Es hora de cambiar

Es hora de cambiar. Ha llegado el momento en que la transformación no requiere razones, solo ganas y tiempo.

Hace casi ocho años —si no me falla la memoria— abrí este blog, y en ese instante el mejor nombre que se me ocurrió para bautizarlo fue el de mi primer cuento, mi primer relato literario: «Escribe tu nombre aquí…». Esa historia hoy es la culpable de mis letras, de mis ganas de escribir, aunque al releerla no pueda evitar burlarme de mí mismo, de mi inocencia, de mis errores, de los lugares comunes, de las palabras rebuscadas y los adjetivos innecesarios, aunque hoy no esté exento de traspiés y equivocaciones. Escribí ese cuento por que estaba deprimido, enfermo de una gripe apocalíptica durante mi primer invierno en un país nuevo que hoy sigue siendo mi hogar. Escribí ese cuento porque quería hacer algo diferente, porque necesitaba un cambio. Un tiempo después inauguré un blog con ese primer experimento literario y me cambió la vida. No me hice millonario, ni famoso, pero me di tiempo a mi mismo, me conocí mejor y conocí a personas que hoy son grandes amigos, recibí halagos y duras críticas, intercambié ideas con desconocidos, y hasta me enamoré de voces femeninas que vivían el mismo experimento literario que yo, aunque de otra forma y por otras razones.

Gracias a ese salto al vacío hoy digo que soy escritor, gracias al laboratorio que fue —y espero siga siendo— este blog, aunque hoy cambie de nombre. Y creo que llegó el momento de empezar a hablar del futuro y de este nuevo nombre.

«En busca de mundos imposibles» más que un título es una misión. No voy a dedicarme a escribir sobre cartografía fantástica, aunque ahora que lo pienso sería un buen tema para una colección de relatos, pero voy a tratar —al menos— que este espacio refleje la búsqueda, mi búsqueda, la emoción de enfrentarse a lo desconocido, las ganas de crear mundos imposibles a través de la palabra. Quizás dure ocho años más, quizás cambie en cuatro meses. Hoy no tengo y no necesito tener esa respuesta, porque para ser completamente honesto nunca pensé que fuese a tener un blog por tanto tiempo. Sí podría ser un poco más activo, ya que estamos en eso de la honestidad, pero siempre ha estado ahí, siempre ha sido un punto de apoyo para mi sanidad, un refugio ocasional para algún trasnochado que me lea y para mis frustraciones, donde he escrito pequeñas historias sobre mis fotografías hasta una carta de desamor para mi país.

El nuevo nombre viene con energía nueva, con ganas renovadas de hacer más, de aparecer más en este rincón para compartir mis delirios y sueños con los interesados y los insomnes. Viene más limpio, con letras más grandes, más fácil de leer y coronado por una fotografía que estará allí hasta que consiga otra que me guste más. Un espacio simple para ideas no tan simples.

Hay otra razón para este cambio de nombre, una razón buena y emocionante, pero ese relato lo dejo para otra oportunidad, para un futuro cercano. Todavía no es el momento apropiado. Por los momentos estas palabras son la apertura oficial de «En busca de mundos imposibles», el debut de la nueva temporada del blog, la reinauguración del chiringuito literario, una infusión de vida nueva en un cuerpo que todavía tiene mucha vida por delante. Los que quieran explorar conmigo son bienvenidos, no es necesario equipaje ni pasaporte, solo ganas y tiempo.

Hoy encontré una cana

Hoy encontré una cana entre mi pelo. No es nada extraordinario, tengo treinta años, y a menos que sea inmortal y no lo sepa, una cana es un síntoma más del tiempo que pasó. Lo raro de la cana, o mejor dicho, lo especial de la cana —aparte de su blancura virginal— era que sobresalía de mi cabellera a cuarenta y cinco grados, perfectamente recta, como una lanza albina incrustada, de abajo hacia arriba, amenazando a mi cerebro. Por supuesto que me sorprendí, había tenido un día tan absolutamente anodino que el acto de verme en el espejo, durante los 30 segundos que dura mi ascensor en llegar a planta baja, había adquirido una dimensión especial: tenía que estudiar mejor esa cana. Lamentablemente mi análisis no arrojó ninguna conclusión importante o algún descubrimiento biológico, simplemente que tengo una cana caprichosa con ínfulas de arma blanca. Nunca le había prestado mucha atención a la probabilidad de tener el pelo canoso de aquí a unos cuantos años —espero llevarlo como George Clooney, por supuesto—, porque me preocupa muchísimo más tener una cabellera después de todo. Incluso ya me había visto canas, varias, más tímidas que ésta por supuesto, pero ya existían, ya me habían avisado de mi eventual vejez. El problema de esa lanza decolorada de hoy era que me hizo pensar en que voy a morir. No hoy, al menos no todavía, pero algún día —realmente espero ser inmortal y no saberlo aún. El punto sobre morir es que un cabello desteñido me recordó que soy humano. Quizás sean los ánimos invernales del principio de año, de los episodios negativos que nunca faltan del año anterior, tal vez fue porque vi una película que por más de dos horas hablaba del paso del tiempo, del legado, de la huella que dejamos al morir —si es que dejamos una. La falta de color de un cabello solitario es capaz de cambiarte el humor, de ponerte en plan existencialista y revisionista, de cuestionarte propósitos, ganas y razones. Es un generador de preguntas sin respuesta, un pararrayos durante un día soleado, un vaso de agua en medio de un lago de agua potable, es una señal que te recuerda algo que en este preciso momento no es importante pero que eventualmente lo será. Esta lanza descolorada, y todas las que vendrán después tienen que ser medallas de valor en combate, las arrugas que inevitablemente llegarán serán entonces cicatrices de guerra, juntas las huellas de nuestra victoria momentánea sobre el paso del tiempo. Recordatorio pero nunca ultimátum. Consejo pero jamás obligación. Caminos nuevos, no callejones sin salida.

Cuando el año pasado moría ahogado en doce campanadas yo pretendía hacer su autopsia correspondiente en el acto, sin siquiera esperar a que el cuerpo estuviese frío. Como si el cambio de número del calendario me otorgase poderes mágicos y todo lo ocurrido hace apenas unos minutos iba a quedar enterrado en la dimensión desconocida del año viejo. Pasé semanas tratando de buscar las palabras para redactar mis propósitos del año nuevo, de conseguir el ímpetu perdido con algunas frases alentadoras, pero siempre se perdían entre la rutina y los sueños. Hasta que descubrí una cana entre mi pelo. Una lanza decolorada que colonizaba mi cuero cabelludo me gritó desde el espejo de un ascensor que el tiempo es mío, de mi cuerpo, de mi mente, no del calendario ni de un reloj. El tiempo corre por mis venas y para vivirlo solo se necesitan ganas. Nada de propósitos, nada de listas, nada de planes, solo ganas, el resto vendrá después. Quiero creer que esta epifanía no fue producto de una alucinación, y que realmente mis canas no conversaron conmigo, pero paso tanto tiempo imaginado cosas imposibles que a veces es difícil darse cuenta, y la soledad de un viaje en ascensor puede ser una aventura interminable.

Hablando un poco más en serio, creo que es la edad la que nos pone a buscar señales en la falta de pigmentación del pelo. Que finalmente terminar algo importante nos convierte en observadores más críticos de nuestro tiempo. Que las comparaciones inevitables con los que nos rodean nos motivan más o nos generan más miedos, pero no dejan de impulsarnos. Que nos conocemos más a nosotros mismos y a nuestras limitaciones y por ende perdemos menos tiempo engañándonos, menos tiempo tratando de construir espejismos de nosotros y para nosotros. En fin, tal vez es que a partir de los treinta cualquier proyecto, cualquier meta cumplida, pasa a ser como un desafío al universo, un acto de heroísmo digno de leyendas intergalácticas, un grito al vacío desde una montaña muy alta y en medio de una tormenta eléctrica. Quizás por eso es que hoy, después de haber descubierto una cana entre mi pelo me siento en la necesidad de decirle a ese espejo revelador y desde mi montaña muy alta: Here I am. Do your worst, motherfucker. I’m ready for you.

El Gabo sí tiene quien le escriba.

La primera vez que oí sobre García Márquez fue durante una de mis cacerías semanales de libros en la biblioteca de mi casa. Creo que fue mi madre la encargada de iluminarme en ese momento, si mal no recuerdo. Tendría doce o trece años, quizás. Ahora que intento ponerlo en papel —o en pantalla, mejor dicho—, veo que este recuento está plagado de dudas, pero hay muy pocas certezas en esta vida, y de la única que no podemos escapar es la que se llevó al Gabo el pasado 17 de abril. Saberlo vivo, aunque ausente de las letras, era razón suficiente para sentir tranquilidad, alivio de que ese dicho: Only the good die young, es una mentira que nos inventamos para justificar los caprichos de la muerte.
Quisiera poder decir con absoluta seguridad que descubrí sus palabras por intervención divina, o que en un momento de lucidez literaria escogí uno de sus tantos libros sin pedir permiso, sin preguntar a nadie, y al leerlo mi vida cambió, pero no fue así. Allí la realidad fue terriblemente aburrida y predecible. El nombre lo había oído infinidad de veces, en conversaciones de adultos en las que tanto insistía participar, en los lomos de sus libros repartidos en nuestra biblioteca, en periódicos y noticieros, pero yo todavía era preso de las aventuras de Verne, Stevenson, Dumas, Salgari, de Tío Tigre y Tío Conejo, de las leyendas pemón, de Asterix y Obelix. Fue entonces, volviendo a esos doce o trece años, que mi madre me habló de Doce cuentos peregrinos y del realismo mágico. Imagino, hoy en día y con treinta años a cuestas, que su explicación sobre el realismo mágico debió haber sido muy adulta, muy literaria, pero muy abstracta para un niño cuya experiencia literaria se limitaba a las novelas de aventuras de siglos pasados. Pero sí recuerdo exactamente cuando comprendí ese concepto tan latinoamericano, tan del Gabo, del mundo mágico que nos rodea: fue con el cuento “La luz es como el agua”, donde dos inocentes hermanos aprovechan los miércoles de cine de sus padres, para navegar en la luz que se derramaba de una lámpara. Mi vida estaba rodeada de fantasía, todavía jugaba feliz por horas con mis juguetes, a los que inventaba historias complicadísimas y —por supuesto— alucinantes, veía comiquitas sin cesar, soñaba despierto cada vez que tenía la oportunidad, había leído ya sobre mundos imposibles y lejanos, pero nunca había pensado en las posibilidades mágicas de la luz y los objetos comunes. Nunca había considerado en que podía haber rostros en la madera de las puertas de mi armario, que eventualmente me podían crecer alas si resultaba ser pariente de algún ángel, o que la noche caía porque el encargado de iluminar el mundo se cansaba y necesitaba dormir como todos nosotros, y no todas eran ideas del Gabo, pero sus letras despertaron en mi otra dimensión de la realidad de la que me alimento constantemente. Incluso hoy todavía paso mi días pensando en constelaciones de estrellas vivas en la espalda de una mujer amada, que es posible hacer un estudio cartográfico profundo de mis sueños, que hay planetas en mis tazas de café, que un paseo por la tarde es lo que hace girar al mundo.
Poco a poco fui metiéndome en ese mundo que sólo podía venir de García Márquez, con los Buendía en Macondo, con el pelo inmortal de Sierva María de Todos los Ángeles, con los ahogados más hermosos del mundo, con vendedores de milagros, con abuelas desalmadas. Visitaba y visito las letras del Gabo cada cierto tiempo, como volviendo a un álbum de fotos que se niega a dejar reemplazar por copias digitales, en donde está tu infancia inmortalizada, la historia de unos días donde éramos todos sonrisas, todos posibilidad. El álbum de fotos donde una vez hicimos un depósito de esperanza a plazo fijo, en donde guardamos un pedacito de nuestros sueños, para reencontrarlos más adelante en el camino, y poder mirar atrás con nostalgia pero sin tristeza.
Con sus palabras logré entender un poco más esa locura indomable que nos plaga a los latinoamericanos, pero que nos hace tan diversos y felices, que ver el mundo con ojos llenos de magia es el mejor remedio contra el tedio de la realidad, que una pequeña piedra gris puede ser lo más interesante del mundo si la vez con detenimiento, que la muerte puede ser burlada y la tragedia no es destino. Las palabras del Gabo era y serán evangelio de muchos, consuelo de unos y vida de otros. Para mí son refugio, mapa y barco de viaje. Son un faro que siempre me llama a casa. Y seguiré diciéndole Gabo, como si lo hubiese conocido, como si me hubiese tomado un café con él, como si me hubiese dado consejos para escribir, porque Gabriel García Márquez era mi amigo, aunque él no lo supiera.

Desde la otra orilla

¿Te acuerdas de hace seis años cuando nos despedimos? Segunda vez en mi vida que pisaba Maiquetía para abordar un avión sin compañía, pero primera vez que te dejaba tanto tiempo. Duré semanas pensando esa despedida: diseñándola, como el arquitecto recién graduado que era; imaginándola, como el come libros que sigo siendo. De mi familia ya tenía despidiéndome años, ya había dejado el nido hacía tiempo, y ese dolor como bien sabes es un tatuaje invisible que llevo en el pecho, indeleble, para toda la vida. De ese dolor no voy a hablarte. Ese dolor se merece otra carta; muchas cartas.

Sabía que después de los abrazos y besos a mis padres y hermano, después de cruzar el control de inmigración, después de ubicar mi puerta de embarque, íbamos a tener tiempo a solas. Allí te iba a jurar el regreso, te iba a pedir que me esperaras, que no cambiaras tan rápidamente como todos los que me rodeaban me advertían una y otra vez. Se burlaban de mi esperanza bobalicona de que el tiempo no cambia nuestra naturaleza sino que la fortalece. No quería tu fidelidad, no podía ser tan iluso, me conformaba con tu lealtad. Pero tu adiós fue duro y monocromático como un muro de piedra, tu adiós estaba vestido de verde en el pasillo de abordaje al avión y me recordó con su interrogatorio militar las razones por las que necesitaba descansar de ti. No dormí en el vuelo a esa tierra desconocida que me esperaba, todavía pensando en ti, memorizando todas las cosas que me habías regalado, enumerando aquellas que esperaba de ti a mi regreso, prometiendo mis aportes para verte bella y altiva otra vez, como te conocí y recuerdo, para verte mía de nuevo y para siempre, si me lo permitías, buscando en las nubes sobre el atlántico el consuelo por haberte renunciado por un tiempo, el consuelo de la despedida que me negaste, el consuelo estúpido y egoísta de pretender verte pronto y que me recibieras dos años después con los brazos abiertos, mientras me decías levemente y al oído lo mucho que me amabas.

Lo primero que extrañé de ti fue tu calidez. Yo que me jactaba de mi alta tolerancia al frío, me vi bregando por calor en brazos desconocidos, bajo sábanas y cobijas prestadas, con capas y capas de ropa que nunca me dejaste usar. Después añoré tu sonrisa, tu amabilidad, tu dulce tono de voz. En esta tierra nueva me sentía regañado por mis preguntas, por mis gustos, por las formas nuevas de hacer las cosas, por una idiosincrasia que conocía en el papel pero que mostró su rostro real en muy poco tiempo. Pero me acostumbré, como me malacostumbraste a acostumbrarme. Me habitué para sobrevivir, pero sin sacrificar mi espíritu, mis esperanzas. No era la supervivencia del más fuerte, como empezaste a pregonar años antes de mi partida, era y es la coexistencia, la tolerancia, el entendimiento. Tú me conocías más que nadie, y sabías que yo no nací para pisotear a nadie, que la imposición no trae nada bueno, y criticabas mi pasividad confundiéndola con cobardía. Quizás esa fue otra de las razones para nuestro alejamiento, quizás fue uno de los clavos que usaste para empezar a construir la barricada que hoy quieres que nos separe.

Sin embargo volví momentáneamente a tus brazos más temprano que tarde. Menos de un año había pasado desde mi despedida y tu indiferencia. Decidí no abrir heridas viejas y verte sin expectativas, sin añoranzas. Y volví a disfrutar de tu calor, pero con menos calidez; de tu sonrisa, ahora un poco cansada; de tu amabilidad quizás forzada. Me mostraste el mismo rostro, pero levemente envejecido, resignado a la realidad que poco a poco se iba apoderando de ti en mi ausencia. Me acerqué a ti con cautela, temiendo el dolor de la nueva despedida que se avecinaba, pidiendo poco de ti y mucho de mi para no mostrarme ingrato e insatisfecho, comprendiendo tus razones, respetando tu espacio, tus ideas, reconociéndome un nuevo extraño en una tierra nueva. Aceptando que haberte dejado no me daba mucha moral para pretender que todo siguiera igual, pero nunca perdiendo la esperanza. Eso es lo último que se pierde, y ella se vino de polizonte conmigo en el vuelo de regreso a mi nueva ciudad.

Te he visitado al menos una vez al año desde que nos despedimos aquella vez. Y cada vez eres menos tú. Quizás yo tampoco soy exactamente el mismo de hace seis años, pero tú sabes que sigo siendo yo. Todavía llevo con orgullo aquellas cosas que aprendí a tu lado, viviendo de ti y por ti. Todavía tengo las mismas mañas, todavía sigo trabajando mejor bajo una presión inhumana, todavía sigo trasnochándome sin necesidad, todavía muevo montañas por alguna responsabilidad, todavía le dedico mi vida a mis amigos, incluso a los que trataste con odio y saña y terminaron apartándote de sus vidas. Todavía hablo más de lo que debería, todavía soy adicto al café, todavía digo públicamente que prefiero el frío al calor cuando realmente necesito tu calidez hoy más que nunca. Y sé que tú eres menos tú porque te encargas de hacérmelo notar cada vez que sellan mi pasaporte en la entrada de Maiquetía. Cada vez me recibes con más indiferencia, y no terminas de ignorarme del todo porque en el fondo sabes que me necesitas, o al menos que me extrañas un poco. Cada vez sonríes menos y tu temperamento sufre el delirio constante de bailar en una cuerda floja. Cada vez te veo más arrogante pero menos orgullosa. Cada vez hablas más fuerte diciendo menos. Cada vez tenemos menos cosas en común gracias a ideales prestados y fuera de contexto. Ahora nuestras conversaciones se limitan al mínimo de educación que se espera de un viejo conocido, y probablemente sea yo el artífice de ese poco espacio de dialogo que aún queda entre nosotros.

La última vez que te vi todavía me despedí con esperanzas. Como te dije esa nunca la he perdido. Donde esté siempre busco la musicalidad y cadencia de tu acento. Nunca he podido pasar más de una semana sin añorar los sabores que me enseñaste a apreciar. Recreo tu calor con lo que tenga a la mano, y entro a un lugar y saludo sonriente como te vi hacer siempre. Hablo de ti constantemente, sin rencor, con añoranza de todo lo bella que eras, eres y seguirás siendo en el fondo. Todos mis planes y cambios de dirección postal siempre te tienen presente, nunca olvidan el norte que siempre has sido. ¿Viste que no he perdido la esperanza?

Hoy te escribo desde más de 5.000 kms de distancia. Hoy me llega el eco de un dolor que tiene un mes en llamas, pero que estoy viendo desde que te dejé hace seis años, cada vez más fuerte, cada vez más presente. Hoy por primera vez en mi vida siento que no te conozco, o que no te entiendo como creía. Hoy no sé si mi esperanza aparentemente inagotable de no perderte me ciega para entender tu cambio, tu nueva forma de ser. La separación no me ayuda definitivamente. Estar en la otra orilla lo amplifica todo, lo esconde todo. Lo que sé de ti se lo debo a voces de conocidos y desconocidos que se han dado a la tarea de hablar de ti sin descanso. Porque al igual que yo, ellos también te aman y extrañan. Siempre he sabido que te iba a tener que compartir con millones de almas, todas y cada una con sus formas particulares de amor y devoción, todas con sus razones y ganas. Unas allí, contigo. Otras, como yo, esparcidas por el mundo, hablando de ti y como tú, a cualquiera dispuesto a escuchar, y que aunque una vez decidieron dejarte también te quieren volver a ver sonriente, radiante y plena.

Hoy te veo herida, intolerante, peligrosa y sucia. Y a pesar de todo todavía logra asomarse el rostro que nunca olvidaré, entre el desastre y el griterío. Hoy se cumple un mes de luchas, de llantos, de muertes, de nuevas voces, de desacato, de despertares, pero también un mes de la misma historia de siempre, de círculos viciosos, de demagogia, de dimes y diretes. Hoy se cumple un mes que logró condensar en sólo treinta días los quince años de esa transformación que te he visto sufrir, desde adentro y ahora desde afuera. Hoy te escribo sin poder darte una receta mágica para que vuelvas a ser la de antes, o al menos que no sigas en ese camino que nos aliena a tantos. Hoy te escribo porque no quiero seguir diciendo “al menos” como acabo de decir, o como termino haciendo cada vez que recibo noticas de algo reprochable desde tu orilla. Hoy te escribo porque me dueles más que nunca, pero mi vida me ha llevado por otros lares siempre buscando la forma de regresar a ti por la puerta grande, para cumplir las promesas sordas que te hice hace 6 años al despedirme sin despedida. Hoy te escribo porque tengo un mes pensando en qué decirte y finalmente logré hilar unas oraciones coherentes. Hoy te escribo porque quiero decirte que todavía no pierdo la esperanza, ni en ti ni en las millones de almas con las que te comparto, de que volverás a ser feliz, bella y altiva. Hoy te escribo porque no me queda más remedio que propagar el eco que recibo, y porque quizás con estas palabras otro despierte. Hoy te escribo porque aunque no es fácil tratar de oírte desde la otra orilla, no quiere decir que voy a dejar de intentarlo, ni hoy, ni nunca. Hoy te escribo, Venezuela, y mañana también, y el día después de ese, hasta que no haya más despedidas, hasta que escuches los gritos, hasta que finalmente me digas: Bienvenido.

El túnel de los sueños olvidados

2013-07-10 14.03.38

Todavía tengo que abrir la ventana para no morir de calor. Al verano se le está olvidando esto de mantener todo demasiado caliente pero el otoño todavía no tiene la confianza para decirle al verano que lo deje trabajar en paz y termine de irse de una vez. Las dimensiones de la ventana y su ubicación dentro de la habitación y el esquema del edificio la convierten en un mero formalismo. Un tributo tímido a las ventanas de verdad, a las que dejan entrar luz de verdad, aire de verdad, vida de verdad. Sin embargo, la pequeña ventana se salva de la mediocridad absoluta porque me regala una ventana al mundo muy peculiar, valga la redundancia y facilismo de los lugares comunes.

A ese mundo he decidido llamarlo el túnel de los sueños olvidados, porque decirle patio de luces es un insulto a los patios y a la luz. Además, lo de túnel de sueños olvidados le confiere un estatus poético, pintoresco, al menos interesante, tolerable. El túnel se alimenta de la poca luz que le regala el día, como un hoyo negro de ladrillo, cemento, moho y manchas de tiempo. Pero en el hoyo negro no habitan los restos de una estrella muerta, sino los pedacitos de vida que se les escapan a los habitantes de este viejo edificio. Y como un buen hoyo negro el tiempo se toma su tiempo cuando pasa por ahí. Todo se hace más lento. Todo se lleva con parsimonia. Los olores. Las voces. El mismo color de luz durante las 12 horas que dura la luz del día —dependiendo de las estaciones—. Al túnel van a parar los sueños de los inquilinos de estos cinco pisos, veintidós apartamentos, más de cuarenta habitaciones.

He oído gritos de niños exigiendo más chocolate y menos comida, conversaciones en inglés durante una fiesta de estudiantes de intercambio, la narración de las hazañas sexuales de un obrero ante sus amigos trabajadores mientras reformaban el piso de arriba, ese mismos obreros que sentían especial predilección por oír música techno muy fuerte, monótona y muy temprano en la mañana. Mi vecina argentina grita “la concha de tu putísima madre” cada vez que algo le sale mal, cuando limpia, cuando cocina, cuando suena su teléfono y ella está al otro lado del piso sentada en un sillón. Es su mantra, su cordón umbilical a la tranquilidad. Seguramente hace yoga. Otros vecinos siguen el cliché de la pareja que se demuestra amor a golpes verbales, el túnel me regala sus conversaciones en sonido Dolby Digital. Él es cubano, ella española, ellos se aman más que a la vida, pero no existe la confianza entre ellos. Un tema recurrente parece ser el móvil de ella: él lo quiere revisar porque no confía en ella, y ella no lo quiere mostrar porque no confía en él. Una historia de amor inmortal. Tengo otros vecinos que han decido entrenar a su hijo para unas futuras olimpíadas, o tienen una jauría de perros mudos que corren constantemente por el piso. Por el túnel puedo oír sus cambios de ritmo, sus tiempos máximo, la solidez de sus pisadas, la velocidad media. Le auguro buenas cosas a ese niño atleta o a esa jauría de perros mudos que tan arduamente entrenan en 60 metros cuadrados. Un caso curioso es el vecino ruso, o admirador obseso —que no deja de ser ruso—, que solamente se dedica a gritarle insultos a su esposa —u objeto de su admiración obsesiva—, desde las áreas comunes del edificio. Recientemente he visto un incremento en los sistemas de seguridad del piso que recibe los insultos, reforzando mi teoría que el gritón eslavo no vive aquí. A veces escucho conversaciones completas entre dos corredores inmobiliarios que se encuentran tres veces a la semana en un piso superior y comparten sus anécdotas sobre sus posibles inquilinos. Uno de ellos reveló que había una especie de secta religiosa interesada por un piso, pero con más habitaciones, y preferiblemente ubicado por aquí, el piso que vieron aquí sería perfecto con dos habitaciones más. Creo que nos salvamos de vecinos en túnicas y ofreciendo sacrificios en ritos paganos.

El túnel sigue regalando historias con la facilidad que se abre un grifo agua. Con esas historias llegan olores de comidas maravillosas, o experimentos culinarios fallidos. También aparece de vez en cuando y de cuando en vez, el sonido tímido de música, de una película, de las noticias, de una vecina amargada que grita porque el ascensor se dañó, otra vez. Y los sueños de los inquilinos vienen al túnel a esconderse de la rutina, de la violencia de los gritos, de los malos olores, de las fiestas, de la risas estridentes.

El túnel todavía es capaz de regalar paz, y en lo profundo de la noche, trato de encontrar un pedacito de cielo nocturno entre los sueños olvidados de mis vecinos y finalmente sólo oigo mi respiración. El túnel se llena con un suspiro que me traiciona y me despido de él hasta mañana. Hasta otras historias y otros sueños.

Oswaldo con «W»

2013-06-02 19.11.09-1 2

Revisando las fotos que he recopilado para el blog me topé con una imagen que, quizás por su aura vieja y triste, me recuerda a mi abuelo. Mi abuelo que murió hace menos de una semana y por el cual mi segundo nombre es Oswaldo. Oswaldo con “W”.

No puedo decir que tuve esa relación mágica con mi abuelo que tantos amigos se han jactado de tener alguna vez. Aquél abuelo superhéroe, leyenda en vida por hazañas laborales, sociales, militares o políticas. El abuelo alma de la fiesta, que es invitado a cualquier excusa de reunión porque es imprescindible para pasarla bien. O el abuelo temible, que llegaba repartiendo leyes y disciplina con voz profunda y mirada dura. Mi abuelo era más bien un tipo normal. Un tipo de a pie, reservado, sencillo y un poco, sólo un poco, excéntrico. Pero esa excentricidad le daba un toque de misticismo, indudablemente.

Nunca sabré con certeza por qué fue un hombre de pocas palabras. En sus últimos años indudablemente esto era producto de la edad y la disminución de las facultades, pero por qué antes hablaba poco nunca lo entenderé. Las razones seguramente podrían ser utilizadas para hacer un estudio de personaje para una obra de Chéjov o de Kafka. Siempre he imaginado a mi abuelo como el perfecto protagonista de una historia de uno de esos escritores, con sus rasgos europeos, su altura, su tez blanca y colorada por el sol inclemente de Barinas y su vestimenta siempre igual: una guayabera de color claro, pantalón gris, zapatos de cuero oscuro. Su mirada era inescrutable, y podía ahogarse en la melancolía como podía escudarse en la resignación del silencio sin dar muchas pistas de su estado de ánimo, al menos para mis ojos, que lo vieron alguna vez como un gigante y la última vez como una frágil personita, más pasado que presente. Siempre tuvo esa cualidad pintoresca de los personajes eslavos, e imaginarlo caminando por una calle de San Petersburgo o Praga no era muy difícil. Y como le encantaba eso: caminar. Caminar todos los días como buscando un propósito, como buscando una excusa para no ser un personaje de Chéjov o Kafka y volver a su despacho, lleno de tantas historias diferentes, como queriendo esconder la suya. Todo bajo la mirada de su santísima trinidad atea: Bolívar —el que nos sacó de la barbarie—, Pérez Jiménez —el único presidente que ha servido en este país— y Beethoven —el mejor compositor que existió—.

Ese despacho mereció un estudio forense en su momento de mayor esplendor. La capacidad de mi abuelo de convertir cualquier cosa en un objeto de colección hacía de su despacho un selva de intereses eclécticos y aparentemente disparejos. Radio afición, historia de la Segunda Guerra Mundial, estadística deportiva, propaganda política de la última dictadura, vinilos de música clásica, correspondencia pública y privada de varios miembros de la familia, documentos de estudio de la genealogía del apellido Blonval, fotos con anécdotas de Barinas, periódicos de fechas que él estimaba importantes, y otra infinidad innombrable de cachivaches inclasificables. Hoy sólo queda el espacio vacío de aquella colección de ideas y medios caminos. El tiempo le quitó las ganas de luchar contra su hijo menor y sus ganas de limpiar la casa de cosas “inútiles”. Es ahí que veo a mi abuelo más creación de Kafka y Chéjov que nunca. Luchando contra un tiempo que se le quedó grande o corto, nunca lo sabré. Viendo a través de unas gafas muy grandes, no muy diferentes a las que llevo actualmente, hacia un horizonte que sólo él sabía ubicar con brújulas de historias incompletas.

Tantas cosas he incorporado a mi vida donde hay una huella suya que va a ser difícil que lo olvide nunca. Mi letra molde al escribir, mi predilección por Herbert von Karajan y la filarmónica de Berlín para oír las obras de Beethoven, mi pasión por lo histórico, mis ganas de coleccionarlo y catalogarlo todo, mis gafas grandes y cuadradas que vinieron a ser un homenaje inconsciente a las que siempre usó él. Tantas cosas que se imprimieron en mi alma, en mi identidad, tanta responsabilidad que tuvo al ser mi único abuelo, el otro —el paternal—, se beneficia de la nostalgia y la memoria selectiva de los que partieron trágicamente y antes de tiempo. Oswaldo dejó esta tierra con su historia continuada en muchas personas que llevan su sangre y sus ganas en las venas. Además, su nombre forma parte del mío hasta el día que termine mi historia en esta tierra, eso es difícil de olvidar. Oswaldo con “W”.

Seeking a friend for the end of the world.

Hace poco me topé con una película que lleva el nombre que robé como título de esta entrada: “Buscando un amigo para el fin del mundo”. La pregunta que genera, independientemente de la calidad del guión o de la historia en sí, me pareció digna de consideración: ¿Qué harías si sabes que el mundo se va a acabar pronto?

No es fácil asumir este tipo de escenarios apocalípticos, estos finales tan definitivos. Si bien una de las cosas que nos hace humanos, al menos a mi parecer, es poder contemplar nuestra mortalidad, es saber que algún día vamos a dejar de respirar. Pero, partir de que todo lo que nos rodea va a dejar de existir al mismo instante de nuestro último suspiro, es suficiente para provocar una migraña incluso al más sangre fría de nosotros.

La preocupación por dejar un legado es la primera que sale por la ventana. Dicen que los muertos vivirán mientras queden vivos para recordarlos, pero en el vacío simplemente nos desvaneceremos. Y visto así todo parece terriblemente desesperanzador, convirtiendo nuestro últimos días en la tierra en el perfecto caso de estudio para filósofos existencialistas como Kierkegaard, Nietzsche o Sartre.

Pero dejemos de lado la lucidez de esos pocos. ¿Qué  hacemos nosotros? Los condenados a un trabajo de oficina, a una hipoteca, al desamor, a la expectativa de un concierto o un viaje. ¿Cómo lidiamos con el absurdo de vivir, cuando todos los conceptos que rigen nuestro día a día se vuelven abstractos al tener fecha de caducidad? Más pesimismo para la lista interminable.

Si algo nos mantiene encauzados es saber que el mundo sigue y seguirá sin nosotros, pero en este caso el mundo se va con nosotros. Bienvenido entonces el libertinaje, la desinhibición, la honestidad y el anarquismo. Algunos se refugiarán en la religión que tanto renegaron o profesaron. Otros buscarán regazos conocidos o por descubrir. La mayoría perseguirá sueños diferidos, gestas heroicas o sus instintos animales —si no es que caen en la depresión más aplastante—.

Considerando mi actual posición geográfica, si me agarra un fin del mundo anunciado, tan lejos de mi familia, y con la imposibilidad de reencuentro, no tendría más remedio que refugiarme en el pragmatismo y en mi piso. Porque pretender que alguien quiera morir a mi lado, sin lazos familiares o afectivos que nos unan es egoísta. A mi parecer. Pero si encuentro simetría en la situación de otro, bienvenido será entonces a mi refugio. Aunque creo que por los caminos que me ha llevado pensar en esto, el título de este post debería ser: No friend required for the end of the world.

Después de las despedidas de rigor, mientras sean posibles por teléfono o por internet, escogería los mejores libros de mi modesta biblioteca, para releerlos al ritmo de mi música favorita —mientras haya electricidad, para vivir muchas vidas hasta que todo sea silencio.

Después de todo, esperar por el fin del mundo se asemeja mucho a un domingo en soltería. Y quizás la necesidad de escribir algo versus la futilidad de hacerlo gane la carrera en el último momento, para dejar un testimonio austero para aquellos que queden o los que nazcan de las cenizas.

Days of Future Past

Mi móvil se ha convertido en una máquina del tiempo. Específicamente la bandeja de entrada de Hotmail. Bastó una actualización del sistema operativo para que el aparato empezara a mostrar dotes de clarividencia retrógrada. Me están llegando hoy emails que leí hace tres años, emails de personas muy específicas, emails que me hablan de la incertidumbre que vivía en esas fechas. Esta combinación de ceros, unos y bytes de información es lo más cerca que he estado de sentirme un personaje de Kafka, leyendo su correspondencia acumulada, en el diván mal iluminado de una habitación de alquiler. Para revivir epistolarmente un fracaso sentimental, un plan de viaje que poco a poco se fue quedando en el papel —o en la pantalla, mejor dicho—, o el miedo latente de una posible mudanza a una ciudad nueva.

Parece obra de una simetría cósmica que mi móvil me muestre palabras de tiempos de encrucijadas precisamente cuando mi camino empieza a dividirse como un fractal. Como si estos emails fuesen parábolas de mi propia cosecha, o la cápsula del tiempo que hubiese querido enterrar de niño para luego recuperar de adulto y poder ejercer mi derecho a la nostalgia con algún juguete querido o un dibujo inocente.

La excusa está servida en bandeja de plata para acercarme a los nombres que han ido apareciendo en mi inbox rebelde al tiempo, para pensar en aquellos en los que la separación fue definitiva, para perderme en el saludo cariñoso de un fallecido, para cuestionarme decisiones cuyas consecuencias todavía vivo y veo como cada una de esas líneas era la crónica de una muerte anunciada. Y estos tres años se me antojan más años luz que terrestres, porque he cambiado hasta mi corte de pelo, y viniendo de alguien cuyas decisiones capilares son tan conservadoras es decir mucho.

De lo único que no me cabe duda, y que gracias a esta anomalía temporal informática simplemente es más evidente, es que tengo asuntos pendientes, tareas inconclusas, promesas rotas, sueños diferidos y miedos en espera, y que todos mis arrepentimientos tienen nombre de mujer.

Una canción de esos días que mi Hotmail insiste tanto en recordarme:

De las despedidas y el cambio de estación

Quizás me esté aprovechando de la polémica —ya para estos días calmada—, pero hoy me monto sin vergüenza en el último vagón de la debacle generada por el video “Caracas: Ciudad de Despedidas”. Antes de que se le olvide a todo el mundo que el video existe, como ocurre con todo lo que aparentemente indigna a la población venezolana en los últimos años. Tenemos memoria selectiva, corta y monotemática.

Éste último vagón es más de fondo que de forma. No voy a hablar del video, ni de sus historias y personajes. No voy a caer en la seductora trampa de descalificar a otros protegido por la impersonalidad —pero nunca anonimato— del internet. Voy a hablar de irse, porque me fui, me despedí, me despido todos los años, y todavía me estoy despidiendo.

Una serie de eventos afortunados e impredecibles me llevaron al exilio voluntario. Digo exilio con toda la connotación heroica que requiere, con todo el peso histórico que llevaron los exilios de nuestros próceres y políticos de antaño. Porque dejar la tierra que te vio nacer es un acto de valentía, pasajera o permanente, pero valentía al fin. Porque separarte de todo lo que te ha hecho lo que eres debería requerir un postgrado en sí mismo. Porque aparte de luchar contra una nueva cultura, principalmente estarás luchando contigo mismo. Parece mentira que llegas a conocer mejor tu sombra cuando son otras luces las que la dibujan.

Irse es asistir a velorios a través de una llamada telefónica, es replantear la topografía de tus sentimientos para acomodar noticias muy buenas y muy malas a horas indecentes, es descubrir que tus pantorrillas no están sólo diseñadas para un freno, un acelerador o el suelo de un autobús. Irse es encontrar consuelo al oír el acento de otro venezolano en la calle, para abordarlo o hacerte el pendejo según tu naturaleza social. Irse es venderles Venezuela a tus amigos nativos como si fuera lo mejor y lo peor del mundo, al mismo tiempo, y viceversa. Porque nunca nos cansamos de hablar de donde venimos. Hasta el más apático tiene que hablar de la apatía que le produce Venezuela. Pero no deja de hablar de ella.

Irse es someter tu paladar a una evolución acelerada para detectar en la oferta local aquellos sabores irreemplazables de tu dieta pre-exilio, también es educarlo en gustos nuevos raros, imprácticos, caros, ahorrativos. Irse es aprender a cazar sofás en función de su ubicación geográfica y tu relación con sus dueños, es perder el pudor a la hora de cobrar lo que le corresponde a los demás en la cuenta grupal. Irse es encontrarte con la existencia de un idioma que no sabías que existía, es descubrir que te gusta el jazz porque al fin saliste de tu zona de confort musical, es hacerte infinitamente atractivo a cualquier contacto casual por vivir en alguna ciudad con buena reputación.

Irse es ser el primero o el último en felicitar a tu amigo por su cumpleaños porque la diferencia horaria no tiene consideración con tu vida social en Venezuela, de la que formas parte activamente a través de redes sociales y aparatos telefónicos. Irse es esperar menos de la gente y esperar más de ti, es conocer realmente quiénes realmente te conocen, es llamar a tu mamá desde el otro lado del planeta para que te explique otra vez como se empanizan las milanesas y cómo hacer para escoger un buen plátano maduro. Irse es entender en carne propia que en el resto del planeta hay estaciones que afectan tu comportamiento, tu vestimenta y tus elecciones alimenticias, es enamorarse de la nieve, es subestimar a la primavera, es burlarse de los veranos, es indiferencia al otoño.

Irse es complicado, es mucho más complicado que tomar un avión y aterrizar donde rija otra constitución diferente. Tan complicado es que mis circunstancias no son siquiera parecidas a las de mi hermano, con el que comparto exilio, y eso que nos separan apenas unos metros. Y hoy no toco este tema para dejar un manual de instrucciones, si no la impresiones que me causan el hablar de irse, sobretodo cuando estoy pensando en volver. De la parte bonita y aleccionadora de ser un emigrante ya hablé hace un tiempo, es tarea para los curiosos oinsomnes.

HIde and Seek

Estoy cansado de ser el escaparate de tus inseguridades, la llamada para tu dosis semanal de autoestima, ese cuartico a control remoto donde te refugias a esperar que pasen las tormentas. Y me escondo, me escondo de ti, de todo lo que una vez dijiste. Me escondo con toda la valentía que requiere ser un cobarde en tu presencia.

Siempre has estado corriendo, huyendo a paso firme; de todo, de todos, de ti. De mí especialmente. Me había aferrado por años a esa carrera de resistencia que le tienes a la paciencia de la gente, a esa prueba constante de fidelidad y atención, pensando en que iba a tener más aguante que tú. Que, como un buen fondista, me mantendría a flote entre los demás, sólo para dar la última carrera y finalmente alcanzarte, a pesar de que mi condición física y adicción a la nicotina son contraproducentes para el ejercicio. Cada zancada, cada vista en tu retrovisor, te acercaba a otros, pero yo era el murmullo constante detrás de tus pasos. Y cada metro ganado por mí encerraba un premio, un respiro nuevo para pulmones maltrechos y brisas que aligeraban la carga de mi peso, de mis años de maratonista ciego y enajenado.

Mis labores no se limitaban a delirios persecutorios. También me entrené en el arte de convertir tus miradas pixeladas en manifiestos de intenciones y promesas, en construir castillos con las migajas de tu atención, en inventar la alquimia necesaria para tratar de convertir tus palabras de plomo en granitos de oro.

Pero tú no me pediste nada de esto. Nunca me exigiste devoción. Esa me la inventé yo solito, aferrado a todas las palabras que precisamente no decías. No pude haber escogido una mejor palabra. La devoción inspira fanatismo unidireccional e inmisericorde. Tu falta de culpa al principio no pudo haber quedado más clara cuando decidieron en tu nombre el interponer un mar entre nuestros códigos postales. Pero a mí no me importó. Lo más triste del asunto, o lo imposiblemente cursi del asunto, fue que decidí hacerle oídos sordos a la distancia, a la realidad de que aunque nunca me pediste nada, mi propósito era convertirme en el faro que eventualmente iba alumbrar los pasos de tu regreso.

Sin descanso fui, hasta no hace mucho, un faro insomne y vigilante. Así hubiese barcas nuevas en mi costa, así mi puerto gozara de atenciones diligentes, mi lumbre existía únicamente para un navío fantasma del que sólo quedan historias y leyendas. Hasta que un día, finalmente, decidiste anclarte en mis brazos, fondear brevemente mis labios, dejar tu bandera en el puerto que tanto te había esperado. Pero fui sólo un lugar de paso, una marca más en tu búsqueda de antípodas, la pequeña isla que te ofrecía sustento inacabable para tu carrera eterna y terminaste viendo en tu espejo retrovisor sin pena, sin gloria, sin remordimientos.

Me preguntas qué hiciste. Me pides disculpas vacías como si la única víctima de tu paso intempestivo por mi isla fuese un lámpara o un plato viejo. Te declaras incompetente en conocer la razón de mi evasión, de mi escondite labrado con miedo y rabia. Y ese es precisamente el problema. Ese es el gran elefante rosado en la esquina de la habitación. La verdad ineludible de que todo siempre fue producto de mi imaginación hiperactiva, alimentada por tus medias tintas y tus palabras ambivalentes.

El problema es que tú tenías que saber que premiar mi resistencia con unos besos tímidos no iba a ser tomado como un acto deportivo, como un capricho de vacaciones. Era una promesa, una razón de fiesta, la prueba final de que esperar no es de locos, del que persevera alcanza y todas las estupideces dignas de citas en un libro de autoayuda.

Tiempo después me tocó el papel de hacer de barco y buscar tu faro. Fui recibido con silencios, con un “aquí no ha pasado nada” tatuado en tu frente, e inmediatamente traté de labrar el aire de tu vacío con respuestas, con explicaciones, con motivos secretos. Pero solo me topé con la pared insonora de un cambio de tema, con las excusas absurdas de un “ya hablaremos”, y aunque estaba caminando maniatado a mi propia ejecución tenía que verte a los ojos y darte la última oportunidad de redención, la última oportunidad de una conversación adulta. Pero el silencio pudo más que tú.

Ahora quiero música para crear y destruir mundos, ruidos disonantes que reten mi sanidad mental, melodías azucaradas y notas estridentes.

Tu silencio era promesa y yo me cansé del silencio.