Hoy encontré una cana entre mi pelo. No es nada extraordinario, tengo treinta años, y a menos que sea inmortal y no lo sepa, una cana es un síntoma más del tiempo que pasó. Lo raro de la cana, o mejor dicho, lo especial de la cana —aparte de su blancura virginal— era que sobresalía de mi cabellera a cuarenta y cinco grados, perfectamente recta, como una lanza albina incrustada, de abajo hacia arriba, amenazando a mi cerebro. Por supuesto que me sorprendí, había tenido un día tan absolutamente anodino que el acto de verme en el espejo, durante los 30 segundos que dura mi ascensor en llegar a planta baja, había adquirido una dimensión especial: tenía que estudiar mejor esa cana. Lamentablemente mi análisis no arrojó ninguna conclusión importante o algún descubrimiento biológico, simplemente que tengo una cana caprichosa con ínfulas de arma blanca. Nunca le había prestado mucha atención a la probabilidad de tener el pelo canoso de aquí a unos cuantos años —espero llevarlo como George Clooney, por supuesto—, porque me preocupa muchísimo más tener una cabellera después de todo. Incluso ya me había visto canas, varias, más tímidas que ésta por supuesto, pero ya existían, ya me habían avisado de mi eventual vejez. El problema de esa lanza decolorada de hoy era que me hizo pensar en que voy a morir. No hoy, al menos no todavía, pero algún día —realmente espero ser inmortal y no saberlo aún. El punto sobre morir es que un cabello desteñido me recordó que soy humano. Quizás sean los ánimos invernales del principio de año, de los episodios negativos que nunca faltan del año anterior, tal vez fue porque vi una película que por más de dos horas hablaba del paso del tiempo, del legado, de la huella que dejamos al morir —si es que dejamos una. La falta de color de un cabello solitario es capaz de cambiarte el humor, de ponerte en plan existencialista y revisionista, de cuestionarte propósitos, ganas y razones. Es un generador de preguntas sin respuesta, un pararrayos durante un día soleado, un vaso de agua en medio de un lago de agua potable, es una señal que te recuerda algo que en este preciso momento no es importante pero que eventualmente lo será. Esta lanza descolorada, y todas las que vendrán después tienen que ser medallas de valor en combate, las arrugas que inevitablemente llegarán serán entonces cicatrices de guerra, juntas las huellas de nuestra victoria momentánea sobre el paso del tiempo. Recordatorio pero nunca ultimátum. Consejo pero jamás obligación. Caminos nuevos, no callejones sin salida.
Cuando el año pasado moría ahogado en doce campanadas yo pretendía hacer su autopsia correspondiente en el acto, sin siquiera esperar a que el cuerpo estuviese frío. Como si el cambio de número del calendario me otorgase poderes mágicos y todo lo ocurrido hace apenas unos minutos iba a quedar enterrado en la dimensión desconocida del año viejo. Pasé semanas tratando de buscar las palabras para redactar mis propósitos del año nuevo, de conseguir el ímpetu perdido con algunas frases alentadoras, pero siempre se perdían entre la rutina y los sueños. Hasta que descubrí una cana entre mi pelo. Una lanza decolorada que colonizaba mi cuero cabelludo me gritó desde el espejo de un ascensor que el tiempo es mío, de mi cuerpo, de mi mente, no del calendario ni de un reloj. El tiempo corre por mis venas y para vivirlo solo se necesitan ganas. Nada de propósitos, nada de listas, nada de planes, solo ganas, el resto vendrá después. Quiero creer que esta epifanía no fue producto de una alucinación, y que realmente mis canas no conversaron conmigo, pero paso tanto tiempo imaginado cosas imposibles que a veces es difícil darse cuenta, y la soledad de un viaje en ascensor puede ser una aventura interminable.
Hablando un poco más en serio, creo que es la edad la que nos pone a buscar señales en la falta de pigmentación del pelo. Que finalmente terminar algo importante nos convierte en observadores más críticos de nuestro tiempo. Que las comparaciones inevitables con los que nos rodean nos motivan más o nos generan más miedos, pero no dejan de impulsarnos. Que nos conocemos más a nosotros mismos y a nuestras limitaciones y por ende perdemos menos tiempo engañándonos, menos tiempo tratando de construir espejismos de nosotros y para nosotros. En fin, tal vez es que a partir de los treinta cualquier proyecto, cualquier meta cumplida, pasa a ser como un desafío al universo, un acto de heroísmo digno de leyendas intergalácticas, un grito al vacío desde una montaña muy alta y en medio de una tormenta eléctrica. Quizás por eso es que hoy, después de haber descubierto una cana entre mi pelo me siento en la necesidad de decirle a ese espejo revelador y desde mi montaña muy alta: Here I am. Do your worst, motherfucker. I’m ready for you.
«Here I am. Do your worst, motherfucker. I’m ready for you»