Hoy encontré una cana

Hoy encontré una cana entre mi pelo. No es nada extraordinario, tengo treinta años, y a menos que sea inmortal y no lo sepa, una cana es un síntoma más del tiempo que pasó. Lo raro de la cana, o mejor dicho, lo especial de la cana —aparte de su blancura virginal— era que sobresalía de mi cabellera a cuarenta y cinco grados, perfectamente recta, como una lanza albina incrustada, de abajo hacia arriba, amenazando a mi cerebro. Por supuesto que me sorprendí, había tenido un día tan absolutamente anodino que el acto de verme en el espejo, durante los 30 segundos que dura mi ascensor en llegar a planta baja, había adquirido una dimensión especial: tenía que estudiar mejor esa cana. Lamentablemente mi análisis no arrojó ninguna conclusión importante o algún descubrimiento biológico, simplemente que tengo una cana caprichosa con ínfulas de arma blanca. Nunca le había prestado mucha atención a la probabilidad de tener el pelo canoso de aquí a unos cuantos años —espero llevarlo como George Clooney, por supuesto—, porque me preocupa muchísimo más tener una cabellera después de todo. Incluso ya me había visto canas, varias, más tímidas que ésta por supuesto, pero ya existían, ya me habían avisado de mi eventual vejez. El problema de esa lanza decolorada de hoy era que me hizo pensar en que voy a morir. No hoy, al menos no todavía, pero algún día —realmente espero ser inmortal y no saberlo aún. El punto sobre morir es que un cabello desteñido me recordó que soy humano. Quizás sean los ánimos invernales del principio de año, de los episodios negativos que nunca faltan del año anterior, tal vez fue porque vi una película que por más de dos horas hablaba del paso del tiempo, del legado, de la huella que dejamos al morir —si es que dejamos una. La falta de color de un cabello solitario es capaz de cambiarte el humor, de ponerte en plan existencialista y revisionista, de cuestionarte propósitos, ganas y razones. Es un generador de preguntas sin respuesta, un pararrayos durante un día soleado, un vaso de agua en medio de un lago de agua potable, es una señal que te recuerda algo que en este preciso momento no es importante pero que eventualmente lo será. Esta lanza descolorada, y todas las que vendrán después tienen que ser medallas de valor en combate, las arrugas que inevitablemente llegarán serán entonces cicatrices de guerra, juntas las huellas de nuestra victoria momentánea sobre el paso del tiempo. Recordatorio pero nunca ultimátum. Consejo pero jamás obligación. Caminos nuevos, no callejones sin salida.

Cuando el año pasado moría ahogado en doce campanadas yo pretendía hacer su autopsia correspondiente en el acto, sin siquiera esperar a que el cuerpo estuviese frío. Como si el cambio de número del calendario me otorgase poderes mágicos y todo lo ocurrido hace apenas unos minutos iba a quedar enterrado en la dimensión desconocida del año viejo. Pasé semanas tratando de buscar las palabras para redactar mis propósitos del año nuevo, de conseguir el ímpetu perdido con algunas frases alentadoras, pero siempre se perdían entre la rutina y los sueños. Hasta que descubrí una cana entre mi pelo. Una lanza decolorada que colonizaba mi cuero cabelludo me gritó desde el espejo de un ascensor que el tiempo es mío, de mi cuerpo, de mi mente, no del calendario ni de un reloj. El tiempo corre por mis venas y para vivirlo solo se necesitan ganas. Nada de propósitos, nada de listas, nada de planes, solo ganas, el resto vendrá después. Quiero creer que esta epifanía no fue producto de una alucinación, y que realmente mis canas no conversaron conmigo, pero paso tanto tiempo imaginado cosas imposibles que a veces es difícil darse cuenta, y la soledad de un viaje en ascensor puede ser una aventura interminable.

Hablando un poco más en serio, creo que es la edad la que nos pone a buscar señales en la falta de pigmentación del pelo. Que finalmente terminar algo importante nos convierte en observadores más críticos de nuestro tiempo. Que las comparaciones inevitables con los que nos rodean nos motivan más o nos generan más miedos, pero no dejan de impulsarnos. Que nos conocemos más a nosotros mismos y a nuestras limitaciones y por ende perdemos menos tiempo engañándonos, menos tiempo tratando de construir espejismos de nosotros y para nosotros. En fin, tal vez es que a partir de los treinta cualquier proyecto, cualquier meta cumplida, pasa a ser como un desafío al universo, un acto de heroísmo digno de leyendas intergalácticas, un grito al vacío desde una montaña muy alta y en medio de una tormenta eléctrica. Quizás por eso es que hoy, después de haber descubierto una cana entre mi pelo me siento en la necesidad de decirle a ese espejo revelador y desde mi montaña muy alta: Here I am. Do your worst, motherfucker. I’m ready for you.

Inventario de Otoño

De nuevo se va tejiendo poco a poco la guarida invernal. De nuevo el sol pasa a ser parte opcional del paisaje y del clima. La euforia veraniega empieza a morir, a desaparecer con cada grado menos del termómetro, como anunciando un cambio de actitud, un cambio de comportamiento que va más allá de simplemente agregar más capas de tela a la vestimenta diaria. Empiezan las ausencias. Empieza el inventario imposible de lo que falta, de lo que faltará siempre, de lo que hace dos meses en el estupor de una habitación oscura parecía innecesario y excesivo.

Ahora el día se acuesta más temprano y la noche tiene complejo de conquistador luchando durante meses por una hora más, por unos minutos más, luchando sin descanso solo para perder inevitablemente cuando el calendario termine de dar la vuelta. Ahora se oye menos vida, menos retazos de ruido cotidiano, menos niños llorando, menos serenatas insomnes, menos mala televisión. Ahora el sonido está prisionero a merced de las ventanas que se cierran para secuestrar el calor que con cada día se hará más preciado, más anhelado.

Las hojas viejas empiezan a probar la independencia al dejarse ir de los árboles que las cuidaron desde la primavera. Algunas más resilientes esperarán otros meses más para rendirse al frío y cubrir así las calles y aceras de Enero y Febrero. El agua ya no sufre del miedo escénico de meses anteriores y aparece frecuentemente para limpiar al mundo, para anegar recuerdos, para enfriar el calor de los motores y los ánimos.

En estos días el chocolate se vuelve obligatorio, los cobertores de la cama merecen un tributo y perderse en un libro es el ritual de turno. Perderle la guerra al frío nos obliga a mirar hacia dentro, a vivir más lentamente, a planear en función del humor de las nubes y lo afilado del viento. En estos días las esquinas nos muestran costumbres que no son nuestras, ritmos lentos, el paso del tiempo en otra frecuencia, olores tostados y la humedad omnipresente.

Llega otoño, termina una vida y empiezan muchas más en cada rincón cálido, en cada taza de café, en cada noche larga que se asoma. Llega otoño y nos recuerda con su muda de piel que todo volverá a empezar, eventualmente. Llega otoño y con sus primera brisas frescas nos obliga a hacer inventario.

El Gabo sí tiene quien le escriba.

La primera vez que oí sobre García Márquez fue durante una de mis cacerías semanales de libros en la biblioteca de mi casa. Creo que fue mi madre la encargada de iluminarme en ese momento, si mal no recuerdo. Tendría doce o trece años, quizás. Ahora que intento ponerlo en papel —o en pantalla, mejor dicho—, veo que este recuento está plagado de dudas, pero hay muy pocas certezas en esta vida, y de la única que no podemos escapar es la que se llevó al Gabo el pasado 17 de abril. Saberlo vivo, aunque ausente de las letras, era razón suficiente para sentir tranquilidad, alivio de que ese dicho: Only the good die young, es una mentira que nos inventamos para justificar los caprichos de la muerte.
Quisiera poder decir con absoluta seguridad que descubrí sus palabras por intervención divina, o que en un momento de lucidez literaria escogí uno de sus tantos libros sin pedir permiso, sin preguntar a nadie, y al leerlo mi vida cambió, pero no fue así. Allí la realidad fue terriblemente aburrida y predecible. El nombre lo había oído infinidad de veces, en conversaciones de adultos en las que tanto insistía participar, en los lomos de sus libros repartidos en nuestra biblioteca, en periódicos y noticieros, pero yo todavía era preso de las aventuras de Verne, Stevenson, Dumas, Salgari, de Tío Tigre y Tío Conejo, de las leyendas pemón, de Asterix y Obelix. Fue entonces, volviendo a esos doce o trece años, que mi madre me habló de Doce cuentos peregrinos y del realismo mágico. Imagino, hoy en día y con treinta años a cuestas, que su explicación sobre el realismo mágico debió haber sido muy adulta, muy literaria, pero muy abstracta para un niño cuya experiencia literaria se limitaba a las novelas de aventuras de siglos pasados. Pero sí recuerdo exactamente cuando comprendí ese concepto tan latinoamericano, tan del Gabo, del mundo mágico que nos rodea: fue con el cuento “La luz es como el agua”, donde dos inocentes hermanos aprovechan los miércoles de cine de sus padres, para navegar en la luz que se derramaba de una lámpara. Mi vida estaba rodeada de fantasía, todavía jugaba feliz por horas con mis juguetes, a los que inventaba historias complicadísimas y —por supuesto— alucinantes, veía comiquitas sin cesar, soñaba despierto cada vez que tenía la oportunidad, había leído ya sobre mundos imposibles y lejanos, pero nunca había pensado en las posibilidades mágicas de la luz y los objetos comunes. Nunca había considerado en que podía haber rostros en la madera de las puertas de mi armario, que eventualmente me podían crecer alas si resultaba ser pariente de algún ángel, o que la noche caía porque el encargado de iluminar el mundo se cansaba y necesitaba dormir como todos nosotros, y no todas eran ideas del Gabo, pero sus letras despertaron en mi otra dimensión de la realidad de la que me alimento constantemente. Incluso hoy todavía paso mi días pensando en constelaciones de estrellas vivas en la espalda de una mujer amada, que es posible hacer un estudio cartográfico profundo de mis sueños, que hay planetas en mis tazas de café, que un paseo por la tarde es lo que hace girar al mundo.
Poco a poco fui metiéndome en ese mundo que sólo podía venir de García Márquez, con los Buendía en Macondo, con el pelo inmortal de Sierva María de Todos los Ángeles, con los ahogados más hermosos del mundo, con vendedores de milagros, con abuelas desalmadas. Visitaba y visito las letras del Gabo cada cierto tiempo, como volviendo a un álbum de fotos que se niega a dejar reemplazar por copias digitales, en donde está tu infancia inmortalizada, la historia de unos días donde éramos todos sonrisas, todos posibilidad. El álbum de fotos donde una vez hicimos un depósito de esperanza a plazo fijo, en donde guardamos un pedacito de nuestros sueños, para reencontrarlos más adelante en el camino, y poder mirar atrás con nostalgia pero sin tristeza.
Con sus palabras logré entender un poco más esa locura indomable que nos plaga a los latinoamericanos, pero que nos hace tan diversos y felices, que ver el mundo con ojos llenos de magia es el mejor remedio contra el tedio de la realidad, que una pequeña piedra gris puede ser lo más interesante del mundo si la vez con detenimiento, que la muerte puede ser burlada y la tragedia no es destino. Las palabras del Gabo era y serán evangelio de muchos, consuelo de unos y vida de otros. Para mí son refugio, mapa y barco de viaje. Son un faro que siempre me llama a casa. Y seguiré diciéndole Gabo, como si lo hubiese conocido, como si me hubiese tomado un café con él, como si me hubiese dado consejos para escribir, porque Gabriel García Márquez era mi amigo, aunque él no lo supiera.

Desde la otra orilla

¿Te acuerdas de hace seis años cuando nos despedimos? Segunda vez en mi vida que pisaba Maiquetía para abordar un avión sin compañía, pero primera vez que te dejaba tanto tiempo. Duré semanas pensando esa despedida: diseñándola, como el arquitecto recién graduado que era; imaginándola, como el come libros que sigo siendo. De mi familia ya tenía despidiéndome años, ya había dejado el nido hacía tiempo, y ese dolor como bien sabes es un tatuaje invisible que llevo en el pecho, indeleble, para toda la vida. De ese dolor no voy a hablarte. Ese dolor se merece otra carta; muchas cartas.

Sabía que después de los abrazos y besos a mis padres y hermano, después de cruzar el control de inmigración, después de ubicar mi puerta de embarque, íbamos a tener tiempo a solas. Allí te iba a jurar el regreso, te iba a pedir que me esperaras, que no cambiaras tan rápidamente como todos los que me rodeaban me advertían una y otra vez. Se burlaban de mi esperanza bobalicona de que el tiempo no cambia nuestra naturaleza sino que la fortalece. No quería tu fidelidad, no podía ser tan iluso, me conformaba con tu lealtad. Pero tu adiós fue duro y monocromático como un muro de piedra, tu adiós estaba vestido de verde en el pasillo de abordaje al avión y me recordó con su interrogatorio militar las razones por las que necesitaba descansar de ti. No dormí en el vuelo a esa tierra desconocida que me esperaba, todavía pensando en ti, memorizando todas las cosas que me habías regalado, enumerando aquellas que esperaba de ti a mi regreso, prometiendo mis aportes para verte bella y altiva otra vez, como te conocí y recuerdo, para verte mía de nuevo y para siempre, si me lo permitías, buscando en las nubes sobre el atlántico el consuelo por haberte renunciado por un tiempo, el consuelo de la despedida que me negaste, el consuelo estúpido y egoísta de pretender verte pronto y que me recibieras dos años después con los brazos abiertos, mientras me decías levemente y al oído lo mucho que me amabas.

Lo primero que extrañé de ti fue tu calidez. Yo que me jactaba de mi alta tolerancia al frío, me vi bregando por calor en brazos desconocidos, bajo sábanas y cobijas prestadas, con capas y capas de ropa que nunca me dejaste usar. Después añoré tu sonrisa, tu amabilidad, tu dulce tono de voz. En esta tierra nueva me sentía regañado por mis preguntas, por mis gustos, por las formas nuevas de hacer las cosas, por una idiosincrasia que conocía en el papel pero que mostró su rostro real en muy poco tiempo. Pero me acostumbré, como me malacostumbraste a acostumbrarme. Me habitué para sobrevivir, pero sin sacrificar mi espíritu, mis esperanzas. No era la supervivencia del más fuerte, como empezaste a pregonar años antes de mi partida, era y es la coexistencia, la tolerancia, el entendimiento. Tú me conocías más que nadie, y sabías que yo no nací para pisotear a nadie, que la imposición no trae nada bueno, y criticabas mi pasividad confundiéndola con cobardía. Quizás esa fue otra de las razones para nuestro alejamiento, quizás fue uno de los clavos que usaste para empezar a construir la barricada que hoy quieres que nos separe.

Sin embargo volví momentáneamente a tus brazos más temprano que tarde. Menos de un año había pasado desde mi despedida y tu indiferencia. Decidí no abrir heridas viejas y verte sin expectativas, sin añoranzas. Y volví a disfrutar de tu calor, pero con menos calidez; de tu sonrisa, ahora un poco cansada; de tu amabilidad quizás forzada. Me mostraste el mismo rostro, pero levemente envejecido, resignado a la realidad que poco a poco se iba apoderando de ti en mi ausencia. Me acerqué a ti con cautela, temiendo el dolor de la nueva despedida que se avecinaba, pidiendo poco de ti y mucho de mi para no mostrarme ingrato e insatisfecho, comprendiendo tus razones, respetando tu espacio, tus ideas, reconociéndome un nuevo extraño en una tierra nueva. Aceptando que haberte dejado no me daba mucha moral para pretender que todo siguiera igual, pero nunca perdiendo la esperanza. Eso es lo último que se pierde, y ella se vino de polizonte conmigo en el vuelo de regreso a mi nueva ciudad.

Te he visitado al menos una vez al año desde que nos despedimos aquella vez. Y cada vez eres menos tú. Quizás yo tampoco soy exactamente el mismo de hace seis años, pero tú sabes que sigo siendo yo. Todavía llevo con orgullo aquellas cosas que aprendí a tu lado, viviendo de ti y por ti. Todavía tengo las mismas mañas, todavía sigo trabajando mejor bajo una presión inhumana, todavía sigo trasnochándome sin necesidad, todavía muevo montañas por alguna responsabilidad, todavía le dedico mi vida a mis amigos, incluso a los que trataste con odio y saña y terminaron apartándote de sus vidas. Todavía hablo más de lo que debería, todavía soy adicto al café, todavía digo públicamente que prefiero el frío al calor cuando realmente necesito tu calidez hoy más que nunca. Y sé que tú eres menos tú porque te encargas de hacérmelo notar cada vez que sellan mi pasaporte en la entrada de Maiquetía. Cada vez me recibes con más indiferencia, y no terminas de ignorarme del todo porque en el fondo sabes que me necesitas, o al menos que me extrañas un poco. Cada vez sonríes menos y tu temperamento sufre el delirio constante de bailar en una cuerda floja. Cada vez te veo más arrogante pero menos orgullosa. Cada vez hablas más fuerte diciendo menos. Cada vez tenemos menos cosas en común gracias a ideales prestados y fuera de contexto. Ahora nuestras conversaciones se limitan al mínimo de educación que se espera de un viejo conocido, y probablemente sea yo el artífice de ese poco espacio de dialogo que aún queda entre nosotros.

La última vez que te vi todavía me despedí con esperanzas. Como te dije esa nunca la he perdido. Donde esté siempre busco la musicalidad y cadencia de tu acento. Nunca he podido pasar más de una semana sin añorar los sabores que me enseñaste a apreciar. Recreo tu calor con lo que tenga a la mano, y entro a un lugar y saludo sonriente como te vi hacer siempre. Hablo de ti constantemente, sin rencor, con añoranza de todo lo bella que eras, eres y seguirás siendo en el fondo. Todos mis planes y cambios de dirección postal siempre te tienen presente, nunca olvidan el norte que siempre has sido. ¿Viste que no he perdido la esperanza?

Hoy te escribo desde más de 5.000 kms de distancia. Hoy me llega el eco de un dolor que tiene un mes en llamas, pero que estoy viendo desde que te dejé hace seis años, cada vez más fuerte, cada vez más presente. Hoy por primera vez en mi vida siento que no te conozco, o que no te entiendo como creía. Hoy no sé si mi esperanza aparentemente inagotable de no perderte me ciega para entender tu cambio, tu nueva forma de ser. La separación no me ayuda definitivamente. Estar en la otra orilla lo amplifica todo, lo esconde todo. Lo que sé de ti se lo debo a voces de conocidos y desconocidos que se han dado a la tarea de hablar de ti sin descanso. Porque al igual que yo, ellos también te aman y extrañan. Siempre he sabido que te iba a tener que compartir con millones de almas, todas y cada una con sus formas particulares de amor y devoción, todas con sus razones y ganas. Unas allí, contigo. Otras, como yo, esparcidas por el mundo, hablando de ti y como tú, a cualquiera dispuesto a escuchar, y que aunque una vez decidieron dejarte también te quieren volver a ver sonriente, radiante y plena.

Hoy te veo herida, intolerante, peligrosa y sucia. Y a pesar de todo todavía logra asomarse el rostro que nunca olvidaré, entre el desastre y el griterío. Hoy se cumple un mes de luchas, de llantos, de muertes, de nuevas voces, de desacato, de despertares, pero también un mes de la misma historia de siempre, de círculos viciosos, de demagogia, de dimes y diretes. Hoy se cumple un mes que logró condensar en sólo treinta días los quince años de esa transformación que te he visto sufrir, desde adentro y ahora desde afuera. Hoy te escribo sin poder darte una receta mágica para que vuelvas a ser la de antes, o al menos que no sigas en ese camino que nos aliena a tantos. Hoy te escribo porque no quiero seguir diciendo “al menos” como acabo de decir, o como termino haciendo cada vez que recibo noticas de algo reprochable desde tu orilla. Hoy te escribo porque me dueles más que nunca, pero mi vida me ha llevado por otros lares siempre buscando la forma de regresar a ti por la puerta grande, para cumplir las promesas sordas que te hice hace 6 años al despedirme sin despedida. Hoy te escribo porque tengo un mes pensando en qué decirte y finalmente logré hilar unas oraciones coherentes. Hoy te escribo porque quiero decirte que todavía no pierdo la esperanza, ni en ti ni en las millones de almas con las que te comparto, de que volverás a ser feliz, bella y altiva. Hoy te escribo porque no me queda más remedio que propagar el eco que recibo, y porque quizás con estas palabras otro despierte. Hoy te escribo porque aunque no es fácil tratar de oírte desde la otra orilla, no quiere decir que voy a dejar de intentarlo, ni hoy, ni nunca. Hoy te escribo, Venezuela, y mañana también, y el día después de ese, hasta que no haya más despedidas, hasta que escuches los gritos, hasta que finalmente me digas: Bienvenido.

Pequeña serenata nocturna

No recordaba el contrapunteo nocturno de las ranas en el patio de la casa. La conversación incesante que mantienen estos vecinos anfibios mientras el sol descansa. Saberlas allí, escondidas entre verde y flores, invisibles y cantarinas. Exponiendo quizás sus quejas por el calor de la tarde, reclamando lluvia para mañana o regodeándose de la cacería del día ante su comunidad. Y pienso que quizás eso es lo único que no cambia al volver: los cantos de las ranas de mi casa. Plantas nuevas cubren las paredes del patio, los habitantes de la casa tenemos más hojas de calendario bajo el brazo. Kilos de más, kilos menos, familias nuevas, amigos menos, libros leídos y libros por leer. Pero las ranas de mi casa siempre cantan la misma canción.

No hay onomatopeya que le haga justicia a este sonido. Tampoco sé las notas que entonan. No me preocupa saber qué especie concreta tiene ínfulas  de coro de iglesia. No construyo una melodía con el ruidito constante, siempre constante. Pero hoy este sonido se me antoja triste. Hoy las ranas tienen guayabo de volver; por volver. y aunque sé que le cantan a la luna, aunque sé que no me cantan a mí, hoy esta pequeña serenata es mía.

“Vuelvo cada vez menos”, dice un verso de mi madre, que hoy es mío. Vuelvo cada vez menos joven, menos “yo” el que era y menos “yo” el que seré. Menos rico y con recuerdos que me pesan en el rostro. Menos inocente, menos tolerante. Vuelvo cada vez menos y entre cada volver se dilata más el tiempo, pero las ranas de mi casa siguen entonando su canción. Ellas me dicen que todo va a estar bien, que todo va a cambiar aunque ellas sigan enfrascadas en su canto monocromático, hilvanando el tiempo con un croar preciso y precioso. Aunque le sigan cantando a la luna y yo vuelva cada vez menos, todas mis noches en el trópico soy dueño de una pequeña serenata nocturna.

Seeking a friend for the end of the world.

Hace poco me topé con una película que lleva el nombre que robé como título de esta entrada: “Buscando un amigo para el fin del mundo”. La pregunta que genera, independientemente de la calidad del guión o de la historia en sí, me pareció digna de consideración: ¿Qué harías si sabes que el mundo se va a acabar pronto?

No es fácil asumir este tipo de escenarios apocalípticos, estos finales tan definitivos. Si bien una de las cosas que nos hace humanos, al menos a mi parecer, es poder contemplar nuestra mortalidad, es saber que algún día vamos a dejar de respirar. Pero, partir de que todo lo que nos rodea va a dejar de existir al mismo instante de nuestro último suspiro, es suficiente para provocar una migraña incluso al más sangre fría de nosotros.

La preocupación por dejar un legado es la primera que sale por la ventana. Dicen que los muertos vivirán mientras queden vivos para recordarlos, pero en el vacío simplemente nos desvaneceremos. Y visto así todo parece terriblemente desesperanzador, convirtiendo nuestro últimos días en la tierra en el perfecto caso de estudio para filósofos existencialistas como Kierkegaard, Nietzsche o Sartre.

Pero dejemos de lado la lucidez de esos pocos. ¿Qué  hacemos nosotros? Los condenados a un trabajo de oficina, a una hipoteca, al desamor, a la expectativa de un concierto o un viaje. ¿Cómo lidiamos con el absurdo de vivir, cuando todos los conceptos que rigen nuestro día a día se vuelven abstractos al tener fecha de caducidad? Más pesimismo para la lista interminable.

Si algo nos mantiene encauzados es saber que el mundo sigue y seguirá sin nosotros, pero en este caso el mundo se va con nosotros. Bienvenido entonces el libertinaje, la desinhibición, la honestidad y el anarquismo. Algunos se refugiarán en la religión que tanto renegaron o profesaron. Otros buscarán regazos conocidos o por descubrir. La mayoría perseguirá sueños diferidos, gestas heroicas o sus instintos animales —si no es que caen en la depresión más aplastante—.

Considerando mi actual posición geográfica, si me agarra un fin del mundo anunciado, tan lejos de mi familia, y con la imposibilidad de reencuentro, no tendría más remedio que refugiarme en el pragmatismo y en mi piso. Porque pretender que alguien quiera morir a mi lado, sin lazos familiares o afectivos que nos unan es egoísta. A mi parecer. Pero si encuentro simetría en la situación de otro, bienvenido será entonces a mi refugio. Aunque creo que por los caminos que me ha llevado pensar en esto, el título de este post debería ser: No friend required for the end of the world.

Después de las despedidas de rigor, mientras sean posibles por teléfono o por internet, escogería los mejores libros de mi modesta biblioteca, para releerlos al ritmo de mi música favorita —mientras haya electricidad, para vivir muchas vidas hasta que todo sea silencio.

Después de todo, esperar por el fin del mundo se asemeja mucho a un domingo en soltería. Y quizás la necesidad de escribir algo versus la futilidad de hacerlo gane la carrera en el último momento, para dejar un testimonio austero para aquellos que queden o los que nazcan de las cenizas.

Piérdete

Decidiste caminar porque —vamos a estar claros— lo necesitas. Más de lo que estés dispuesto a admitir. Te conoces la dirección general de las calles, esa nunca la olvidas. Los nombres, eso es otro asunto. Los nombres quedan de la repetición, de haber labrado el mismo recorrido una y otra, y otra vez más. Porque siempre cruzas en la misma esquina, de la misma acera a la otra. ¿Por qué siempre cruzas en la misma esquina, de la misma acera a la otra? En fin, no respondas. Concéntrate, que te pueden atropellar. Ya sé que te llena de tranquilidad creerte, aunque sólo sea por un momento, en pleno control de tus acciones y recorridos. Especialmente en días como hoy, en los que enfrentarse a una burocracia adormilada parece el argumento perfecto para un relato de terror.

¿Pero qué pasa si te pierdes? ¿Qué pasa si te convences de que se mapa virtual en el que confías más que en tu sentido común tiene un virus irreparable? Piérdete. Da trece pasos en vez de tres, cruza a mitad de calle y con luz roja, gira a la izquierda aunque a la derecha esté tu café preferido. Piérdete sin conocimiento de causa. Piérdete por el placer de la incertidumbre. No huyas del Sol, ni de la avalancha de gente que se avecina, entra al parque que tienes viendo cinco años y que no tiene ningún propósito urbanístico según tu opinión. Piérdete, y quizás esta ciudad que tanto te aburre te sorprenda todavía.

No me vengas con esa de que “somos animales de costumbres”. No uses los lugares comunes del lenguaje, habita los lugares comunes de la realidad que te rodea. Conviértete en cartógrafo por una tarde, descubre de noche el norte gracias a una estrella. Piérdete de una vez por todas, porque en tus pasos repetidos todavía no has encontrado el rumbo que buscas con tu brújula imantada. Piérdete, y quizás logres conseguirte y sorprenderte todavía.

De subidas y bajadas a 1mt por segundo

Siempre he pensado que los ascensores son un microcosmos perfecto de nuestra sociedad. Tan fascinado estoy por estas cajas metálicas, cuya única función aparente es el transporte de cuerpos y objetos de un punto a otro, que escribí un relato que toma lugar en uno. Un poco artificioso como punto de partida, pero así es la licencia literaria.

Los ascensores sacan a relucir nuestra verdadera naturaleza como animales sociales. Si estamos solos, generalmente sucumbimos al ego haciendo cosas que normalmente no haríamos acompañados, como admirar nuestro atuendo en el espejo, o por qué no, nuestro cuerpo y rostro, practicando expresiones,  reacciones y nuevas tallas de cintura, y sobretodo si salimos de casa para encontrarnos con alguien que nos despierta algún interés. En un ascensor estamos protegidos de extraños, del juicio ajeno, del esfuerzo de subir unas escaleras que probablemente deberían ser ilegales —a menos que sufras de una claustrofobia aguda, pero eso es otro asunto—.

Si el viaje es compartido, entonces entra en la ecuación nuestro comportamiento social. Un vecino desconocido lleva al saludo y a la interacción mínima requerida por la diplomacia. Un vecino conocido lleva a la conversación sobre el clima, sobre el inquilino del 5-B que es un salvaje y deberían desalojar. Un miembro atractivo del sexo opuesto despierta dotes de casanova o de florero con flores marchitas. Un anciano, a la lástima, al ofrecimiento de ayuda con la bolsa de la compra y al miedo latente de que se muera súbitamente. Estamos los que guardamos silencio sepulcral, mientras buscamos donde concentrar la mirada al mismo tiempo que resguardamos nuestro espacio personal. Están los que actúan como si estuvieran en la sala de su casa, manteniendo la conversación del móvil y hablando de movimientos bursátiles, escarbando sus poros y fosas nasales con ayuda del espejo y excusándose con las dimensiones del ascensor para abrazarnos con su aliento mañanero. Los hay como diferencias hay en el mundo, y la única forma de evitarlos es la vivienda unifamiliar o la tortura del ejercicio aeróbico de los escalones.

Pero el aspecto que más curiosidad me da del comportamiento en tránsito de los ascensores es cuando esta caja metálica de dimensiones y velocidades variables se convierte en un tablón de anuncios comunitario. Basta que aparezca una hoja de papel pegada en el espejo, anunciando un corte de servicios, una reunión de condominio o una mudanza, para sacar a relucir lo más hondos deseos de artistas del grafiti que indudablemente tienen todos los habitantes del edificio. Se pueden ver quejas pasivo-agresivas sobre ese corte de servicios, exigencias de dimisión de la junta de condominio actual, insultos por el desastre inminente que producirá la mudanza anunciada, declaraciones de amor y humor, bocetos infantiles, estudios de anatomía genital y declaraciones de principios revolucionarios. Poco a poco la hoja va perdiendo superficie por los garabatos, por las palabras tachadas, porque alguien al parecer necesitaba un pedazo de papel blanco para botar un chicle, o a veces ese chicle destinado a la basura ahora decora la hoja con el orgullo del anonimato. Ese papel representa una celebración democrática, un triunfo de la libertad de expresión, un manifiesto del deseo del arte.

Siempre pensé que este era un fenómeno venezolano, el lado de la viveza y humor criollo que es paradoja de estigma y orgullo, pero después de vivir tanto tiempo en tierras catalanas, me doy cuenta de que si no es una expresión mundial, al menos la compartimos con nuestros colonizadores. Recientemente en mi edificio amaneció con el ascensor vestido y forrado de cartón, un vecino está de reformas y la ropa nueva del elevador claramente está dispuesta para proteger a la única pieza del edificio que no data de 1920. Pero este lienzo marrón fue una tentación demasiado grande para la expresión de la comunidad, que poco a poco empezó a colonizar espacios con quejas sobre Rajoy, con gritos de Visca Catalunya, con una llamada de atención a la vecina del 3-1 por sus perros, con prácticas de caligrafía. Yo dibujé un pentagrama invertido para plantear un dialogo teológico y por joder, no tardó en aparecer una cruz, una estrella de David y una esvástica Nazi, típicos todos del Street art amateur. También empezó el canibalismo con el forro de cartón, a la semana de aparente tranquilidad empezaron a aparecer surcos hechos con llaves, tramas geométricas de perforaciones, una partida de Tic Tac Toe en bajo relieve, en fin, toda una serie de manifestaciones que no documenté por falta de visión a futuro.

Ya hoy el deseo de vernos en el espejo pudo más que las ganas de cuidar al ascensor, que cada día está más visible tras lo jirones de un material inanimado que no tiene la culpa, ni la fuerza de contener la expresión de una comunidad, que aparentemente usa la libertad absoluta que nos regala el ascensor fuera de nuestra casa para gritarle al mundo lo que piensa, o lo que no piensa. Quizás haya malgastado líneas y el tiempo de algunos al hablar de este tema tan llano, pero el que nunca haya profanado una hoja de papel pegada en su ascensor, que lance la primera piedra.

Para los curiosos que quieran leer el relato que mencioné al inicio lo pueden encontrar aquí. 
El ascensor en toda su gloria democrática.
 

Days of Future Past

Mi móvil se ha convertido en una máquina del tiempo. Específicamente la bandeja de entrada de Hotmail. Bastó una actualización del sistema operativo para que el aparato empezara a mostrar dotes de clarividencia retrógrada. Me están llegando hoy emails que leí hace tres años, emails de personas muy específicas, emails que me hablan de la incertidumbre que vivía en esas fechas. Esta combinación de ceros, unos y bytes de información es lo más cerca que he estado de sentirme un personaje de Kafka, leyendo su correspondencia acumulada, en el diván mal iluminado de una habitación de alquiler. Para revivir epistolarmente un fracaso sentimental, un plan de viaje que poco a poco se fue quedando en el papel —o en la pantalla, mejor dicho—, o el miedo latente de una posible mudanza a una ciudad nueva.

Parece obra de una simetría cósmica que mi móvil me muestre palabras de tiempos de encrucijadas precisamente cuando mi camino empieza a dividirse como un fractal. Como si estos emails fuesen parábolas de mi propia cosecha, o la cápsula del tiempo que hubiese querido enterrar de niño para luego recuperar de adulto y poder ejercer mi derecho a la nostalgia con algún juguete querido o un dibujo inocente.

La excusa está servida en bandeja de plata para acercarme a los nombres que han ido apareciendo en mi inbox rebelde al tiempo, para pensar en aquellos en los que la separación fue definitiva, para perderme en el saludo cariñoso de un fallecido, para cuestionarme decisiones cuyas consecuencias todavía vivo y veo como cada una de esas líneas era la crónica de una muerte anunciada. Y estos tres años se me antojan más años luz que terrestres, porque he cambiado hasta mi corte de pelo, y viniendo de alguien cuyas decisiones capilares son tan conservadoras es decir mucho.

De lo único que no me cabe duda, y que gracias a esta anomalía temporal informática simplemente es más evidente, es que tengo asuntos pendientes, tareas inconclusas, promesas rotas, sueños diferidos y miedos en espera, y que todos mis arrepentimientos tienen nombre de mujer.

Una canción de esos días que mi Hotmail insiste tanto en recordarme:

De las despedidas y el cambio de estación

Quizás me esté aprovechando de la polémica —ya para estos días calmada—, pero hoy me monto sin vergüenza en el último vagón de la debacle generada por el video “Caracas: Ciudad de Despedidas”. Antes de que se le olvide a todo el mundo que el video existe, como ocurre con todo lo que aparentemente indigna a la población venezolana en los últimos años. Tenemos memoria selectiva, corta y monotemática.

Éste último vagón es más de fondo que de forma. No voy a hablar del video, ni de sus historias y personajes. No voy a caer en la seductora trampa de descalificar a otros protegido por la impersonalidad —pero nunca anonimato— del internet. Voy a hablar de irse, porque me fui, me despedí, me despido todos los años, y todavía me estoy despidiendo.

Una serie de eventos afortunados e impredecibles me llevaron al exilio voluntario. Digo exilio con toda la connotación heroica que requiere, con todo el peso histórico que llevaron los exilios de nuestros próceres y políticos de antaño. Porque dejar la tierra que te vio nacer es un acto de valentía, pasajera o permanente, pero valentía al fin. Porque separarte de todo lo que te ha hecho lo que eres debería requerir un postgrado en sí mismo. Porque aparte de luchar contra una nueva cultura, principalmente estarás luchando contigo mismo. Parece mentira que llegas a conocer mejor tu sombra cuando son otras luces las que la dibujan.

Irse es asistir a velorios a través de una llamada telefónica, es replantear la topografía de tus sentimientos para acomodar noticias muy buenas y muy malas a horas indecentes, es descubrir que tus pantorrillas no están sólo diseñadas para un freno, un acelerador o el suelo de un autobús. Irse es encontrar consuelo al oír el acento de otro venezolano en la calle, para abordarlo o hacerte el pendejo según tu naturaleza social. Irse es venderles Venezuela a tus amigos nativos como si fuera lo mejor y lo peor del mundo, al mismo tiempo, y viceversa. Porque nunca nos cansamos de hablar de donde venimos. Hasta el más apático tiene que hablar de la apatía que le produce Venezuela. Pero no deja de hablar de ella.

Irse es someter tu paladar a una evolución acelerada para detectar en la oferta local aquellos sabores irreemplazables de tu dieta pre-exilio, también es educarlo en gustos nuevos raros, imprácticos, caros, ahorrativos. Irse es aprender a cazar sofás en función de su ubicación geográfica y tu relación con sus dueños, es perder el pudor a la hora de cobrar lo que le corresponde a los demás en la cuenta grupal. Irse es encontrarte con la existencia de un idioma que no sabías que existía, es descubrir que te gusta el jazz porque al fin saliste de tu zona de confort musical, es hacerte infinitamente atractivo a cualquier contacto casual por vivir en alguna ciudad con buena reputación.

Irse es ser el primero o el último en felicitar a tu amigo por su cumpleaños porque la diferencia horaria no tiene consideración con tu vida social en Venezuela, de la que formas parte activamente a través de redes sociales y aparatos telefónicos. Irse es esperar menos de la gente y esperar más de ti, es conocer realmente quiénes realmente te conocen, es llamar a tu mamá desde el otro lado del planeta para que te explique otra vez como se empanizan las milanesas y cómo hacer para escoger un buen plátano maduro. Irse es entender en carne propia que en el resto del planeta hay estaciones que afectan tu comportamiento, tu vestimenta y tus elecciones alimenticias, es enamorarse de la nieve, es subestimar a la primavera, es burlarse de los veranos, es indiferencia al otoño.

Irse es complicado, es mucho más complicado que tomar un avión y aterrizar donde rija otra constitución diferente. Tan complicado es que mis circunstancias no son siquiera parecidas a las de mi hermano, con el que comparto exilio, y eso que nos separan apenas unos metros. Y hoy no toco este tema para dejar un manual de instrucciones, si no la impresiones que me causan el hablar de irse, sobretodo cuando estoy pensando en volver. De la parte bonita y aleccionadora de ser un emigrante ya hablé hace un tiempo, es tarea para los curiosos oinsomnes.