Casino Royale

La invitación llegó clandestina y de boca en boca, como para todas las reuniones secretas y exclusivas. Fulano montó un casino en su casa, llégate allá esta noche a tal hora y no pierdas la compostura, fue todo lo que me dijeron, aparte del obligatorio no se lo digas a nadie, ni se te ocurra decirle a nadie. La escena que se armó inmediatamente en mi sobre estimulado cerebro parecía salida de viaje en el tiempo a Montecarlo en 1960. Le pregunté al encargado de convidarme sobre el código de vestimenta, ya que mis expectativas eran bastante románticas, por decir menos, pero si de algo estaba seguro era que no iba a necesitar un traje de etiqueta, había que preguntar igual. La respuesta fue tan llana como la invitación, no seas pendejo, vístete normal. Fair enough, hoy no haré mi debut de smoking, pero al menos una camisita me pongo, me dije, primero muerto que sencillo.

Después de ver innumerables películas de James Bond asocio la palabra casino a hombros femeninos casualmente cubiertos por pieles de animales en peligro de extinción, a una fila eterna de Ferraris, Masserattis y Aston Martins, a hombres que si bien no tienen una apariencia amenazadora seguramente tienen un rayo láser gigante en alguna isla tropical, a realeza venida a menos que apuesta sus títulos nobiliarios porque el dinero se esfumó en un juego de ruleta, a relojes que cuentan cartas, lanzan dardos tranquilizadores o tienen kilómetros de cuerda para escalar, a pedir tragos agitados pero no mezclados, a mujeres que en vez de repartir fichas deberían tener templos en su honor en las costas griegas. En fin, soy un hijo de la ficción y la fantasía, qué les puedo decir.

Llegué a la locación establecida. Recordé antes el resto de las instrucciones, no comas nada que va a haber comida y bebida, me dijeron, hasta cigarros habrá, y por supuesto que respeté las normas. Toqué la puerta con un dejo de miedo, esperando quizás en la entrada a un par de gorilas vestidos de negro, que me cachearan buscando armas o un mazo de cartas de truco, pero ni un alma en la puerta. Bueno, para no levantar sospechas, hay vecinos después de todo, pensé, y mis expectativas seguían un poco cinematográficas, conocía la casa perfectamente, había estado allí varias veces, pero a cada vuelta de pasillo esperaba que una rubia despampanante me recibiera, con 500$ en fichas de cortesía y un whisky de 18 años, soda y vaso largo, como a mi me gustan.

Sin embargo, me encontré con esto:

Pero a pesar de lo maravillosamente apropiado que hubiese sido ver a unos perros jugando al póker —al menos el factor fantasía se hubiese dado por satisfecho—, los jugadores eran once gordos sudados, con gorras, anillos y cadenas de oro que luchaban por escaparse de sus abultados cuellos y sus chemises Abercrombie, gritándose bajo una luz estéril: ¡Coje mardito! ¡Pá que seas serio! Y cosas por el estilo que no voy a transcribir aquí.

Decir que me decepcioné es quedarme corto. La mujer bella si estaba por esos pasillos después de todo, luchando contra los ánimos caldeados de los apostadores, llevando cuentas y repartiendo fichas, pero esa es otra historia. Después de durar unos minutos viendo la mecánica de un juego que francamente no entiendo —ni me importa entender—, y después de marearme hasta las nauseas con las anécdotas y alardes millonarios de los jugadores decidí retirarme a la zona de servicio de este casino improvisado y clandestino. Lo de la comida, bebida y cigarrillos era verdad, y por supuesto aproveché para cenar, beber y fumar abundantemente, no estaba en mis planes poner ni un solo céntimo a la merced del azar. Los dos amigos que encontré dentro de este muy real palacio de juego, aunque con menos expectativas que yo y en el mismo rol de espectadores, también compartían mi opinión respecto a los jugadores, y la mujer bella que merodeaba por allí. Al menos no estaba solo en mis ideas.

Lo último que le dije al huésped antes de partir fue pedirle permiso para recrear los hechos en papel. A lo que respondió con las carcajadas que le conozco de toda la vida, si eres idiota de verdad, esa estupidez de escribir te va a volver loco, escribe lo que te dé la gana, pero no le digas a nadie, ni se te ocurra decirle a nadie.

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