No recordaba el contrapunteo nocturno de las ranas en el patio de la casa. La conversación incesante que mantienen estos vecinos anfibios mientras el sol descansa. Saberlas allí, escondidas entre verde y flores, invisibles y cantarinas. Exponiendo quizás sus quejas por el calor de la tarde, reclamando lluvia para mañana o regodeándose de la cacería del día ante su comunidad. Y pienso que quizás eso es lo único que no cambia al volver: los cantos de las ranas de mi casa. Plantas nuevas cubren las paredes del patio, los habitantes de la casa tenemos más hojas de calendario bajo el brazo. Kilos de más, kilos menos, familias nuevas, amigos menos, libros leídos y libros por leer. Pero las ranas de mi casa siempre cantan la misma canción.
No hay onomatopeya que le haga justicia a este sonido. Tampoco sé las notas que entonan. No me preocupa saber qué especie concreta tiene ínfulas de coro de iglesia. No construyo una melodía con el ruidito constante, siempre constante. Pero hoy este sonido se me antoja triste. Hoy las ranas tienen guayabo de volver; por volver. y aunque sé que le cantan a la luna, aunque sé que no me cantan a mí, hoy esta pequeña serenata es mía.
“Vuelvo cada vez menos”, dice un verso de mi madre, que hoy es mío. Vuelvo cada vez menos joven, menos “yo” el que era y menos “yo” el que seré. Menos rico y con recuerdos que me pesan en el rostro. Menos inocente, menos tolerante. Vuelvo cada vez menos y entre cada volver se dilata más el tiempo, pero las ranas de mi casa siguen entonando su canción. Ellas me dicen que todo va a estar bien, que todo va a cambiar aunque ellas sigan enfrascadas en su canto monocromático, hilvanando el tiempo con un croar preciso y precioso. Aunque le sigan cantando a la luna y yo vuelva cada vez menos, todas mis noches en el trópico soy dueño de una pequeña serenata nocturna.
Nostalgia. Vaya sentimiento