Inventario de Otoño

De nuevo se va tejiendo poco a poco la guarida invernal. De nuevo el sol pasa a ser parte opcional del paisaje y del clima. La euforia veraniega empieza a morir, a desaparecer con cada grado menos del termómetro, como anunciando un cambio de actitud, un cambio de comportamiento que va más allá de simplemente agregar más capas de tela a la vestimenta diaria. Empiezan las ausencias. Empieza el inventario imposible de lo que falta, de lo que faltará siempre, de lo que hace dos meses en el estupor de una habitación oscura parecía innecesario y excesivo.

Ahora el día se acuesta más temprano y la noche tiene complejo de conquistador luchando durante meses por una hora más, por unos minutos más, luchando sin descanso solo para perder inevitablemente cuando el calendario termine de dar la vuelta. Ahora se oye menos vida, menos retazos de ruido cotidiano, menos niños llorando, menos serenatas insomnes, menos mala televisión. Ahora el sonido está prisionero a merced de las ventanas que se cierran para secuestrar el calor que con cada día se hará más preciado, más anhelado.

Las hojas viejas empiezan a probar la independencia al dejarse ir de los árboles que las cuidaron desde la primavera. Algunas más resilientes esperarán otros meses más para rendirse al frío y cubrir así las calles y aceras de Enero y Febrero. El agua ya no sufre del miedo escénico de meses anteriores y aparece frecuentemente para limpiar al mundo, para anegar recuerdos, para enfriar el calor de los motores y los ánimos.

En estos días el chocolate se vuelve obligatorio, los cobertores de la cama merecen un tributo y perderse en un libro es el ritual de turno. Perderle la guerra al frío nos obliga a mirar hacia dentro, a vivir más lentamente, a planear en función del humor de las nubes y lo afilado del viento. En estos días las esquinas nos muestran costumbres que no son nuestras, ritmos lentos, el paso del tiempo en otra frecuencia, olores tostados y la humedad omnipresente.

Llega otoño, termina una vida y empiezan muchas más en cada rincón cálido, en cada taza de café, en cada noche larga que se asoma. Llega otoño y nos recuerda con su muda de piel que todo volverá a empezar, eventualmente. Llega otoño y con sus primera brisas frescas nos obliga a hacer inventario.

La invisible brevedad del beso

2013-03-16 05.31.37

La plaza estaba dormida junto con la ciudad que la rodea. Dos latidos acelerados interrumpen el estupor del asfalto desierto. No miran a su alrededor. Son todo desespero, todo manos, todo jadeos. Los latidos se amontonan uno sobre otro, se hacen uno al ritmo del mismo son. No desconfían de lo que los rodea, eso es normal en ellos. Los amantes sufren de esa indolencia de creerse superpoderosos, de creerse por encima del peligro de un beso en medio de la calle, invisibles durante un abrazo en una acera nocturna, impermeables bajo la lluvia, la nieve y el llanto, inmunes a los cambios de temperatura del ambiente, de sus cuerpos y al juicio de espectadores.

El latido único es ahora beso. Los dos cuerpos se funden el uno con el otro, y con la noche, y con la plaza desierta y con los abrigos necesarios para el otoño que muere, y con la luz artificial, y con mi mirada y con las piedras sobre las que descansan sus huellas, que seguramente tienen más historias que América toda. Y siguen invencibles e invisibles mientras beben el uno del otro, indiferentes a todo, indiferentes a mí que me aproximo sin remedio, pero sin ganas de intromisión. Y el beso sigue en construcción, como monumento a una noche pasajera que empezaba sin muchas esperanzas en un bar poco iluminado, o como tributo al haber compartido muchas hojas de calendario y kilómetros de plazas desiertas y transeúntes ofendidos.

Los amantes se dan cuenta de su mortalidad y salen del refugio antibalas de su(s) beso(s). Salen a la superficie a tomar aliento, a recargar energías, a renovar su vigilancia sobre el mundo que los rodea, pero del que no quieren ser parte esta noche sin luna y sin gente. Vuelven con los vivos, más vivos que nunca después de haberse compartido a la intemperie y reparan en mi presencia inminente. Me miran y el tiempo del que huían se detiene. Tratan de conseguir explicación para mi existencia en ese lugar, a esa hora, vestido todo de negro, con paso firme y rápido. Una explicación que los ayude a retomar su invisibilidad, su aura inamovible de seguridad, a esconder el miedo que habían ahogado con su(s) beso(s). Miedo a lo desconocido, miedo al desconocido que soy y que está a punto de pasar junto a ellos. Miedo más a la posibilidad que represento que a mi andar inocente.

Los amantes deshacen su abrazo definitivamente, su monumento temporal a la pasión para prepararse a mi llegada, como los astrónomos que esperan el paso de un cometa desde el lente de un telescopio. Me miran, ya sin miramientos, esperando lo peor, desde el prejuicio, desde el sueño roto del que los saqué con mi caminar trasnochado. Esperando, desconfiados, quizás al hampa común —no tan común por estos lares—, o a un borracho molesto —enfadado, o dispuesto a molestar también—. Pero yo sigo de largo, como era mi intención desde el primer momento, aprovechando el clima del otoño que muere, aprovechando la larga y desolada caminata nocturna a casa, aprovechando besos de extraños para crear historias, aprovechando la poca luz para hacer de posible villano y sacar de su indolencia a los amantes superpoderosos. Y ellos me siguen mirando, sin saber que hacer conmigo y mis pasos, sin saber que hacer con ellos mismos, presas de la incertidumbre, de la súbita realidad de la hora. Y vuelven a construir su monumento de besos para esconderse una vez más de la realidad, de la plaza y la ciudad que duerme a su alrededor, del juicio de espectadores, del peligro de la poca luz, de las posibilidades, razones y consecuencias de ese beso desaforado en medio de la nada. Y yo me pierdo en la esquina que era mi destino y los amantes vuelven a ser invisibles una vez más.

La cacería

La cacería

Hay una hora del día que nos desnuda; que nos revela. Donde la luz de la tarde va perdiendo vida para mostrarnos ante los otros como pinceladas, más idea que sujeto. A esa hora desparecen nuestras pecas, las canas, la miopía, el sudor, la ropa fuera de temporada, el bronceado y el tiempo del reloj. El relevo de luz nos convierte en sombras, en movimientos, en sonidos, en ganas. Ganas que sacaron a los primeros hombres de la cavernas y lo hicieron contemplar los cielos. Ganas que nos armaron con palos y piedras y nos enseñaron a buscar en vez de toparnos con lo que nos corresponde.

Esa hora fugitiva de las agendas, los horarios y los compromisos nos regala libertad a cambio de honestidad, a cambio de la valentía de entregarnos a las ganas. Para entrar a la noche por la puerta grande, por una puerta que todo lo acepta, que todo lo ve. Sientes como los últimos rayos de sol empiezan a secuestrar tus dudas, tus inseguridades, tu realidad. El tiempo se escurre con parsimonia en el reloj que ya no puedes ver porque también es prófugo de esta hora contundente. El tiempo huye de ti. Tú huyes del tiempo. La luz se va con tu tiempo y eres todo ganas; todo idea. Atrás queda el trabajo que odias, la soledad de tus cuatro paredes, las llamadas perdidas, las conversaciones inútiles, el silencio de las esperas, el calor del verano, el transporte público y los pasaportes, la vida detrás de un pixel y una conexión inalámbrica. Te adentras en la ausencia de luz y entiendes tu naturaleza primitiva, entiendes la necesidad de los superhéroes, entiendes la furia del primer hombre, su miedo, sus ganas. Entiendes que esta hora de realismo mágico te puso en primera fila para que conocieras el mundo, tu mundo. Aunque se te olvide mañana, aunque al escribirlo pierda el sentido y se convierta en una anécdota vacía. Entiendes que el punto sea quizás no entender nada y simplemente dejarte tragar por la oscuridad del día que muere y la noche que da a luz sin luz. Entiendes que tú también debes armarte de palos y piedras para derrotar a la fiera que intenta dominarte. Porque tú eres hombre y el hombre domina a las bestias. Y en una hora igual a esta, cuando el tiempo era aún joven, un hombre entendió, y erguido en un corcel defendió a la primera idea, su primera idea, de la ignorancia de una bestia salvaje. Y con la muerte de la luz, nació su lucidez.

Pequeña serenata nocturna

No recordaba el contrapunteo nocturno de las ranas en el patio de la casa. La conversación incesante que mantienen estos vecinos anfibios mientras el sol descansa. Saberlas allí, escondidas entre verde y flores, invisibles y cantarinas. Exponiendo quizás sus quejas por el calor de la tarde, reclamando lluvia para mañana o regodeándose de la cacería del día ante su comunidad. Y pienso que quizás eso es lo único que no cambia al volver: los cantos de las ranas de mi casa. Plantas nuevas cubren las paredes del patio, los habitantes de la casa tenemos más hojas de calendario bajo el brazo. Kilos de más, kilos menos, familias nuevas, amigos menos, libros leídos y libros por leer. Pero las ranas de mi casa siempre cantan la misma canción.

No hay onomatopeya que le haga justicia a este sonido. Tampoco sé las notas que entonan. No me preocupa saber qué especie concreta tiene ínfulas  de coro de iglesia. No construyo una melodía con el ruidito constante, siempre constante. Pero hoy este sonido se me antoja triste. Hoy las ranas tienen guayabo de volver; por volver. y aunque sé que le cantan a la luna, aunque sé que no me cantan a mí, hoy esta pequeña serenata es mía.

“Vuelvo cada vez menos”, dice un verso de mi madre, que hoy es mío. Vuelvo cada vez menos joven, menos “yo” el que era y menos “yo” el que seré. Menos rico y con recuerdos que me pesan en el rostro. Menos inocente, menos tolerante. Vuelvo cada vez menos y entre cada volver se dilata más el tiempo, pero las ranas de mi casa siguen entonando su canción. Ellas me dicen que todo va a estar bien, que todo va a cambiar aunque ellas sigan enfrascadas en su canto monocromático, hilvanando el tiempo con un croar preciso y precioso. Aunque le sigan cantando a la luna y yo vuelva cada vez menos, todas mis noches en el trópico soy dueño de una pequeña serenata nocturna.

Piérdete

Decidiste caminar porque —vamos a estar claros— lo necesitas. Más de lo que estés dispuesto a admitir. Te conoces la dirección general de las calles, esa nunca la olvidas. Los nombres, eso es otro asunto. Los nombres quedan de la repetición, de haber labrado el mismo recorrido una y otra, y otra vez más. Porque siempre cruzas en la misma esquina, de la misma acera a la otra. ¿Por qué siempre cruzas en la misma esquina, de la misma acera a la otra? En fin, no respondas. Concéntrate, que te pueden atropellar. Ya sé que te llena de tranquilidad creerte, aunque sólo sea por un momento, en pleno control de tus acciones y recorridos. Especialmente en días como hoy, en los que enfrentarse a una burocracia adormilada parece el argumento perfecto para un relato de terror.

¿Pero qué pasa si te pierdes? ¿Qué pasa si te convences de que se mapa virtual en el que confías más que en tu sentido común tiene un virus irreparable? Piérdete. Da trece pasos en vez de tres, cruza a mitad de calle y con luz roja, gira a la izquierda aunque a la derecha esté tu café preferido. Piérdete sin conocimiento de causa. Piérdete por el placer de la incertidumbre. No huyas del Sol, ni de la avalancha de gente que se avecina, entra al parque que tienes viendo cinco años y que no tiene ningún propósito urbanístico según tu opinión. Piérdete, y quizás esta ciudad que tanto te aburre te sorprenda todavía.

No me vengas con esa de que “somos animales de costumbres”. No uses los lugares comunes del lenguaje, habita los lugares comunes de la realidad que te rodea. Conviértete en cartógrafo por una tarde, descubre de noche el norte gracias a una estrella. Piérdete de una vez por todas, porque en tus pasos repetidos todavía no has encontrado el rumbo que buscas con tu brújula imantada. Piérdete, y quizás logres conseguirte y sorprenderte todavía.

HIde and Seek

Estoy cansado de ser el escaparate de tus inseguridades, la llamada para tu dosis semanal de autoestima, ese cuartico a control remoto donde te refugias a esperar que pasen las tormentas. Y me escondo, me escondo de ti, de todo lo que una vez dijiste. Me escondo con toda la valentía que requiere ser un cobarde en tu presencia.

Siempre has estado corriendo, huyendo a paso firme; de todo, de todos, de ti. De mí especialmente. Me había aferrado por años a esa carrera de resistencia que le tienes a la paciencia de la gente, a esa prueba constante de fidelidad y atención, pensando en que iba a tener más aguante que tú. Que, como un buen fondista, me mantendría a flote entre los demás, sólo para dar la última carrera y finalmente alcanzarte, a pesar de que mi condición física y adicción a la nicotina son contraproducentes para el ejercicio. Cada zancada, cada vista en tu retrovisor, te acercaba a otros, pero yo era el murmullo constante detrás de tus pasos. Y cada metro ganado por mí encerraba un premio, un respiro nuevo para pulmones maltrechos y brisas que aligeraban la carga de mi peso, de mis años de maratonista ciego y enajenado.

Mis labores no se limitaban a delirios persecutorios. También me entrené en el arte de convertir tus miradas pixeladas en manifiestos de intenciones y promesas, en construir castillos con las migajas de tu atención, en inventar la alquimia necesaria para tratar de convertir tus palabras de plomo en granitos de oro.

Pero tú no me pediste nada de esto. Nunca me exigiste devoción. Esa me la inventé yo solito, aferrado a todas las palabras que precisamente no decías. No pude haber escogido una mejor palabra. La devoción inspira fanatismo unidireccional e inmisericorde. Tu falta de culpa al principio no pudo haber quedado más clara cuando decidieron en tu nombre el interponer un mar entre nuestros códigos postales. Pero a mí no me importó. Lo más triste del asunto, o lo imposiblemente cursi del asunto, fue que decidí hacerle oídos sordos a la distancia, a la realidad de que aunque nunca me pediste nada, mi propósito era convertirme en el faro que eventualmente iba alumbrar los pasos de tu regreso.

Sin descanso fui, hasta no hace mucho, un faro insomne y vigilante. Así hubiese barcas nuevas en mi costa, así mi puerto gozara de atenciones diligentes, mi lumbre existía únicamente para un navío fantasma del que sólo quedan historias y leyendas. Hasta que un día, finalmente, decidiste anclarte en mis brazos, fondear brevemente mis labios, dejar tu bandera en el puerto que tanto te había esperado. Pero fui sólo un lugar de paso, una marca más en tu búsqueda de antípodas, la pequeña isla que te ofrecía sustento inacabable para tu carrera eterna y terminaste viendo en tu espejo retrovisor sin pena, sin gloria, sin remordimientos.

Me preguntas qué hiciste. Me pides disculpas vacías como si la única víctima de tu paso intempestivo por mi isla fuese un lámpara o un plato viejo. Te declaras incompetente en conocer la razón de mi evasión, de mi escondite labrado con miedo y rabia. Y ese es precisamente el problema. Ese es el gran elefante rosado en la esquina de la habitación. La verdad ineludible de que todo siempre fue producto de mi imaginación hiperactiva, alimentada por tus medias tintas y tus palabras ambivalentes.

El problema es que tú tenías que saber que premiar mi resistencia con unos besos tímidos no iba a ser tomado como un acto deportivo, como un capricho de vacaciones. Era una promesa, una razón de fiesta, la prueba final de que esperar no es de locos, del que persevera alcanza y todas las estupideces dignas de citas en un libro de autoayuda.

Tiempo después me tocó el papel de hacer de barco y buscar tu faro. Fui recibido con silencios, con un “aquí no ha pasado nada” tatuado en tu frente, e inmediatamente traté de labrar el aire de tu vacío con respuestas, con explicaciones, con motivos secretos. Pero solo me topé con la pared insonora de un cambio de tema, con las excusas absurdas de un “ya hablaremos”, y aunque estaba caminando maniatado a mi propia ejecución tenía que verte a los ojos y darte la última oportunidad de redención, la última oportunidad de una conversación adulta. Pero el silencio pudo más que tú.

Ahora quiero música para crear y destruir mundos, ruidos disonantes que reten mi sanidad mental, melodías azucaradas y notas estridentes.

Tu silencio era promesa y yo me cansé del silencio.

Despropósitos de Año Nuevo.

Otro año más para adornar calendarios y correspondencia no enviada. Otro año que se vuelve historia al sonido de doce campanadas, o disparos, o con la cuenta regresiva de una pantalla incandescente que grita en un idioma que no es el tuyo. Otro año que nace de las cenizas de unos 365 días cuyo único propósito aparente fue ser la antesala a todo lo bueno que este año nos espera, porque sí, porque me lo merezco, porque me da la gana, porque trabajaré por ello, porque según los Mayas es el fin del mundo, porque me toca, porque no tengo nada mejor que hacer. Aunque esté hablando de esto un mes tarde.

Quizás esa devoción que nos devora por hacernos promesas a nosotros mismos sea la chispa necesaria para despertar del estupor del tiempo perdido, quizás sea el fatalismo de la supervivencia, quizás es que queremos decorar nuestra vida con falsa introspección. Y nos devanamos los sesos en juicios y prejuicios, en la criba de cosas que se esperan de nosotros y las que esperamos nosotros de nosotros mismos y los demás, en insistir en encender sentimientos bonitos en la persona que te usa por divertimento, en cumplir metas imposibles con la determinación de querer volar sin alas. Probablemente sea que nuestra mente tiene ínfulas maquiavélicas que florecen en los días de diciembre y poco a poco se ahogan con los vientos de enero. Lo cierto es que este escrito es un despropósito en sí mismo porque quería aparecer con el despertar del año nuevo, pero se quedó sin fuerzas y sin ganas, sólo para ver la luz tarde. Un mes más tarde.

¿O es el despropósito lo que precisamente nos mueve? ¿El empujón necesario para abordar la incertidumbre con el pecho hinchado y a prueba de balas? La retórica sigue siendo la única constante de esas doce campanadas, hoy treinta días lejanas. Un eco que reverbera en el baile de las agujas del reloj, en los pasos que nos mueven del reposo a la acción, en el latido de un corazón que busca un hogar ajeno para descansar. Hoy que se duda hasta de la infalibilidad de la leyes de la física, hoy que le gritamos a los cuatro vientos cualquier nimiedad, hoy que no sabemos nada pero conocemos todo. Hoy, aunque sea un mes tarde.

Welcome

Bienvenido al momento en que finalmente te arriesgaste por algo, después de esperar más tiempo del razonable, sólo para quedarte atascado en un limbo espectacularmente árido. Bienvenido al lugar donde la razón se acuesta a dormir sin avisar, entregándole el control de tus impulsos a un músculo en el que no confías mucho. Bienvenido al viaje para el que tienes más equipaje del permitido y ni la más mínima idea del destino, o medio de transporte. Bienvenida la sensación de unas lágrimas que se hacen inquilinas del breve espacio entre la nariz y los ojos, sólo para no salir y acampar allí indefinidamente.

Bienvenidas las respuestas merecidas, y no las buscadas incansablemente en cada cambio de expresión, en el imposible latido de una mirada, en el descubrimiento de una manera de caminar, en las palabras que no saboreamos. Bienvenida la espontaneidad recientemente descubierta, a costa del sacrificio de mantener la compostura y buenas costumbres. Bienvenido a los días en que el frío detrás de la ventana te cuestiona constantemente sobre las razones de tus movimientos y la escogencia de guardarropa. Bienvenidas las listas interminables de cosas por hacer, las conversaciones con objetos y personas inanimadas, las responsabilidades relegadas por la incompetencia de otros.

Bienvenidos sean los verdugos del tiempo libre, los capellanes de la conciencia, las azafatas del mal humor, los vigilantes de aquél lugar del mapa que no conocías todavía. Bienvenida sea la tentación de desaparecer detrás de unas gafas oscuras y caminar invisible por un océano de rostros blandos. Bienvenida la tersa bocanada blanca que me abraza el pecho, suplantando con calor la huella de manos frías. Bienvenida la estela de notas largas que se pierden en la noche sin otros cómplices que mis oídos.

Bienvenido el juicio y decreto de guerra a muerte de una página en blanco, a falta de la fuerza para gritar palabras al viento y esperar el veredicto de una transgresión que sólo sé yo que cometí. Bienvenida la incertidumbre.

Sean todos bienvenidos.

Una mujer desnuda y al sol.

Una mujer desnuda y al sol adorna una ventana. Los rayos de las cuatro de la tarde se cuelan por el ventanal bañándola toda, abrazándola toda. Sentada está, plácida, en una tumbona, esperando a que su cuerpo le avise que ha llegado el momento de darle los cariños del sol también a su espalda. Su piel se deja querer a plenitud por el astro rey. Se le nota en el rostro, que apenas se deja entrever por el brillo de su cuerpo dorado, el paroxismo del placer de saberse amada por una estrella.

No se da cuenta todavía de mi presencia al otro lado de la calle, observándola desde la acera. Mi mirada tampoco es de aquellas que se delata lasciva. Mi mirada es la de un caminante distraído que decidió elevar su vista al cielo para encontrarse con una odalisca de Ingres, viva y en el primer piso de un edificio anónimo. Mi mirada es de admiración a sus formas austeras, a la declaración de libertad de sus desnudez, al sol que despierta cada intersticio de su cuerpo.

Jean Auguste Dominique Ingres – Grande Odalisque

Sigo inmóvil en mi estudio, olvidando por un instante las razones que me llevaron a tomar el camino que me regaló aquella visión, como una cámara oscura que sólo con tiempo y luz inmortaliza una imagen en una fotografía. Ella se estremece de repente, quizás conciente de mi voyeurismo recatado, quizás porque llegó ese momento inevitable de premiar a su espalda con luz. Se sienta ahora y pasa lentamente su mano derecha por sus cabellos, revelando en ellos un color violáceo intenso, artificial, hasta ahora escondido en la inundación solar en la que se baña. Abre los ojos —por fin— y esos ojos se encuentran con mis ojos, y con una sonrisa leve me hace partícipe de su impudicia, absolviéndome de todo pecado, para luego perderse en la penumbra de su apartamento a contraluz. Yo en ese momento recordé la trivialidad de mi excusa para salir de casa y continué caminando, celebrando el premio de haber querido ver al cielo en vez de seguir perdido en mis propios pasos.

Wanderlust.

Para ti las calles tienen fecha de vencimiento. Son como esas prendas de vestir baratas que se encogen con tres lavadas. Hay que descartarlas y buscar unas nuevas, holgadas y frescas. A veces, sólo a veces, solo, a veces, me pregunto si no es la gente que se te hace pequeña o eres tú la que crece exponencialmente en alma hasta sentirte asfixiada por la cercanía de otros. Pero después recuerdo que no te conozco realmente y todo lo que digan serán proyecciones mías en paredes blancas, en rostros que no están ahí realmente. Quizás es que sencillamente estoy hablando de mí hablando de ti mientras hablas de mí, o algo así.

Igual imagino tus ojos adaptándose a la intensidad y tono de luces nuevas —aunque no existas— al salir de un aeropuerto, o una estación de trenes, y pisas fuerte y decididamente una acera virgen, declarando tu independencia de los códigos postales y las aduanas. Y en esa mirada hay hambre y lujuria de caminos nuevos, de olores brillantes, de sabores afilados que hieren como espadas y dejan cicatrices en la memoria que no descansa.

Pienso en mí pensando en ti pensando en mí y pienso en todos los pedacitos de mi alma que se han ido quedando rezagados en un café de Montmartre, en un club de jazz de Greenwich Village, en una acera de Alexanderplatz, en alguna escalera de la Galleria degli Uffizi, en todas las manos por donde ha pasado mi identificación en los puntos de inmigración aeroportuaria, y me doy cuenta que aunque estoy incompleto hoy mi alma fracturada necesita para ser feliz prescindir de otra página de su —espero— eterno pasaporte.