al parque que tienes viendo cinco años y que no tiene ningún propósito urbanístico según tu opinión. Piérdete, y quizás esta ciudad que tanto te aburre te sorprenda todavía.
No me vengas con esa de que “somos animales de costumbres”. No uses los lugares comunes del lenguaje, habita los lugares comunes de la realidad que te rodea. Conviértete en cartógrafo por una tarde, descubre de noche el norte gracias a una estrella. Piérdete de una vez por todas, porque en tus pasos repetidos todavía no has encontrado el rumbo que buscas con tu brújula imantada. Piérdete, y quizás logres conseguirte y sorprenderte todavía.
De subidas y bajadas a 1mt por segundo
Siempre he pensado que los ascensores son un microcosmos perfecto de nuestra sociedad. Tan fascinado estoy por estas cajas metálicas, cuya única función aparente es el transporte de cuerpos y objetos de un punto a otro, que escribí un relato que toma lugar en uno. Un poco artificioso como punto de partida, pero así es la licencia literaria.
Los ascensores sacan a relucir nuestra verdadera naturaleza como animales sociales. Si estamos solos, generalmente sucumbimos al ego haciendo cosas que normalmente no haríamos acompañados, como admirar nuestro atuendo en el espejo, o por qué no, nuestro cuerpo y rostro, practicando expresiones, reacciones y nuevas tallas de cintura, y sobretodo si salimos de casa para encontrarnos con alguien que nos despierta algún interés. En un ascensor estamos protegidos de extraños, del juicio ajeno, del esfuerzo de subir unas escaleras que probablemente deberían ser ilegales —a menos que sufras de una claustrofobia aguda, pero eso es otro asunto—.
Si el viaje es compartido, entonces entra en la ecuación nuestro comportamiento social. Un vecino desconocido lleva al saludo y a la interacción mínima requerida por la diplomacia. Un vecino conocido lleva a la conversación sobre el clima, sobre el inquilino del 5-B que es un salvaje y deberían desalojar. Un miembro atractivo del sexo opuesto despierta dotes de casanova o de florero con flores marchitas. Un anciano, a la lástima, al ofrecimiento de ayuda con la bolsa de la compra y al miedo latente de que se muera súbitamente. Estamos los que guardamos silencio sepulcral, mientras buscamos donde concentrar la mirada al mismo tiempo que resguardamos nuestro espacio personal. Están los que actúan como si estuvieran en la sala de su casa, manteniendo la conversación del móvil y hablando de movimientos bursátiles, escarbando sus poros y fosas nasales con ayuda del espejo y excusándose con las dimensiones del ascensor para abrazarnos con su aliento mañanero. Los hay como diferencias hay en el mundo, y la única forma de evitarlos es la vivienda unifamiliar o la tortura del ejercicio aeróbico de los escalones.
Pero el aspecto que más curiosidad me da del comportamiento en tránsito de los ascensores es cuando esta caja metálica de dimensiones y velocidades variables se convierte en un tablón de anuncios comunitario. Basta que aparezca una hoja de papel pegada en el espejo, anunciando un corte de servicios, una reunión de condominio o una mudanza, para sacar a relucir lo más hondos deseos de artistas del grafiti que indudablemente tienen todos los habitantes del edificio. Se pueden ver quejas pasivo-agresivas sobre ese corte de servicios, exigencias de dimisión de la junta de condominio actual, insultos por el desastre inminente que producirá la mudanza anunciada, declaraciones de amor y humor, bocetos infantiles, estudios de anatomía genital y declaraciones de principios revolucionarios. Poco a poco la hoja va perdiendo superficie por los garabatos, por las palabras tachadas, porque alguien al parecer necesitaba un pedazo de papel blanco para botar un chicle, o a veces ese chicle destinado a la basura ahora decora la hoja con el orgullo del anonimato. Ese papel representa una celebración democrática, un triunfo de la libertad de expresión, un manifiesto del deseo del arte.
Siempre pensé que este era un fenómeno venezolano, el lado de la viveza y humor criollo que es paradoja de estigma y orgullo, pero después de vivir tanto tiempo en tierras catalanas, me doy cuenta de que si no es una expresión mundial, al menos la compartimos con nuestros colonizadores. Recientemente en mi edificio amaneció con el ascensor vestido y forrado de cartón, un vecino está de reformas y la ropa nueva del elevador claramente está dispuesta para proteger a la única pieza del edificio que no data de 1920. Pero este lienzo marrón fue una tentación demasiado grande para la expresión de la comunidad, que poco a poco empezó a colonizar espacios con quejas sobre Rajoy, con gritos de Visca Catalunya, con una llamada de atención a la vecina del 3-1 por sus perros, con prácticas de caligrafía. Yo dibujé un pentagrama invertido para plantear un dialogo teológico y por joder, no tardó en aparecer una cruz, una estrella de David y una esvástica Nazi, típicos todos del Street art amateur. También empezó el canibalismo con el forro de cartón, a la semana de aparente tranquilidad empezaron a aparecer surcos hechos con llaves, tramas geométricas de perforaciones, una partida de Tic Tac Toe en bajo relieve, en fin, toda una serie de manifestaciones que no documenté por falta de visión a futuro.
Ya hoy el deseo de vernos en el espejo pudo más que las ganas de cuidar al ascensor, que cada día está más visible tras lo jirones de un material inanimado que no tiene la culpa, ni la fuerza de contener la expresión de una comunidad, que aparentemente usa la libertad absoluta que nos regala el ascensor fuera de nuestra casa para gritarle al mundo lo que piensa, o lo que no piensa. Quizás haya malgastado líneas y el tiempo de algunos al hablar de este tema tan llano, pero el que nunca haya profanado una hoja de papel pegada en su ascensor, que lance la primera piedra.
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El ascensor en toda su gloria democrática. |
Days of Future Past
Mi móvil se ha convertido en una máquina del tiempo. Específicamente la bandeja de entrada de Hotmail. Bastó una actualización del sistema operativo para que el aparato empezara a mostrar dotes de clarividencia retrógrada. Me están llegando hoy emails que leí hace tres años, emails de personas muy específicas, emails que me hablan de la incertidumbre que vivía en esas fechas. Esta combinación de ceros, unos y bytes de información es lo más cerca que he estado de sentirme un personaje de Kafka, leyendo su correspondencia acumulada, en el diván mal iluminado de una habitación de alquiler. Para revivir epistolarmente un fracaso sentimental, un plan de viaje que poco a poco se fue quedando en el papel —o en la pantalla, mejor dicho—, o el miedo latente de una posible mudanza a una ciudad nueva.
Parece obra de una simetría cósmica que mi móvil me muestre palabras de tiempos de encrucijadas precisamente cuando mi camino empieza a dividirse como un fractal. Como si estos emails fuesen parábolas de mi propia cosecha, o la cápsula del tiempo que hubiese querido enterrar de niño para luego recuperar de adulto y poder ejercer mi derecho a la nostalgia con algún juguete querido o un dibujo inocente.
La excusa está servida en bandeja de plata para acercarme a los nombres que han ido apareciendo en mi inbox rebelde al tiempo, para pensar en aquellos en los que la separación fue definitiva, para perderme en el saludo cariñoso de un fallecido, para cuestionarme decisiones cuyas consecuencias todavía vivo y veo como cada una de esas líneas era la crónica de una muerte anunciada. Y estos tres años se me antojan más años luz que terrestres, porque he cambiado hasta mi corte de pelo, y viniendo de alguien cuyas decisiones capilares son tan conservadoras es decir mucho.
De lo único que no me cabe duda, y que gracias a esta anomalía temporal informática simplemente es más evidente, es que tengo asuntos pendientes, tareas inconclusas, promesas rotas, sueños diferidos y miedos en espera, y que todos mis arrepentimientos tienen nombre de mujer.
Una canción de esos días que mi Hotmail insiste tanto en recordarme:
Buscando hallaca ando yo.
Dentro de todos estos diciembres, está el diciembre venezolano. Un mes de aguinaldos y gaitas, comida navideña, regalos y encuentros familiares, que inevitablemente filtrado por la situación política, económica y social del país, decantará en navidades tan diferentes como venezolanos existen. Y aquí entran las navidades de los venezolanos en el exilio (me gusta esta palabra porque me hace sentir como un prócer que espera pacientemente por su regreso triunfal a la patria, aunque no esté en mis planes regresar clandestinamente con un ejército a cuestas). Para los venezolanos repartidos como polen por el mundo, diciembre se resume en: la existencia o no de hallacas. El factor familia queda a juicio del facultativo.
Las hallacas, para los que no comparten mi nacionalidad, son una masa de maíz, rellena con un guiso de carne y otros ingredientes afines, envuelta toda en hojas de plátano, para servir caliente después de hervir por una hora, explicado así no suena muy suculento, pero si nos ponemos a explicar cómo son unos callos a la madrileña nos encontramos con el mismo problema. Por estas latitudes catalanas ya empezaron las conversaciones sobre este plato indispensablemente navideño: quién las sabe hacer, dónde venden los ingredientes, los nombres y direcciones de las pocas tiendas que las hacen, los precios, lo mucho que las aman, lo mucho que las odian.
Mi historia personal con las hallacas comenzó apenas hace un año y aquí en Barcelona, cuando me vi agregado y bienvenido, junto con mi hermano, al clan Bauder, una familia que se merece su propio Blog, serie de libros de aventuras y un reality show; es imposible aburrirse con esta gente. Hasta ese momento odiaba a este plato navideño con gran parte de mi ser, la culpa se la atribuí a mi madre, que me dio a comer una siendo niño, lo que trajo consecuencias desastrosas para mi estómago ese día y un miedo patológico al contenido de esas hojas de plátano que me duró dos décadas y veintitantas cenas navideñas familiares.
Esa primera invitación de las Bauder llegó un día de noviembre que no traía nada interesante, salvo frío. Tenía la promesa de una velada de esas de restaurante de pueblo: ambiente familiar, música en vivo (o un Ipod variadito en su defecto), calidad garantizada y atendido por sus propios dueños. Confieso que me interesaba más compartir con la gente presente que participar en la producción del plato navideño (mi hermano si es capaz de asesinar por una hallaca), pero una vez en la cocina de la casa, y entre risas y bebidas, fue imposible no querer meter las manos en la masa. Por haber participado en el proceso, que duró la buena parte de unas 5 horas, tuve el privilegio de armar unas hallacas custom made, desprovistas de los ingredientes que me convierten en un monje en ayuno frente a una hallaca normal: pasas, aceitunas y alcaparras. Mi responsabilidad en la cadena de producción era precisamente la de agregar los ingredientes adicionales al guiso, por lo que poder confeccionar mi propio modelo fue un doble triunfo.
Increíblemente ya pasó un año desde ese día (y pensar que le quedan 30 días al 2011 sinceramente me tiene al borde de un ataque de nervios) y me encontré de nuevo con el clan Bauder, y con mi hermano, para hacer las hallacas de este diciembre en el exilio. La cadena de producción estuvo a toda máquina para la manufactura de 100 unidades. Por supuesto me abastecí con mis propios modelos, y debo admitir que comerse una hallaca de almuerzo en un frío día de noviembre le alegra el día a cualquiera. Lo curioso es que estando en Venezuela no he comido la comida más venezolana que hay, porque hasta las arepas las compartimos con otra gente. Ya quedará de parte del tiempo buscarme la solución para una futura navidad sin las Bauder cerca, o me arriesgo con hallacas anónimas, o secuestro la línea de producción en casa de algún familiar, o me declaro en celibato hallaquístico (y me perdonan el neologismo). Les mantendré informados.
Casino Royale
La invitación llegó clandestina y de boca en boca, como para todas las reuniones secretas y exclusivas. Fulano montó un casino en su casa, llégate allá esta noche a tal hora y no pierdas la compostura, fue todo lo que me dijeron, aparte del obligatorio no se lo digas a nadie, ni se te ocurra decirle a nadie. La escena que se armó inmediatamente en mi sobre estimulado cerebro parecía salida de viaje en el tiempo a Montecarlo en 1960. Le pregunté al encargado de convidarme sobre el código de vestimenta, ya que mis expectativas eran bastante románticas, por decir menos, pero si de algo estaba seguro era que no iba a necesitar un traje de etiqueta, había que preguntar igual. La respuesta fue tan llana como la invitación, no seas pendejo, vístete normal. Fair enough, hoy no haré mi debut de smoking, pero al menos una camisita me pongo, me dije, primero muerto que sencillo.
Después de ver innumerables películas de James Bond asocio la palabra casino a hombros femeninos casualmente cubiertos por pieles de animales en peligro de extinción, a una fila eterna de Ferraris, Masserattis y Aston Martins, a hombres que si bien no tienen una apariencia amenazadora seguramente tienen un rayo láser gigante en alguna isla tropical, a realeza venida a menos que apuesta sus títulos nobiliarios porque el dinero se esfumó en un juego de ruleta, a relojes que cuentan cartas, lanzan dardos tranquilizadores o tienen kilómetros de cuerda para escalar, a pedir tragos agitados pero no mezclados, a mujeres que en vez de repartir fichas deberían tener templos en su honor en las costas griegas. En fin, soy un hijo de la ficción y la fantasía, qué les puedo decir.
Llegué a la locación establecida. Recordé antes el resto de las instrucciones, no comas nada que va a haber comida y bebida, me dijeron, hasta cigarros habrá, y por supuesto que respeté las normas. Toqué la puerta con un dejo de miedo, esperando quizás en la entrada a un par de gorilas vestidos de negro, que me cachearan buscando armas o un mazo de cartas de truco, pero ni un alma en la puerta. Bueno, para no levantar sospechas, hay vecinos después de todo, pensé, y mis expectativas seguían un poco cinematográficas, conocía la casa perfectamente, había estado allí varias veces, pero a cada vuelta de pasillo esperaba que una rubia despampanante me recibiera, con 500$ en fichas de cortesía y un whisky de 18 años, soda y vaso largo, como a mi me gustan.
Sin embargo, me encontré con esto:
Pero a pesar de lo maravillosamente apropiado que hubiese sido ver a unos perros jugando al póker —al menos el factor fantasía se hubiese dado por satisfecho—, los jugadores eran once gordos sudados, con gorras, anillos y cadenas de oro que luchaban por escaparse de sus abultados cuellos y sus chemises Abercrombie, gritándose bajo una luz estéril: ¡Coje mardito! ¡Pá que seas serio! Y cosas por el estilo que no voy a transcribir aquí.
Decir que me decepcioné es quedarme corto. La mujer bella si estaba por esos pasillos después de todo, luchando contra los ánimos caldeados de los apostadores, llevando cuentas y repartiendo fichas, pero esa es otra historia. Después de durar unos minutos viendo la mecánica de un juego que francamente no entiendo —ni me importa entender—, y después de marearme hasta las nauseas con las anécdotas y alardes millonarios de los jugadores decidí retirarme a la zona de servicio de este casino improvisado y clandestino. Lo de la comida, bebida y cigarrillos era verdad, y por supuesto aproveché para cenar, beber y fumar abundantemente, no estaba en mis planes poner ni un solo céntimo a la merced del azar. Los dos amigos que encontré dentro de este muy real palacio de juego, aunque con menos expectativas que yo y en el mismo rol de espectadores, también compartían mi opinión respecto a los jugadores, y la mujer bella que merodeaba por allí. Al menos no estaba solo en mis ideas.
Lo último que le dije al huésped antes de partir fue pedirle permiso para recrear los hechos en papel. A lo que respondió con las carcajadas que le conozco de toda la vida, si eres idiota de verdad, esa estupidez de escribir te va a volver loco, escribe lo que te dé la gana, pero no le digas a nadie, ni se te ocurra decirle a nadie.
Directed by Alan Smithee
Basta que haya una bebida alcohólica de por medio (o cualquier otro brebaje carbonatado o dulce) para que dos amigos decidan “filosofar” sobre la vida. Hay una necesidad imperiosa de analizar andanzas y decisiones, deconstruir eventos y replantear escenarios sólo porque el breve espacio entre un sorbo de líquido o una calada de cigarrillo nos regala una lucidez que aparentemente decide hacerse la pendeja durante el transcurso de nuestros días. Siempre encontramos la frase que se quedó dormida, el beso que nos callamos, la confrontación no construida, el tiempo que se fue de viaje, detrás de una conversación con un amigo. Pero los ejemplos se acaban, las historias se repiten, las metáforas dejan atrás las formas inspiradas cuando dos personas que tienen casi un cuarto de siglo conociéndose empiezan a hablar del amor (o su ausencia para efectos de este ensayo), sólo cambian los nombres (a veces), las fechas (irremediables) y los lugares (depende de los casos).
Mi amigo es el ser humano más cursi, enamoradizo y empalagoso a vox populi que tengo el placer de conocer (aunque a veces temo hablar con él al pensar que una manada de hormigas asesinas aparecerá de la nada dispuestas a comernos vivos producto de las cantidades industriales de azúcar que generan sus descripciones sentimentales) y yo no puedo ser más diferente, por supuesto dentro de los límites de lo razonable. Sin embargo, creo es esa la razón por la que equilibramos nuestros puntos de vista y siempre, irremediablemente, siempre terminamos hablando del corazón. Y fue en mi afán de ilustrar para mi interlocutor la actualidad de mi accidentada vida sentimental que la musa inconstante de la lucidez decidió hacer acto de presencia.
—Tú y yo no somos tan diferentes —empecé por decir, adquiriendo postura de entrevistado en un sillón de la terraza de mi casa—. El asunto es que tú… Sí. Tú. Y no me jodas que ahora me toca hablar a mí —logré atajar sus argumentos defensivos a tiempo—. Tú eres como el anuncio de neón de un motel —y pausé dramáticamente para inundar mis pulmones de humo—. Andas brillando día, noche y sin remordimientos, anunciándole al mundo tus intenciones y ofertas. En cambio yo soy un tipo discreto, y no me vengas con el: “tú no eres discreto, tú lo que eres es lento”; déjame terminar. Yo también me invento la película. Yo me escribo un guión digno de chick flick, me busco a la actriz perfecta que protagonizará a mi lado la película, la dirijo en mi mente, ruedo en locaciones de ensueño, edito con paciencia situaciones y mis palabras por el bien del guión (que por supuesto es magistral), hasta musicalizo concienzudamente cada escena para no perder nunca la atmósfera y estreno el largometraje, con bombos y platillos, dejándola en cartelera por varios meses, con su campaña publicitaria incluida, para mantener la esperanza de que la protagonista del momento vea el potencial de Oscar que yo le veo a mi ópera siempre prima y sucumba a mis brazos, como en mi guión —aquí la cara de mi amigo era de: “este pana está loco o borracho”, pero seguí con mi monólogo—. El problema es que la peliculita es un fracaso rotundo y estrepitoso, siempre, y siempre por culpa mía. Y yo por supuesto nunca reconozco mi culpa en el asunto —y adquiero pose y tono pedagógico—. ¿Sabes quien es el director Alan Smithee? Bueno, ese señor que no existe era un seudónimo que usaba el Directors Guild of America para las películas de las que reniegan sus creadores, porque TODAS las películas debían tener un director, así fuese de mentira, por malas que fuesen. Y tú dirás a qué viene todas estas estupideces que estoy diciendo. Es que todas mis películas amorosas fueron dirigidas por Alan Smithee.
Después de esa conversación y la epifanía subsiguiente, decidí que de ahora en adelante y para mantener mi integridad creativa sólo me voy a inventar el trailer de la película, para asegurar una buena financiación y realmente hacer el largometraje que quiero hacer, y poder decir Directed by Saul Rojas Blonval. Así sea sólo en mi mente.