El rito

El rito

Ver a la gente pasar era nuestro rito familiar y viajero. Papá decía que se imaginaba a la familia como un equipo de exploradores estudiando con paciencia una especie desconocida de animal, presenciando una planta florecer y morir instantáneamente, viendo una lluvia de estrellas desaparecer con la primera luz del día. Éramos cuatro viajeros que le tomaban el pulso a ciudades nuevas a pie de calle, viendo a sus habitantes hacer vida, viendo a otros turistas luchar contra mapas enormes y traductores inexpertos. Aventuras que tenían lugar en el breve espacio entre comidas y atracciones turísticas ineludibles.

Papá había comenzado la tradición cuando mi hermana y yo todavía éramos pequeñas, durante nuestro primer viaje, cuando fuimos capaces de dominar nuestra impaciencia y la hiperactividad producida por el azúcar y las vacaciones. Nos sentamos en un banco, en alguna pequeña plaza dormida de una ciudad también pequeña y dormida, y Papá nos enseñó a ver la gente pasar. Había una técnica detrás, una filosofía de observación para evitar caer en el estereotipo de los turistas aburridos, cansados y perdidos. Había que observar con atención pero sin intensidad, con disimulo mas no desinterés, había que tejer historias con los hilos de la vida de los otros que veíamos pasar. Él comenzaba para motivarnos, siempre con historias felices e imposibles sobre los transeúntes que desfilaban para nosotros. No había rostros tristes o cansados para él, sólo quizás la melancolía de un mal día o tiempos olvidados. Luego Mamá se unía a la ficción con historias más cotidianas, sobre largos caminos a casa, sobre familias reencontradas. Mi hermana y yo generalmente hacíamos alarde de la imaginación sin límites de nuestra inocencia, incluyendo en nuestras historias a seres de otras galaxias o la búsqueda de un poderoso artefacto perdido desde tiempo inmemorial. Con el paso de los años y los viajes nuestras contribuciones a la ficción empezaron a reflejar nuevas preocupaciones, las culturas y geografías visitadas, la rebeldía de la adolescencia y la ansiedad de la adultez que se avecinaba. Pero Papá nunca dejó que la realidad afectara su capacidad de ver a la gente pasar y crear historias. Nunca dejó pasar una oportunidad de crear memorias nuevas para nuestro interminable álbum viajero. Ni siquiera al final.

La enfermedad de Papá llegó con la mala educación de aparecer sin avisar. En nuestro último viaje el rito de sentarnos a ver la gente pasar era más necesidad que distracción. Papá necesitaba descansar. Todavía podía caminar solo, pero su cuerpo ya mostraba signos de rendición, los que escondía con un gran calcetín negro, sus zapatos más cómodos y su mirada concentrada en todas las historias que nos rodeaban.

El rito sigue vivo y rozagante, en la ficción de los transeúntes, en los bancos que nos sirvieron de islas, en las plazas y calles que fueron páginas blancas, en las fotos que hoy son mapas de tesoros. El rito sigue vivo aunque hoy seamos tres viajeras sin guía y con todo el universo por delante.

30 libros en 30 días. Día 5, Uno de viajes.

5.  Uno de viajes.

“La vuelta al mundo en ochenta días” de Julio Verne.

No puedo pensar en un libro de este tipo sin pensar en “La vuelta al mundo en ochenta días”. Es la novela de viajes por excelencia, producto de una época en que el planeta estaba en los rieles de la revolución industrial y la grandeza del hombre era producto de las ideas y el avance científico, un segundo renacimiento de la razón.

Fue uno de los primeros libros que leí en mi vida, producto de mi recién adquirido mercantilismo literario y por iniciativa de mi madre. Con unos 10 o 12 años era fácilmente impresionable, y leer sobre un hombre que apostó que podía recorrer el planeta en menos de tres meses sólo para demostrar que tenía la razón me volteó el cerebro. Recuerdo las descripciones de las distintas etapas del viaje, de los medios de transporte, el humor con que Verne presenta situaciones donde si algo podía salir mal iba a salir mal. No me chocaba el mundo anticuado que me presentaba, después de todo el mundo literario que empecé a vivir a esa edad se perfilaba Inglés y Victoriano casi en su totalidad, por el tema de las novelas o por ser escritas en esa época. Quizás las novelas de Verne han sufrido al ser encasilladas como literatura para jóvenes, donde se concentra la narrativa en la descripción de situaciones asombrosas y aventuras exuberantes, pero prácticamente le debe a este señor mi amor por mundos imposibles, por desafiar la lógica de la razón a pesar de ensalzarla como nuestro valor más preciado, de ver a la ciencia como aliada y compañera en la búsqueda de respuestas y soluciones.

Tiempo después me volví a encontrar con este libro en casa de una de mis abuelas. Era una adaptación en forma de novela gráfica de la película de 1953 basada en el libro (una adaptación de una adaptación de una adaptación), y donde Cantinflas hacía del personaje de Passepartout, el mayordomo de Philleas Fogg. Inmediatamente se convirtió en mi preferido, y lo releía todos los veranos y todos los diciembres, por varios años, hasta que decidí pedirlo formalmente para que formase parte de mi biblioteca personal —era eso o robármelo—. Entonces esta historia me influenció doblemente, ya que a través de ella descubrí el cómic, pasión que llevo hasta hoy. Por cierto, esta adaptación tiene unas ilustraciones hermosísimas, indudablemente influenciadas por la película que espero conseguir pronto gracias a Internet.

Una novela de un maestro de la ciencia ficción que no tiene ni una pizca de ficción. Para leer una tarde lluviosa y con un billete de avión a la mano.

Wanderlust.

Para ti las calles tienen fecha de vencimiento. Son como esas prendas de vestir baratas que se encogen con tres lavadas. Hay que descartarlas y buscar unas nuevas, holgadas y frescas. A veces, sólo a veces, solo, a veces, me pregunto si no es la gente que se te hace pequeña o eres tú la que crece exponencialmente en alma hasta sentirte asfixiada por la cercanía de otros. Pero después recuerdo que no te conozco realmente y todo lo que digan serán proyecciones mías en paredes blancas, en rostros que no están ahí realmente. Quizás es que sencillamente estoy hablando de mí hablando de ti mientras hablas de mí, o algo así.

Igual imagino tus ojos adaptándose a la intensidad y tono de luces nuevas —aunque no existas— al salir de un aeropuerto, o una estación de trenes, y pisas fuerte y decididamente una acera virgen, declarando tu independencia de los códigos postales y las aduanas. Y en esa mirada hay hambre y lujuria de caminos nuevos, de olores brillantes, de sabores afilados que hieren como espadas y dejan cicatrices en la memoria que no descansa.

Pienso en mí pensando en ti pensando en mí y pienso en todos los pedacitos de mi alma que se han ido quedando rezagados en un café de Montmartre, en un club de jazz de Greenwich Village, en una acera de Alexanderplatz, en alguna escalera de la Galleria degli Uffizi, en todas las manos por donde ha pasado mi identificación en los puntos de inmigración aeroportuaria, y me doy cuenta que aunque estoy incompleto hoy mi alma fracturada necesita para ser feliz prescindir de otra página de su —espero— eterno pasaporte.

Lost in Train Nation

Debe ser la trigésima tercera vez que abordo un tren de larga distanciadesde que llegué a estos lares. Y casualmente el de hoy es el recorrido que más he repetido dentro de esas mal contadas treinta y tres veces. Escribir esto se está haciendo terriblemente difícil, no porque me embargue un torrente de emociones al tratar de conformar alguna palabra, sino que escribir con lápiz y papel en un tren en movimiento es casi una misión imposible para mi motricidad fina, pero el chiste de esto es escribir durante el viaje, y después descifrar mi caligrafía de récipe médico producto del vaivén.

Decido no dormir, decido no someter a mis compañeros desconocidos de vagón a las penurias de mis ronquidos de ultratumba, pero una vez más por las razones equivocadas, no me siento generoso, sólo quiero ver el paisaje aparecer y desaparecer como diapositivas, una tras otra, a 250 kilómetros por hora, una bahía virgen, túnel, planicie árida, túnel, estación de trenes cerrada, túnel, playa de veraneo, túnel, pueblo fantasma, tren en la vía vecina, túnel, otro pueblo fantasma, túnel, más costa mediterránea. Y entre la arena, el concreto, la ropa guindada en las ventanas, los campos de olivos, siempre hay una persona distraída viendo el tren pasar, y en ese momento compartimos la eternidad de un cruce de miradas, haciéndonos reales el uno para el otro, para luego, después del parpadeo, yo continuar con mi vocación de voyeur itinerante de caminos, y él —o ella— vuelve a pensar en la diligencia que dejó a medias, en la lista de la compra, en el calor que le abraza y abrasa.

Perdido en la música que conforma el soundtrack de mi viaje sigo absorto en la ventana, inventando historias de esas diapositivas de paisaje que me embelezan, historias de las personas que abordan y dejan el tren en todas las paradas de su recorrido, historias de la azafata que con su sonrisa ensayada pasa ofreciendo auriculares a los pasajeros, historias de las conversaciones telefónicas y de negocios que se ven interrumpidas por la falta de cobertura, mientras hago un esfuerzo por dejar las razones de mi viaje guardadas en la maleta, al menos hasta llegar a mi destino. Pero el momento para sueños llegó a su fin —como todos—, acaban de anunciar mi parada.

Diciembre en un viaje.

Llegó y se fue Diciembre. Ya inauguramos un nuevo año con propósitos que nos hacemos con cada renovación de calendario. Algunos las cumplirán, a otros –como a mí– se les olvidarán en el primer mes, algunos lucharán a capa y espada para no sucumbir a la esterilidad de la rutina y poder decir dentro de 365 días que este fue el mejor año de sus vidas. Pero invariablemente, a pesar de las creencias religiosas, de los ideales políticos y de las resoluciones de año nuevo el mes ya difunto se define por la presencia familiar, la falta de ella, la comida, la fiesta, el exceso. En mi caso de exilio voluntario me tocó la visita familiar, un mes para escapar del día a día y disfrutar del tiempo que la distancia nos roba.

Mis padres tenían planeado un periplo europeo ambicioso, para aprovechar al máximo la inversión que implica saltar el charco con una economía plagada por la crisis. Eventualmente los planes pasaron por la criba presupuestaria, meteorológica y de realidad, para convertirse en un modesto viaje por algunas ciudades españolas. Esto pretende ser el recuento de las dos fechas que definen la celebración navideña: 24 y 31 de diciembre.

Un poco de contexto primero. Todas las navidades que he vivido, desde que tengo uso de razón, han transcurrido en el mismo lugar, en Barinas, junto con mi familia paternal. De igual manera, la otra cara de la moneda fiestera –el fin de año–, la recibo con mi familia maternal. Ambas fechas con diferentes grados de convocatoria y ánimo a lo largo de los años, pero substancialmente iguales a lo largo de toda mi vida. Absolutamente iguales.

24 de diciembre: decidimos quedarnos en Barcelona. Una de las ciudades más cosmopolitas de este país seguramente tendría una amplia oferta de cosas para hacer en Noche Buena. Hasta habíamos convencido a mi padre de adaptarnos a las costumbres locales y almorzar el 25 en algún restaurante bueno, en vez de tratar de suplantar las comilonas nocturnas de pernil, hallacas y ensalada de gallina que tenían lugar todos los 24 de diciembre en la ya mencionada Barinas. “Podíamos cenar cualquier cosa y celebrar el nacimiento de Cristo en un bar de tapas exclusivo hasta que nos venza el cansancio” nos dijimos todos, afianzando la idea de que las cosas iban a ser diferentes, pero no malas. Que equivocados estábamos.

La caminata diurna por la ciudad prometía ríos de gente y fiesta, después de todo no éramos los únicos trasplantados por estas calles, oferta turística tenía que haber. Volvimos a patear asfalto entrada la noche para encontrar el escenario de nuestra íntima celebración. Ni un alma en la calle. Ni una. Puta. Alma.

Empezamos a entrar en pánico de pensar que tendríamos que volver a la casa a comer pasta o sándwiches. El mal humor se dejaba ya colar al vernos eximidos de comida y caminando por lugares desiertos; la fiesta era lo que menos importaba. Traté de salvar la noche llevando al clan a una zona de la ciudad que me aseguraba al menos un bar abierto, pero la desolación estaba distribuída tan bien como mantequilla en una tostada. Ahora éramos cuatro sombras caminando, mal encaradas y discutiendo, convencidos ya de la inocencia de expectativas que teníamos para con el estado de la ciudad en la víspera de Navidad. Eso es culpa de las películas, creer que todas las ciudades que no son las nuestras son como Nueva York durante una noche, blancas, movidas, con ejércitos de villancicos y sonrisas amables.

La soledad era el factor más deprimente en esta situación, hasta el metro iba huérfano y eran apenas las 9:00 PM. Decidieron los otros ¾ de la familia ir hacia la Rambla, paraje amado por los turistas y odiado por mí, para ver si se salvaba la noche en algún sitio. Aquí opté por usar el silencio para expresar mi desacuerdo con la moción, tal como un niñito malcriado que acaba de recibir un juguete que no quería.

La búsqueda llegó a su fin cuando entramos a un restaurante que aparentemente albergaba a todas las desprevenidas almas en pena que no tenían planes. Y más irónica no me podía parecer la situación. El restaurante era una franquicia española, especializada en gastronomía italiana. Como todo no podía seguir empeorando la ley de Murphy se hizo la vista gorda, premiándonos con una buena comida. Al cabo de un rato ya no nos quedó más remedio que reírnos de lo accidentado de la noche y agradecer que al menos pasamos el mal trago juntos, que es lo que realmente importa.

31 de diciembre: llegamos a San Sebastián el 29. Esta ciudad es famosa por su gastronomía y la densidad de bares para su pequeño tamaño, aquí no nos podía agarrar el toro por los cachos, no se podía repetir lo del 24. Pasaron los días y durante el obligado paseo turístico íbamos averiguando el destino de nuestra celebración. Nada de nada, cada restaurante al que entrábamos se anunciaba cerrado para la Noche Vieja. Decidimos tomar parte más activa en la búsqueda llamando a todos los números de una guía nocturna de la ciudad, con esperanzas de conseguir algo. Una mitad de las respuestas fueron negativas, la otra mitad anunciaba precios exorbitantes, programas de fiesta electrónica hardcore y locaciones extra-urbanas. Mis padres se rehusaban a la derrota y acudieron al hotel para que ayudase en la misión. Yo me había rendido sin pena ni gloria rápidamente, la celebración de la llegada del año nuevo siempre me ha tenido sin cuidado, le emoción de lanzar petardos e incendiar efigies representativas del año que moría me duró diez años, la expectativa del borrón y cuenta nueva de un nuevo calendario duró, quizás, cinco años más, en fin, ya tengo bastante tiempo donde lo único importante de ese día era estar con mis seres queridos, y eso ya estaba cubierto.

La participación del hotel no sirvió de nada, no consiguieron opciones ni ofrecían ese servicio, así que ya nos habíamos resignado a comer temprano en cualquier lugar y después patear calle para tomarnos algo. Pero seguían llegando las malas noticias, un amable señor nos dijo que ni nos molestásemos en salir a cenar sin reservación el 31, la ciudad muere a las 7:00 PM y despierta de nuevo, a medias, después de la 1:00 AM, los únicos locales abiertos serían los que ofrecen el programa que ya habíamos rechazado, aparentemente nuestra idea de celebración ya estaba muerta antes de nacer. Sin embargo, la llegada del último día del año nos premió con una epifanía de lucidez colectivo-familiar. Saliendo del hotel en busca de camino al centro de la ciudad vimos a lo lejos un supermercado. “Quién quita que ahí consigamos algo que comprar para la noche y después salimos” parecía ser el consenso tácito de nuestras caras.

Y entramos, y compramos, y planeamos e inventamos, y nos reímos de que nuestra fiesta cupiese en un carrito de compras, con los ingredientes para una recepción tipo coctel para cuatro personas, traje informal, barra libre pero limitada y destinada a la habitación de hotel de mis padres, porque era la que tenía terraza. Pasamos el resto del día según lo planeado y al caer la noche nos congregamos en el lugar previsto, orgullosos de nuestra improvisación, brindando por estar juntos y recordando las incidencias de años anteriores, sin preocuparnos por la vestimenta, anonadados por la quietud de la ciudad y viendo el especial de las campanadas de Noche Vieja en TVE, como una familia más de este país. Tan a gusto estábamos que prescindimos de la salida posterior al “feliz año”. No se podía negar que definitivamente este año había una celebración muy diferente, y no por eso menos buena.

Para terminar, que he hablado más que un político en plena campaña, dejo aquí una canción, que, por tonta que suene, resume lo que esa serie de eventos desafortunados me enseñó.

Medidas desesperadas.

Querido Niño Jesús, San Nicolás, Melchor, Gaspar, Baltazar o cualquiera que se encargue de estos asuntos:

Te escribo como último recurso desde mi desesperación. Perdona por la negligencia para con tu labor durante lo últimas 16 navidades, pero desde que me enteré que los regalos que me esperaban en las mañanas del 25 de diciembre eran obra de mis padres me parece una pérdida de tiempo recurrir a ésta pantomima epistolar, cuando sólo tenía que anunciar a viva voz lo que quería, con suficiente antelación y sentido común. Pero esta situación requiere soluciones divinas e inmediatas.

Mi nombre es Juan Ernesto y por razones ajenas a mi voluntad he estado compartiendo habitación con mi hermano mayor Saul durante un viaje navideño, que hace apenas 4 días empezó y ya se perfila eterno. Tengo al menos 8 años que no comparto residencia con él, salvo la ocasional visita o periplo familiar, y realmente no había estado conciente de la condición que le aflige, o al menos no me había sentido directamente afectado. Hasta ahora.

Mi hermano ronca al dormir. Y no es un simple ronquido tímido, de esos que nos invaden a las personas normales cuando dormimos muy profundamente y perdemos el control motriz de la mandíbula. NO. Ojala fuese un sonido esporádico, producto del cansancio del día o de alguna cerveza de más. Pero una vez más, NO. Sus ronquidos son su inevitable respuesta corporal a la pregunta del dormir, aparecen apenas pierde la conciencia –que es alarmantemente rápido– y cesan sólo al recuperarla. No hay posición que valga para él, ni artificios que existan para mí que eliminen el incesante martilleo de su garganta de mis noches sufridas y por sufrir en este viaje.

Sé que me precede una reputación de exagerar las cosas que me disgustan, sobre todo cuando se trata de mi hermano, pero no lo hago de mala fe, lo hago por su bien. Pero esto no es exageración bajo ningún concepto, esto es digno de estudios científicos y de la posible intervención de un exorcista, hay que descartar todas las posibilidades. He intentado poner en palabras una descripción del sonido que sale de su garganta poseída y la analogía más certera que se me ocurre es: un tren de vapor con ruedas dentadas y desbocado sobre unos rieles explosivos mientras es pilotado por un grupo de osos hambrientos en persecución de una manada de gallinas que cantan a capella y desafinadas alguna ópera de Wagner. Sonido infernal por decir menos, preferiría oír obligado cualquiera de los discos de esa música de locos que tanto le gustan a mi hermano con tal de no tener que dormir cerca de él.

Yo sé que por estas fechas tendría que preocuparme por los más necesitados, pedirte –o pedirles, porque todavía no sé a quién me dirijo– los típicos deseos de una Miss Venezuela: paz mundial, comida y salud para todos los seres humanos y mucho pero mucho amor, pero hoy me declaro absolutamente egoísta, necesito dormir bien, al menos 6 horas seguidas, no pido mucho la verdad, sólo que alguien me devuelva el descanso que la garganta de mi hermano me está robando a mano armada desde hace 4 días.

Si puedes poner manos a la obra con esto lo más pronto posible te lo agradeceré infinitamente pagándote una promesa, puedo hacer lo que sea en tu nombre, desde mandarte a hacer misas, hacer el camino de Santiago de rodillas, correr un maratón vestido con una túnica morada y una corona de espinas, o montar un comedor solidario para gente pobre, lo que tú quieras, sólo asegúrate de manifestarte de alguna manera para saber quién será el beneficiario de mi agradecimiento. Por lo pronto trataré de no asesinar a mi hermano mientras duerme para solucionar esto rápidamente. Se me están acabando las ideas.

Atentamente y de antemano agradecido por tu pronta intervención.

Juan Ernesto

Atracción fatal y solidaria.

Y allí estaba ella. Nos separaban al menos 10 metros y podía ver sus ojos, como dos peceras de agua tropical, buscando entre la gente. Yo seguía caminando inadvertidamente hacia su cuerpo y noté ahora un aro que abrazaba la ventana derecha de su nariz y un rayo del color de su mirada colonizando su cabellera. Mientras aprendía ese rostro olvidé el agobio que siempre me asalta al bajarme de un tren, revisar la cartera, el móvil en su lugar, acomodar la maleta para la caminata que seguía y ubicarme en el metro; mis mandamientos de viaje. Era una tarde fría en Madrid, la estación Puerta de Atocha pululante de gente, yo un poco idiotizado después de roncar por tres horas en el tren y caminando sin querer queriendo hacia esa chica que aparentemente esperaba a alguien. Resulta que ese alguien era yo.

Me mira y se sonríe, no pude evitar devolverle el gesto al no sentirme aludido, pero era conmigo el asunto, incluso volteé buscando a otro posible receptor, pero nada, todo el mundo seguía con sus vidas, sus trabajos y sus prisas. Me sigue mirando como buscando indicios de que realmente le prestaba atención y comienza a acercarse. Tan perdido en su rostro estaba que no me dí cuenta del infame chaleco verde con letras blancas que llevaba orgullosa, ya era demasiado tarde, ya la tenía frente a mí, con la cabecita de lado, viéndome con las canicas azules que tenía por ojos y soltando un excesivamente efusivo: “¡Hola! ¿Cómo estás?, ¿Tienes cinco minutos para hablarte de Intermón Oxfam?”.

No me considero una persona amargada o nube negra, si me tengo que definir en pocas palabras usaría adjetivos como cínico, pragmático y realista, pero estoy seguro que hay gente por ahí que piensa que mi falta de efusividad y positivismo raya en el Asperger’s. En fin, dada mi condición proclive a la practicidad emocional la gente excesivamente feliz y efusiva me desconcierta, especialmente si es un desconocido en la calle y más aún si forma parte del grupo de solidarios de alguna ONG. Estos solidarios –como se hacen llamar– hacen voluntariado para Médicos sin Fronteras, Unicef, La Cruz Roja e Intermón Oxfam, entre otras, y se dedican a recorrer las calles más transitadas de ciudades europeas buscando colaboraciones para sus respectivas causas. Me parece muy loable su labor, no quiero poner en duda eso, pero sus técnicas de abordaje y persuasión me incomodan un poco. Te agarran desprevenido e inevitablemente apelan a hacerte sentir culpable por todo lo bien que tienes la vida para convencerte a colaborar monetariamente, al menos es así como me siento yo, razón por la cual recurro a esconderme tras mis gafas de sol, el Ipod y ocasionalmente alguna conversación fantasma por el móvil. Siempre será más fácil para mí evitar el acercamiento que decir que no.

Entonces imagínense la trifecta que me abordaba, una perfecta desconocida, mostrando su dentadura toda con una sonrisa y perteneciente a una de las antes mencionadas organizaciones. Fue mi culpa, dejé a un lado el protocolo que normalmente sigo, la modorra del viaje y la belleza de la cazadora no ayudaron para nada. Nervioso respondí que sí, tenía tiempo para que me contara sobre Intermón, y sin dilación comenzó la metralleta de estadísticas, de comparaciones entre lo mal que se vive en Chad, Tanzania y Mozambique y lo bien que se vive en Madrid, de todo lo que puede ayudar una colaboración mía para que Augusta en Burkina Faso no tenga que caminar 20 kilómetros por agua, que 12 euros al mes no son nada para mí, que eso es apenas seis cervezas en algún bar, pero para ellos es agua potable para 6 meses, ¡imagínate!. Todo esto sin esconder su espectacular sonrisa, sin dejar de atravesarme con sus ojos, jugando con su cabellera corta mientras movía su cabeza como un péndulo, hipnotizándome.

El sentimiento de culpa ya me empezaba a carcomer las entrañas, pensé en amigos que han dejado la comodidad de sus casas para ir a ayudar a niños en Haití o a trabajar en proyectos de superación femenina en Camboya, pensé en sus caras de desaprobación si no ayudaba, y aunque sé que precisamente ellos son los que menos me juzgarían por algo así igual los vi, al lado de esta chica que ahora ponía la cara del “gato con botas” de Shrek. Al mismo tiempo pensé en sacarle a la situación otro tipo de ganancia, como el número telefónico de esos ojos azules, quizás para convencerme de que el acercamiento no había sido sólo motivado por interés monetario, pero no pude, salí de la fábrica sin ese chip de malicia y picardía tropical. Sin darme cuenta ya estaba recitando mi número de cuenta bancaria, mi dirección, grupo sanguíneo, coeficiente intelectual y los poemas que me enseñaron en primaria. Estaba bajo el control absoluto y contundente de una mujer que al ver su faena exitosa me agradeció y salió de la plaza con mi rabo y dos orejas cortadas para su vanagloria ante colegas y amigos. Yo hasta el sol de hoy sigo pagando mensualmente 12 euros para que Augusta en Burkina Faso tenga agua potable. Todavía espero ver esos ojos en alguna calle de Madrid, con una historia como ésta seguramente me gano su número de teléfono sin mucho esfuerzo.

From Lebanon with love.

Era una caja color marrón papel craft, cuidadosamente embalada con plástico transparente por manos que sabían de sobra la importancia de su contenido. Letras rojizas en alfabeto occidental adornaban el centro de la tapa, el resto eran árabes e ininteligibles para mi. Creo que la memoria no me falla, pero he idealizado tanto lo que había allí que el empaque pasó inevitablemente a un segundo plano.

«Me iba a quedar callada sobre los dulcitos pero has hablado tanto del tema que te voy a dar uno para que veas lo que es bueno. Mi abuela me los mandó del Libano». Treinta o más cilindros de pasta filo rellenos de nueces trituradas y almíbar, o en menos palabras baklava; todos ordenados, juntos pero no revueltos, pequeños, esperando una mano digna para cumplir su misión de brindar placer al paladar. «Agarra un… do… está bien, dos… me caíste bien… puedes agarrar dos. ¡Pero no más! Me tienen que durar bastante». Ni corto ni perezoso me apoderé del par de dulces, los engullí sin parsimonia, no creo en eso de comer lento para disfrutar el sabor, el sabor se disfruta comiendo, no esperando con angustia y perpetuando cada bocado para estirar la experiencia. Yo pensaba que había comido buenos dulces árabes, pero éstos dos me arruinaron la existencia…

Eran pequeñas granadas fragmentarias, cada mordisco liberaba miles de partículas dulces que se repartían triunfales por mi boca. Vi a Dios bañado en almíbar y vestido de una túnica crujiente. No exagero. Mi fascinación por el dulce es pecaminosa, y en ese momento me merecía los siete círculos del infierno por querer salir corriendo con la caja que ella guardaba tan celosamente.

Recordé los domingos familiares, la política cuasi religiosa de comer afuera y viviendo en una ciudad con serias limitaciones gastronómicas la comida árabe era siempre una buena opción. De pequeño la comida me daba igual, era y sigo siendo un maniático con ciertas cosas, pero un día, por recomendación de los dueños de la taguarita que frecuentábamos ­–realmente el aspecto del restaurante no era lo mejor­– pedimos un surtido de dulces. Por supuesto me encantaron, por supuesto quise más, por supuesto mi padre me dijo ya comiste suficiente, por supuesto me comí el de mi hermano que no es fanático del dulce, por supuesto compartí el botín con mi madre que siempre ha sido mi cómplice en asuntos del azúcar. En mis tiernos años de simpleza emocional mi experiencia de comer árabe se limitaba a la expectación del postre. Cambiamos de restaurante varias veces, unos cerraron, otros desmejoraban su servicio, pero lo mío era catar los dulces, y mientras más dulces fuesen mejor.­

«Saul, hoy no pude dejarte cena. Aquí tienes 10£ para que compres comida en Green Valley, 37 Upper Berkeley St, justo detrás de la casa». Fue una nota, traducida aquí, que dejaba mi anfitriona y casera durante mis meses en Londres. Una señora trinitaria, alegre y conversadora que me mimó desde el primer día con buena comida, y cuando no podía cocinar usaba éste método para no dejarme morir. Siempre pensaba en las malas experiencias culinarias de mi hermano con su casera inglesa en Bournemouth cuando meses antes hizo lo mismo que yo, y agradecí que la mía tuviese sabor tropical en la sangre y en la cocina. Volviendo al tema en cuestión salí corriendo al mercado señalado en la nota, y descubrí un mostrador inmenso con montañas del dulce que tenía años sin disfrutar. Me gasté la mitad del dinero en ellos, con distintas formas y tamaños, con mas o menos pistachos, con mas o menos almíbar, pero todos con más sabor que cualquiera que hubieses probado antes. No tardé en hacer esa visita costumbre, después de todo pasaba todos los santos días por ahí.

Ahora que pienso en la caja de dulces me la imagino de caoba curada, tersa, amplia y dadivosa, con bajo relieves y arabescos dorados, su contenido descansando en una eterna cama de sedas blancas, separados cada uno con joyas que palidecen ante el fulgor dulce, protegida con una llave que sólo yo tengo.

Sé que pronto la veré de nuevo, prometí clases de guitarra y Autocad a cambio de otra oportunidad con ella.

El Rito

He vuelto a mi santuario después de meses de dar tumbos por sofás y colchones prestados como un judío errante. ¡Pero esta oferta viene por tiempo limitado!, ¡si llama ahora se dará cuenta que sigue sin casa, con una tesis apenas empezada –otra vez– y más diligencias pendientes que el cipote!, a pesar de todo esto mi futuro está mejor perfilado, ya puedo señalar en Google Maps la ciudad que me va a dar casa por los próximos meses.

“¡De Valencia pa’ Barcelona! Aunque mal pague…” podría escribir con Griffin blanco en el parabrisas posterior de mi carro, si lo tuviese aquí, y que ya no es mío, lo heredé en vida a mi hermano, aunque tampoco lo pagué yo, pero me estoy desviando mucho del tema que debería presentar aquí, hoy.

Lo de santuario se refería a un pequeño café del que soy asiduo, el UBIK Café. Existe camuflado entre las fachadas residenciales del viejo barrio valenciano de Ruzafa o Russafa –si te sientes old school–, que fue alguna vez un pueblito autónomo que en menos de cincuenta años se vio absorbido y asimilado por una ciudad que aunque con historia desde tiempos de Roma todavía es joven, así tenga su propio circuito de Formula 1.

Su descubrimiento vino por recomendación de un amigo de la zona, cuando la naciente confianza en nuestras conversaciones le informó que me gustaba escribir y que por lo tanto entre libros me la paso de lo lindo. Es un bar/café/librería, de ambiente bohemio y familiar, música en vivo, ocasionalmente, y atendido por sus propios dueños. Aquí pasaba al menos tres tardes a la semana, todas las semanas desde que lo conocí. Digo “pasaba” porque es hoy que vuelvo después de un mes en el que estuvo cerrado por vacaciones, y yo de trotamundos. Digo “aquí” porque estas palabras están siendo escritas en éste lugar, a mano, con un porta minas Paper-Mate 0.7 sobre una libreta Moleskine de formato mediano, cuero negro y liguita, para luego ser transcritas en Word, con tipografía Helvetica número 12, justificada y a doble espacio.

Ya los meseros me conocen, ya no se extrañan por verme solo y escribiendo jorobado sobre el mobiliario ecléctico que equipa al lugar para el intercambio social, ya he probado todas las sillas y mesas. Aquí estoy siempre rodeado de libros; muchos nuevos, muchos viejos, unos con más historia personal que la que cuentan, otros esperando ansiosos hacerse una propia, ordenados por tema, precio y cantidad de manos por las que han pasado. Hoy retomo la costumbre.

Aprendí en un curso de literatura que a veces para escribir hay que crearse, aparte del hábito, un rito. Por ensayo, error y paciencia le fui dando forma al mío; empezó en éste lugar. Quizás por tenerlo cerca de la oficina en la que ocasionalmente trabajaba ad honoren, quizás por salir de trabajar y no querer volver a la casa para caer en la rutina invariable de la entrega o el examen pendiente, definitivamente porque me gustaba el sitio y no me incomodaba estar sólo con una cerveza observando a la gente, o mientras esperaba a algún amigo o amiga con tiempo libre para conversar. Fue cuestión de poco tiempo darme cuenta que aprovechar el tiempo escribiendo no me vendría del todo mal.

El rito consta de una taza de café, preferiblemente un marrón fuerte, cigarros suficientes, con 4 ó 5 basta, el papel y lápiz anteriormente descritos, el Ipod con carga para tres horas continuas como mínimo –ahora que está moribundo me tengo que sentar sobre él para que suenen los dos auriculares, no me pregunten porqué, pero funciona–, un playlist de Death Metal Técnico y/o Progresivo, Deathcore o simplemente Metal Progresivo; necesito música complicada, muy rápida, disonante y agresiva para concentrarme, así logro crear patrones de trabajo mecánico y rítmico, pareciera la descripción de uso de alguna máquina en una línea de producción industrial, pero me ayuda a llegar a mi confort zone. Se preguntarán algunos algo y la respuesta es sí, el último post lo escribí oyendo esa música, y no, no afecta el tema ni el lirismo el hecho de oír gritos guturales y guitarras como metralletas.

La última parte del rito involucra todas las birras que sean necesarias durante el tiempo de permanencia y escritura, si el local de turno no sirve alcohol cambio la birra por otro café, sin embargo el tiempo efectivo se verá disminuido considerablemente. El rito me obliga a sentarme, pensar y soltar la mano, no me da ideas, esas las busco caminando en la calle, además es de fácil adaptación a cualquier espacio físico, salvo mi casa, allí sólo puedo transcribir, revisar, arreglar y completar, casi nunca empezar desde cero.

Todos los grandes tenían y tienen sus métodos y mañas, yo me inventé las mías, será un cliché después de todo, pero algo es cliché porque funciona.

Sólo me queda aprovechar éstas cuatro paredes por el mes escaso que me espera antes del éxodo definitivo a nuevas tierras. Me acabo de terminar la tercera y última birra literaria de hoy.

Salud…

Veinte días después.

Estoy en una ciudad que con cada paso te regala muchas historias para contar pero se le olvida darte el tiempo para escribirlas. Hastío por exceso, no por defecto. Abruman los caudales de gente, los menús en cuatro idiomas, las estatuas vivientes, los músicos de calle, los vendedores ambulantes, los tatuajes, los mapas desplegados en las aceras como velas buscando la dirección correcta.

Llevo veinte días donde he tenido que hacer un esfuerzo para no naufragar en el facilismo del “lo dejo para mañana, hoy mejor salgo y vivo”. Me refugio ahora en un local escondido, apropiadamente llamado “La Clandestina”, para huir del ruido y obligarme, con un par de cafés y cigarrillos, a escribir.

He tenido la suerte de haber estado antes en ciudades así, donde pasa todo, todo el tiempo, como Londres, Nueva York, París o Roma; esconderse en ellas me parecía más fácil, perderse del rebaño turístico se lograba con evitar ciertas calles, pero Barcelona te engulle y asimila sin miramientos, sin piedad. Siempre hay algo que hacer, una película por ver, un trago que tomar, comida por probar, un concierto/performance/gig/recital que ver, sin repetir, sin aburrirte del mismo sitio, así caigas eventualmente en la rutina inevitable del vivir, basta con cambiar de calle para tener una ciudad nueva, gente no faltará, el calorcito veraniego propicia su generación espontánea, moscas que pululan sobre una tierra con comida de sobra, y crean a su vez otras moscas, otras moscas, otras moscas.

Tengo amigos y conocidos aquí, pero mi única compañía constante es la música; la que hila mis encuentros, comidas y trámites consulares. Tantas canciones he oído por estos lares; unas marcan el ritmo de slalom que llevo esquivando cuerpos al caminar, otras me cambian la cara con recuerdos y olores, algunas quedan impregnadas con nuevos momentos, para ser recordados en otro tiempo, en otra ciudad.

Hablar de canciones me lleva a mi primer viaje a Barcelona, hace casi dos años. Venía primerizo a dar un paseo de pornografía edilicia (lean bien), aquí casi todos los nombres del Star System arquitectónico pasado y presente han hecho o van a hacer algo. Al llegar a la estación de tren mi Ipod decide aclimatarme musicalmente con Joan Manuel Serrat. Quizás porque mi niñez sigue jugando en tu playa y escondido tras las cañas duerme mi primer amor, llevo tu luz y tu olor por donde quiera que vaya, reza la primera estrofa de “Mediterráneo”, no es una estricta exaltación a ésta ciudad, pero al oirla salgo a caminar de la mano de un catalán que me muestra orgulloso con sus notas lo que es vivir a orillas del mar.

Me bauticé con Gaudí en la Sagrada Familia, comulgué como hijo de la modernidad con Mies Van der Rohe en el Pabellón de Barcelona y me confirmé como ciudadano contemporáneo con Miralles y Tagliabue en el Mercat de Santa Caterina. Era y sigue siendo imposible no envolver en un manto litúrgico el vivir y tocar la arquitectura que pasé toda mi carrera estudiando, admirando; a pesar de que mis engranajes ya no se mueven tanto por el afán de crear espacios, más bien por vivirlos, pero es difícil negar el oficio.

Vuelvo a la clandestinidad, donde mato éste writer’s block inducido por exceso de actividad a punta de cafeína y nicotina, mientras espero una llamada que no llega y me debato con el seguir agregando anécdotas a mi vida o retirarme derrotado a la casa donde soy un refugiado político hasta hoy, ya mañana se me acaba la guachafita, ya mañana vuelvo a la ciudad donde me esperan las cuatro cajas que guardan mis pertenencias, y donde sigo de okupa, pero con otro código postal, por los momentos…