¿Te acuerdas de hace seis años cuando nos despedimos? Segunda vez en mi vida que pisaba Maiquetía para abordar un avión sin compañía, pero primera vez que te dejaba tanto tiempo. Duré semanas pensando esa despedida: diseñándola, como el arquitecto recién graduado que era; imaginándola, como el come libros que sigo siendo. De mi familia ya tenía despidiéndome años, ya había dejado el nido hacía tiempo, y ese dolor como bien sabes es un tatuaje invisible que llevo en el pecho, indeleble, para toda la vida. De ese dolor no voy a hablarte. Ese dolor se merece otra carta; muchas cartas.
Sabía que después de los abrazos y besos a mis padres y hermano, después de cruzar el control de inmigración, después de ubicar mi puerta de embarque, íbamos a tener tiempo a solas. Allí te iba a jurar el regreso, te iba a pedir que me esperaras, que no cambiaras tan rápidamente como todos los que me rodeaban me advertían una y otra vez. Se burlaban de mi esperanza bobalicona de que el tiempo no cambia nuestra naturaleza sino que la fortalece. No quería tu fidelidad, no podía ser tan iluso, me conformaba con tu lealtad. Pero tu adiós fue duro y monocromático como un muro de piedra, tu adiós estaba vestido de verde en el pasillo de abordaje al avión y me recordó con su interrogatorio militar las razones por las que necesitaba descansar de ti. No dormí en el vuelo a esa tierra desconocida que me esperaba, todavía pensando en ti, memorizando todas las cosas que me habías regalado, enumerando aquellas que esperaba de ti a mi regreso, prometiendo mis aportes para verte bella y altiva otra vez, como te conocí y recuerdo, para verte mía de nuevo y para siempre, si me lo permitías, buscando en las nubes sobre el atlántico el consuelo por haberte renunciado por un tiempo, el consuelo de la despedida que me negaste, el consuelo estúpido y egoísta de pretender verte pronto y que me recibieras dos años después con los brazos abiertos, mientras me decías levemente y al oído lo mucho que me amabas.
Lo primero que extrañé de ti fue tu calidez. Yo que me jactaba de mi alta tolerancia al frío, me vi bregando por calor en brazos desconocidos, bajo sábanas y cobijas prestadas, con capas y capas de ropa que nunca me dejaste usar. Después añoré tu sonrisa, tu amabilidad, tu dulce tono de voz. En esta tierra nueva me sentía regañado por mis preguntas, por mis gustos, por las formas nuevas de hacer las cosas, por una idiosincrasia que conocía en el papel pero que mostró su rostro real en muy poco tiempo. Pero me acostumbré, como me malacostumbraste a acostumbrarme. Me habitué para sobrevivir, pero sin sacrificar mi espíritu, mis esperanzas. No era la supervivencia del más fuerte, como empezaste a pregonar años antes de mi partida, era y es la coexistencia, la tolerancia, el entendimiento. Tú me conocías más que nadie, y sabías que yo no nací para pisotear a nadie, que la imposición no trae nada bueno, y criticabas mi pasividad confundiéndola con cobardía. Quizás esa fue otra de las razones para nuestro alejamiento, quizás fue uno de los clavos que usaste para empezar a construir la barricada que hoy quieres que nos separe.
Sin embargo volví momentáneamente a tus brazos más temprano que tarde. Menos de un año había pasado desde mi despedida y tu indiferencia. Decidí no abrir heridas viejas y verte sin expectativas, sin añoranzas. Y volví a disfrutar de tu calor, pero con menos calidez; de tu sonrisa, ahora un poco cansada; de tu amabilidad quizás forzada. Me mostraste el mismo rostro, pero levemente envejecido, resignado a la realidad que poco a poco se iba apoderando de ti en mi ausencia. Me acerqué a ti con cautela, temiendo el dolor de la nueva despedida que se avecinaba, pidiendo poco de ti y mucho de mi para no mostrarme ingrato e insatisfecho, comprendiendo tus razones, respetando tu espacio, tus ideas, reconociéndome un nuevo extraño en una tierra nueva. Aceptando que haberte dejado no me daba mucha moral para pretender que todo siguiera igual, pero nunca perdiendo la esperanza. Eso es lo último que se pierde, y ella se vino de polizonte conmigo en el vuelo de regreso a mi nueva ciudad.
Te he visitado al menos una vez al año desde que nos despedimos aquella vez. Y cada vez eres menos tú. Quizás yo tampoco soy exactamente el mismo de hace seis años, pero tú sabes que sigo siendo yo. Todavía llevo con orgullo aquellas cosas que aprendí a tu lado, viviendo de ti y por ti. Todavía tengo las mismas mañas, todavía sigo trabajando mejor bajo una presión inhumana, todavía sigo trasnochándome sin necesidad, todavía muevo montañas por alguna responsabilidad, todavía le dedico mi vida a mis amigos, incluso a los que trataste con odio y saña y terminaron apartándote de sus vidas. Todavía hablo más de lo que debería, todavía soy adicto al café, todavía digo públicamente que prefiero el frío al calor cuando realmente necesito tu calidez hoy más que nunca. Y sé que tú eres menos tú porque te encargas de hacérmelo notar cada vez que sellan mi pasaporte en la entrada de Maiquetía. Cada vez me recibes con más indiferencia, y no terminas de ignorarme del todo porque en el fondo sabes que me necesitas, o al menos que me extrañas un poco. Cada vez sonríes menos y tu temperamento sufre el delirio constante de bailar en una cuerda floja. Cada vez te veo más arrogante pero menos orgullosa. Cada vez hablas más fuerte diciendo menos. Cada vez tenemos menos cosas en común gracias a ideales prestados y fuera de contexto. Ahora nuestras conversaciones se limitan al mínimo de educación que se espera de un viejo conocido, y probablemente sea yo el artífice de ese poco espacio de dialogo que aún queda entre nosotros.
La última vez que te vi todavía me despedí con esperanzas. Como te dije esa nunca la he perdido. Donde esté siempre busco la musicalidad y cadencia de tu acento. Nunca he podido pasar más de una semana sin añorar los sabores que me enseñaste a apreciar. Recreo tu calor con lo que tenga a la mano, y entro a un lugar y saludo sonriente como te vi hacer siempre. Hablo de ti constantemente, sin rencor, con añoranza de todo lo bella que eras, eres y seguirás siendo en el fondo. Todos mis planes y cambios de dirección postal siempre te tienen presente, nunca olvidan el norte que siempre has sido. ¿Viste que no he perdido la esperanza?
Hoy te escribo desde más de 5.000 kms de distancia. Hoy me llega el eco de un dolor que tiene un mes en llamas, pero que estoy viendo desde que te dejé hace seis años, cada vez más fuerte, cada vez más presente. Hoy por primera vez en mi vida siento que no te conozco, o que no te entiendo como creía. Hoy no sé si mi esperanza aparentemente inagotable de no perderte me ciega para entender tu cambio, tu nueva forma de ser. La separación no me ayuda definitivamente. Estar en la otra orilla lo amplifica todo, lo esconde todo. Lo que sé de ti se lo debo a voces de conocidos y desconocidos que se han dado a la tarea de hablar de ti sin descanso. Porque al igual que yo, ellos también te aman y extrañan. Siempre he sabido que te iba a tener que compartir con millones de almas, todas y cada una con sus formas particulares de amor y devoción, todas con sus razones y ganas. Unas allí, contigo. Otras, como yo, esparcidas por el mundo, hablando de ti y como tú, a cualquiera dispuesto a escuchar, y que aunque una vez decidieron dejarte también te quieren volver a ver sonriente, radiante y plena.
Hoy te veo herida, intolerante, peligrosa y sucia. Y a pesar de todo todavía logra asomarse el rostro que nunca olvidaré, entre el desastre y el griterío. Hoy se cumple un mes de luchas, de llantos, de muertes, de nuevas voces, de desacato, de despertares, pero también un mes de la misma historia de siempre, de círculos viciosos, de demagogia, de dimes y diretes. Hoy se cumple un mes que logró condensar en sólo treinta días los quince años de esa transformación que te he visto sufrir, desde adentro y ahora desde afuera. Hoy te escribo sin poder darte una receta mágica para que vuelvas a ser la de antes, o al menos que no sigas en ese camino que nos aliena a tantos. Hoy te escribo porque no quiero seguir diciendo “al menos” como acabo de decir, o como termino haciendo cada vez que recibo noticas de algo reprochable desde tu orilla. Hoy te escribo porque me dueles más que nunca, pero mi vida me ha llevado por otros lares siempre buscando la forma de regresar a ti por la puerta grande, para cumplir las promesas sordas que te hice hace 6 años al despedirme sin despedida. Hoy te escribo porque tengo un mes pensando en qué decirte y finalmente logré hilar unas oraciones coherentes. Hoy te escribo porque quiero decirte que todavía no pierdo la esperanza, ni en ti ni en las millones de almas con las que te comparto, de que volverás a ser feliz, bella y altiva. Hoy te escribo porque no me queda más remedio que propagar el eco que recibo, y porque quizás con estas palabras otro despierte. Hoy te escribo porque aunque no es fácil tratar de oírte desde la otra orilla, no quiere decir que voy a dejar de intentarlo, ni hoy, ni nunca. Hoy te escribo, Venezuela, y mañana también, y el día después de ese, hasta que no haya más despedidas, hasta que escuches los gritos, hasta que finalmente me digas: Bienvenido.