HIde and Seek

Estoy cansado de ser el escaparate de tus inseguridades, la llamada para tu dosis semanal de autoestima, ese cuartico a control remoto donde te refugias a esperar que pasen las tormentas. Y me escondo, me escondo de ti, de todo lo que una vez dijiste. Me escondo con toda la valentía que requiere ser un cobarde en tu presencia.

Siempre has estado corriendo, huyendo a paso firme; de todo, de todos, de ti. De mí especialmente. Me había aferrado por años a esa carrera de resistencia que le tienes a la paciencia de la gente, a esa prueba constante de fidelidad y atención, pensando en que iba a tener más aguante que tú. Que, como un buen fondista, me mantendría a flote entre los demás, sólo para dar la última carrera y finalmente alcanzarte, a pesar de que mi condición física y adicción a la nicotina son contraproducentes para el ejercicio. Cada zancada, cada vista en tu retrovisor, te acercaba a otros, pero yo era el murmullo constante detrás de tus pasos. Y cada metro ganado por mí encerraba un premio, un respiro nuevo para pulmones maltrechos y brisas que aligeraban la carga de mi peso, de mis años de maratonista ciego y enajenado.

Mis labores no se limitaban a delirios persecutorios. También me entrené en el arte de convertir tus miradas pixeladas en manifiestos de intenciones y promesas, en construir castillos con las migajas de tu atención, en inventar la alquimia necesaria para tratar de convertir tus palabras de plomo en granitos de oro.

Pero tú no me pediste nada de esto. Nunca me exigiste devoción. Esa me la inventé yo solito, aferrado a todas las palabras que precisamente no decías. No pude haber escogido una mejor palabra. La devoción inspira fanatismo unidireccional e inmisericorde. Tu falta de culpa al principio no pudo haber quedado más clara cuando decidieron en tu nombre el interponer un mar entre nuestros códigos postales. Pero a mí no me importó. Lo más triste del asunto, o lo imposiblemente cursi del asunto, fue que decidí hacerle oídos sordos a la distancia, a la realidad de que aunque nunca me pediste nada, mi propósito era convertirme en el faro que eventualmente iba alumbrar los pasos de tu regreso.

Sin descanso fui, hasta no hace mucho, un faro insomne y vigilante. Así hubiese barcas nuevas en mi costa, así mi puerto gozara de atenciones diligentes, mi lumbre existía únicamente para un navío fantasma del que sólo quedan historias y leyendas. Hasta que un día, finalmente, decidiste anclarte en mis brazos, fondear brevemente mis labios, dejar tu bandera en el puerto que tanto te había esperado. Pero fui sólo un lugar de paso, una marca más en tu búsqueda de antípodas, la pequeña isla que te ofrecía sustento inacabable para tu carrera eterna y terminaste viendo en tu espejo retrovisor sin pena, sin gloria, sin remordimientos.

Me preguntas qué hiciste. Me pides disculpas vacías como si la única víctima de tu paso intempestivo por mi isla fuese un lámpara o un plato viejo. Te declaras incompetente en conocer la razón de mi evasión, de mi escondite labrado con miedo y rabia. Y ese es precisamente el problema. Ese es el gran elefante rosado en la esquina de la habitación. La verdad ineludible de que todo siempre fue producto de mi imaginación hiperactiva, alimentada por tus medias tintas y tus palabras ambivalentes.

El problema es que tú tenías que saber que premiar mi resistencia con unos besos tímidos no iba a ser tomado como un acto deportivo, como un capricho de vacaciones. Era una promesa, una razón de fiesta, la prueba final de que esperar no es de locos, del que persevera alcanza y todas las estupideces dignas de citas en un libro de autoayuda.

Tiempo después me tocó el papel de hacer de barco y buscar tu faro. Fui recibido con silencios, con un “aquí no ha pasado nada” tatuado en tu frente, e inmediatamente traté de labrar el aire de tu vacío con respuestas, con explicaciones, con motivos secretos. Pero solo me topé con la pared insonora de un cambio de tema, con las excusas absurdas de un “ya hablaremos”, y aunque estaba caminando maniatado a mi propia ejecución tenía que verte a los ojos y darte la última oportunidad de redención, la última oportunidad de una conversación adulta. Pero el silencio pudo más que tú.

Ahora quiero música para crear y destruir mundos, ruidos disonantes que reten mi sanidad mental, melodías azucaradas y notas estridentes.

Tu silencio era promesa y yo me cansé del silencio.

Welcome

Bienvenido al momento en que finalmente te arriesgaste por algo, después de esperar más tiempo del razonable, sólo para quedarte atascado en un limbo espectacularmente árido. Bienvenido al lugar donde la razón se acuesta a dormir sin avisar, entregándole el control de tus impulsos a un músculo en el que no confías mucho. Bienvenido al viaje para el que tienes más equipaje del permitido y ni la más mínima idea del destino, o medio de transporte. Bienvenida la sensación de unas lágrimas que se hacen inquilinas del breve espacio entre la nariz y los ojos, sólo para no salir y acampar allí indefinidamente.

Bienvenidas las respuestas merecidas, y no las buscadas incansablemente en cada cambio de expresión, en el imposible latido de una mirada, en el descubrimiento de una manera de caminar, en las palabras que no saboreamos. Bienvenida la espontaneidad recientemente descubierta, a costa del sacrificio de mantener la compostura y buenas costumbres. Bienvenido a los días en que el frío detrás de la ventana te cuestiona constantemente sobre las razones de tus movimientos y la escogencia de guardarropa. Bienvenidas las listas interminables de cosas por hacer, las conversaciones con objetos y personas inanimadas, las responsabilidades relegadas por la incompetencia de otros.

Bienvenidos sean los verdugos del tiempo libre, los capellanes de la conciencia, las azafatas del mal humor, los vigilantes de aquél lugar del mapa que no conocías todavía. Bienvenida sea la tentación de desaparecer detrás de unas gafas oscuras y caminar invisible por un océano de rostros blandos. Bienvenida la tersa bocanada blanca que me abraza el pecho, suplantando con calor la huella de manos frías. Bienvenida la estela de notas largas que se pierden en la noche sin otros cómplices que mis oídos.

Bienvenido el juicio y decreto de guerra a muerte de una página en blanco, a falta de la fuerza para gritar palabras al viento y esperar el veredicto de una transgresión que sólo sé yo que cometí. Bienvenida la incertidumbre.

Sean todos bienvenidos.

Directed by Alan Smithee

Basta que haya una bebida alcohólica de por medio (o cualquier otro brebaje carbonatado o dulce) para que dos amigos decidan “filosofar” sobre la vida. Hay una necesidad imperiosa de analizar andanzas y decisiones, deconstruir eventos y replantear escenarios sólo porque el breve espacio entre un sorbo de líquido o una calada de cigarrillo nos regala una lucidez que aparentemente decide hacerse la pendeja durante el transcurso de nuestros días. Siempre encontramos la frase que se quedó dormida, el beso que nos callamos, la confrontación no construida, el tiempo que se fue de viaje, detrás de una conversación con un amigo. Pero los ejemplos se acaban, las historias se repiten, las metáforas dejan atrás las formas inspiradas cuando dos personas que tienen casi un cuarto de siglo conociéndose empiezan a hablar del amor (o su ausencia para efectos de este ensayo), sólo cambian los nombres (a veces), las fechas (irremediables) y los lugares (depende de los casos).

Mi amigo es el ser humano más cursi, enamoradizo y empalagoso a vox populi que tengo el placer de conocer (aunque a veces temo hablar con él al pensar que una manada de hormigas asesinas aparecerá de la nada dispuestas a comernos vivos producto de las cantidades industriales de azúcar que generan sus descripciones sentimentales) y yo no puedo ser más diferente, por supuesto dentro de los límites de lo razonable. Sin embargo, creo es esa la razón por la que equilibramos nuestros puntos de vista y siempre, irremediablemente, siempre terminamos hablando del corazón. Y fue en mi afán de ilustrar para mi interlocutor la actualidad de mi accidentada vida sentimental que la musa inconstante de la lucidez decidió hacer acto de presencia.

—Tú y yo no somos tan diferentes —empecé por decir, adquiriendo postura de entrevistado en un sillón de la terraza de mi casa—. El asunto es que tú… Sí. Tú. Y no me jodas que ahora me toca hablar a mí —logré atajar sus argumentos defensivos a tiempo—. Tú eres como el anuncio de neón de un motel —y pausé dramáticamente para inundar mis pulmones de humo—. Andas brillando día, noche y sin remordimientos, anunciándole al mundo tus intenciones y ofertas. En cambio yo soy un tipo discreto, y no me vengas con el: “tú no eres discreto, tú lo que eres es lento”; déjame terminar. Yo también me invento la película. Yo me escribo un guión digno de chick flick, me busco a la actriz perfecta que protagonizará a mi lado la película, la dirijo en mi mente, ruedo en locaciones de ensueño, edito con paciencia situaciones y mis palabras por el bien del guión (que por supuesto es magistral), hasta musicalizo concienzudamente cada escena para no perder nunca la atmósfera y estreno el largometraje, con bombos y platillos, dejándola en cartelera por varios meses, con su campaña publicitaria incluida, para mantener la esperanza de que la protagonista del momento vea el potencial de Oscar que yo le veo a mi ópera siempre prima y sucumba a mis brazos, como en mi guión —aquí la cara de mi amigo era de: “este pana está loco o borracho”, pero seguí con mi monólogo—. El problema es que la peliculita es un fracaso rotundo y estrepitoso, siempre, y siempre por culpa mía. Y yo por supuesto nunca reconozco mi culpa en el asunto —y adquiero pose y tono pedagógico—. ¿Sabes quien es el director Alan Smithee? Bueno, ese señor que no existe era un seudónimo que usaba el Directors Guild of America para las películas de las que reniegan sus creadores, porque TODAS las películas debían tener un director, así fuese de mentira, por malas que fuesen. Y tú dirás a qué viene todas estas estupideces que estoy diciendo. Es que todas mis películas amorosas fueron dirigidas por Alan Smithee.

Después de esa conversación y la epifanía subsiguiente, decidí que de ahora en adelante y para mantener mi integridad creativa sólo me voy a inventar el trailer de la película, para asegurar una buena financiación y realmente hacer el largometraje que quiero hacer, y poder decir Directed by Saul Rojas Blonval. Así sea sólo en mi mente.

La espera.

Frente a mi casa un hombre espera. Espera y ha esperado no sé cuanto tiempo, no sé qué, a quién. Lo veo cuando mis días deciden pasearse frente a su espera, y siempre está allí, sentado en un banquillo de lona y tubos, vestido a medio camino entre otoño e invierno, con un fiel perro fiel —dos veces fiel porque el can espera con su amo y por su amo—. No tiene cartel que anuncie una tragedia familiar, una enfermedad incurable, o la pérdida de su pasaporte y su dinero a manos del hampa común, tampoco adorna su campamento de un metro cuadrado con un recipiente para monedas, ni la funda de un instrumento desvencijado o la suciedad que acompaña el final de una comida. No me mira cuando cruzo su siempre fija línea de visión, no mira a nadie, permanece inamovible y mudo, como si concederle atención a nuestra presencia fuese a manifestar inevitablemente su miseria, o ponerle fin a su misteriosa e imperiosa espera. Un Buda mudo y caucásico, y me aventuro a decir que de carne y hueso porque lo he visto pestañear de vez en cuando. Me intriga su espera, su resoluta decisión de permanecer sentado en el banquillo, como un acusado que se sabe culpable de un juicio invisible. Me intriga que decida concentrar toda su atención en el supermercado de enfrente y no en la calle que niega de espaldas, y a veces pienso que es un sociólogo frustrado que dedica sus horas a estudiar los hábitos de consumo de los vecinos de la cuadra y del transeúnte casual, que es un cliente quisquilloso que necesita corroborar la frescura de los alimentos que pretende comprar al estar presente a la llegada de los mismos, que está haciendo tiempo cómodamente mientras su mujer completa su jornada laboral, que espera por alguien que entró a ese supermercado infinito y parece no salir nunca. Y hoy lo observo esperar en un día caluroso de junio y él sigue con su vestimenta de treinta de noviembre, tal vez esperando por el nuevo otoño, tal vez que en su espera marmórea se hace inmune a los desaires y caprichos del clima, tal vez no es de carne y hueso sino de bronce como las efigies del Buda al que tanto se parece, tal vez se enamoró del concubinato entre las sombras de los árboles y los edificios que sumergen mi calle en una frescura perenne. Y me invento todas sus razones para creer que esperar no es de locos, que la vigilia y la calma no es una batalla perdida, que la mudez premeditada es más estridente que las palabras vacías. Y también invento mis razones por que yo ya le cogí el gustito a la espera.

¿Qué hago ahora contigo?

Aparentemente el requisito indispensable para hilvanar un párrafo decente es la falta de sueño. Basta posar la cabeza en la almohada para ser asaltado por ideas inconclusas, por palabras que no encontraron el valor de hablar en voz alta durante el horario de oficina. Atrás quedaron los miedos a la oscuridad, a duendes cabrones con vocación de carnicero y a la muerte súbita. Ahora en la oscuridad vive el miedo a la irrelevancia, a no tener las credenciales que tu boca predica, al escrutinio de tus congéneres, a listas de cosas por hacer versus cosas hechas. Y es en los minutos de la desnudez existencial del tratar de dormir cuando te das cuenta de que la lista crece diariamente y que estas haciendo poco, o nada, para contener el tsunami de mierda que se avecina. El resultado inevitable de esa inundación es, invariablemente, una noche en vela. Y la vigilia sólo sirve para tres cosas: buscar el amor bajo unas sábanas, hacer trabajo atrasado o escribir.

Hoy me decanto, en contra de mi voluntad, por la tercera, tratando de responderme una de las constantes preguntas que secuestran mis horas.

¿Por qué carajo abrí este blog?

Y la segunda pregunta, necesaria y derivada de la anterior.

¿Es acaso este espacio de letras ocasionales una vitrina de ideas inconexas?

Al principio quise escribir sobre todo y nada, abrir una ventana virtual a historias que nacían principalmente de un exceso de tiempo libre. Luego, con el mejoramiento del oficio y la irrefrenable autocrítica, esas historias se hicieron esporádicas, quizás por medio a la crítica, quizás para guardarlas para medios más “serios”. Después para rescatar al blog de la inactividad decidí escribir un poco más sobre mis días y viajes, a ver si de esa manera lograba, al menos, la constancia semanal, pero mis días se hicieron aburridos y mis viajes se quedaron en planes. Posteriormente exploré narraciones más personales, pero sin quebrantar una regla autoimpuesta de no ventilar todos los intersticios de mi mente, esto dio como resultado algún post válido e inofensivo. Últimamente me fui por el camino del relato hecho con premeditación para el blog, pero a pesar de tener algunas historias pensadas las palabras simplemente no llegan a tener la mínima consistencia requerida para someterlos a las penurias de la lectura. Ha sido sin duda un camino de ensayo y error, a la evidencia me remito. Hoy siento que hay tanto que decir en este espacio que tiene casi cuatro años y apenas está aprendiendo a hablar. Al parecer este hijo mío tiene problemas de aprendizaje.

Entonces esta noche/mañana le pregunto a unos pixeles, con miras a encaminar a este niño a la iluminación: ¿Qué hago ahora con esto? ¿Declaro que falleció cristianamente o sigo dando tumbos sin pedir permiso ni dar explicaciones?

Al menos de esta sarta de sandeces salió un post gratis, el exorcismo de algunas palabras y el recuerdo de una de mis canciones favoritas.

Medidas desesperadas.

Querido Niño Jesús, San Nicolás, Melchor, Gaspar, Baltazar o cualquiera que se encargue de estos asuntos:

Te escribo como último recurso desde mi desesperación. Perdona por la negligencia para con tu labor durante lo últimas 16 navidades, pero desde que me enteré que los regalos que me esperaban en las mañanas del 25 de diciembre eran obra de mis padres me parece una pérdida de tiempo recurrir a ésta pantomima epistolar, cuando sólo tenía que anunciar a viva voz lo que quería, con suficiente antelación y sentido común. Pero esta situación requiere soluciones divinas e inmediatas.

Mi nombre es Juan Ernesto y por razones ajenas a mi voluntad he estado compartiendo habitación con mi hermano mayor Saul durante un viaje navideño, que hace apenas 4 días empezó y ya se perfila eterno. Tengo al menos 8 años que no comparto residencia con él, salvo la ocasional visita o periplo familiar, y realmente no había estado conciente de la condición que le aflige, o al menos no me había sentido directamente afectado. Hasta ahora.

Mi hermano ronca al dormir. Y no es un simple ronquido tímido, de esos que nos invaden a las personas normales cuando dormimos muy profundamente y perdemos el control motriz de la mandíbula. NO. Ojala fuese un sonido esporádico, producto del cansancio del día o de alguna cerveza de más. Pero una vez más, NO. Sus ronquidos son su inevitable respuesta corporal a la pregunta del dormir, aparecen apenas pierde la conciencia –que es alarmantemente rápido– y cesan sólo al recuperarla. No hay posición que valga para él, ni artificios que existan para mí que eliminen el incesante martilleo de su garganta de mis noches sufridas y por sufrir en este viaje.

Sé que me precede una reputación de exagerar las cosas que me disgustan, sobre todo cuando se trata de mi hermano, pero no lo hago de mala fe, lo hago por su bien. Pero esto no es exageración bajo ningún concepto, esto es digno de estudios científicos y de la posible intervención de un exorcista, hay que descartar todas las posibilidades. He intentado poner en palabras una descripción del sonido que sale de su garganta poseída y la analogía más certera que se me ocurre es: un tren de vapor con ruedas dentadas y desbocado sobre unos rieles explosivos mientras es pilotado por un grupo de osos hambrientos en persecución de una manada de gallinas que cantan a capella y desafinadas alguna ópera de Wagner. Sonido infernal por decir menos, preferiría oír obligado cualquiera de los discos de esa música de locos que tanto le gustan a mi hermano con tal de no tener que dormir cerca de él.

Yo sé que por estas fechas tendría que preocuparme por los más necesitados, pedirte –o pedirles, porque todavía no sé a quién me dirijo– los típicos deseos de una Miss Venezuela: paz mundial, comida y salud para todos los seres humanos y mucho pero mucho amor, pero hoy me declaro absolutamente egoísta, necesito dormir bien, al menos 6 horas seguidas, no pido mucho la verdad, sólo que alguien me devuelva el descanso que la garganta de mi hermano me está robando a mano armada desde hace 4 días.

Si puedes poner manos a la obra con esto lo más pronto posible te lo agradeceré infinitamente pagándote una promesa, puedo hacer lo que sea en tu nombre, desde mandarte a hacer misas, hacer el camino de Santiago de rodillas, correr un maratón vestido con una túnica morada y una corona de espinas, o montar un comedor solidario para gente pobre, lo que tú quieras, sólo asegúrate de manifestarte de alguna manera para saber quién será el beneficiario de mi agradecimiento. Por lo pronto trataré de no asesinar a mi hermano mientras duerme para solucionar esto rápidamente. Se me están acabando las ideas.

Atentamente y de antemano agradecido por tu pronta intervención.

Juan Ernesto

En busca de los pasos perdidos.

Vuelvo un poco tarde a esta quincalla de palabras y pasos perdidos. Los meses de negligencia para con este lugar se han traducido en tiempo dedicado a otros menesteres que pronto, espero, rindan sus frutos. Me puedo excusar con la frase preferida de nuestra generación: “no he tenido tiempo”, pero eventualmente este pez moriría por la boca. Tiempo he tenido, de sobra. Si de algo puedo culpar al señor Chronos es de regalarme demasiadas historias que todavía no sé traducir a este formato.

Entre las muchas historias que pasaron por mí, la que hoy decide salir es mi reencuentro con el génesis de casi todas las que he vivido, la biblioteca de mi casa.

Podrán decir que es un poco romántico querer hablar de una construcción de madera donde descansan centenares de volúmenes inconexos en diferentes estados de cuidado, como si ese humilde espacio fuese una analogía en cuerpo presente a la vasta y eterna Biblioteca de Babel de Borges, pero la idea no es analizar el contenido de dicho objeto, sino el concepto de lo que ese lugar representó y representa para mí. Eso si es, debo admitir, un poco romántico.

Empecé a leer por intereses mercantilistas, como mencioné alguna vez en este blog. De niño era un coleccionista patológico de cosas inútiles, y por supuesto todo hobby de coleccionar viene acompañado de una fascinación un poco malsana por el dinero –necesario para alimentar la enfermedad– que a mi tierna edad mi papá encontraba un poco preocupante. En ese momento mi madre se convierte en mi primera alcahueta intelectual, se le ocurre la brillante idea de ofrecerme una módica suma de dinero por cada novela que lea, idea por demás genial al ocuparse de las necesidades banales y culturales de su hijo con una sencilla transacción. La única condición era hacer un relato pormenorizado de lo leído. Hasta el momento mi contacto con los libros había sido esporádico y principalmente a través de su voz cuando leía para ponernos a dormir, cosa que siempre lograba con mi hermano, pero nunca conmigo.

Tenía entonces 10 años cuando recibí mi primera mesada literaria. Ella había escogido una novela de Julio Verne para mantener mi atención a prueba, y al cabo de una semana yo recogía los frutos de mi trabajo al recitar toda la historia leída al son de la preparación de un almuerzo, un día cualquiera. El botín no tardó en convertirse en un paquete de cromos de béisbol, y al ver que podía prescindir de las artimañas capitalistas que regularmente llevaba a cabo en el patio de recreos del colegio (vendía canicas, juguetes pasados de moda, hasta dibujos para colorear) decidí enfocar mis esfuerzos a convertirme en un mercenario de las letras, oficio no menos honesto que el de buhonero infantil, pero infinitamente mejor para la actividad neuronal.

Ya tenía el motivo para leer, sólo faltaba el qué leer. Mi madre mantuvo su intervencionismo temático recomendándome más novelas de Verne y comprando otros clásicos en la misma vena aventurera, libros entretenidos, con ilustraciones esporádicas, las necesarias para no agobiarme con el laberinto de letras al que todos los niños temen. Luego quedó de mi parte aumentar el catálogo de lectura, y el mejor lugar que conocía era la biblioteca de mi casa. Allí empezó el romance. Había encontrado mi santuario, al fin, siempre estuvo en mis narices, aquella pequeña habitación al lado de la cocina donde no había juguetes, donde más de una vez pagué la sentencia de un castigo, aislando del Nintendo y los G.I. Joes. Ahora esa habitación se había convertido en el lugar más interesante de mi casa. Pasaba horas revisando los libros, ordenaba la numeración de las colecciones –esas que se compraban a precio de gallina flaca con el periódico de los domingos–, investigaba los nombres de los autores en la enciclopedia y si la información todavía era muy críptica recurría entonces a la sabiduría de mis padres. Estaba en la cacería de títulos interesantes, de historias que siempre había oído pero que no conocía de verdad, buscaba libros que me hablasen de mundos y épocas nuevas, quería sentir que ese tiempo que invertía en palabras, además de convertirse en dinero fácil, fuese tiempo invertido en vidas, hazañas, aventuras y experiencias suficientes para mil existencias. Eso sí, nunca sacrifiqué mis juguetes y video juegos, eso también me regalaba el escape que necesitaba para mantener la cordura.

Como buen mercenario siempre negociaba los honorarios con mi madre antes de enfrentarme a cualquier libro, la tasa estaba definida por la cantidad de páginas, el tamaño de la letra y el coste del hobby de turno, esto último cambiaba con la facilidad de un cambio de calcetines. La lectura debía ser siempre en los límites de lo razonable y sin interferir con mi desempeño académico, no era una opción llegar a casa diciendo que había raspado un examen por haberme perdido en la prosa de R.L. Stevenson o de Rudyard Kipling, eso sencillamente no podía pasar, por más bonito que sonara.

El negocio iba mejor que nunca, cinco años recibiendo un sueldo constante –con los debidos ajustes inflacionarios– haciendo algo que literalmente me quitaba el sueño de felicidad. Era el trabajo deseado por cualquiera. Incluso había conseguido un hobby estable en coleccionar cómics, que mantengo hasta el sol de hoy. Pero un día decidí que cobrarle a mi madre, aunque en realidad hayan sido sumas de dinero irrisorias, por algo que me apasionaba era moralmente reprochable. «Mamá, no me pagues más. No te quiero arruinar porque nunca voy a dejar de leer» le dije una tarde cualquiera y hoy recuerdo esa escena con la solemnidad de la coronación de algún monarca europeo.

Volví a vivir todos esos libros hace unos meses de visita en casa, cuando una noche insomne me llevó a perderme de nuevo en la biblioteca, ahora nueva, ahora más abultada y sabia, en otra casa, pero siempre mi santuario, siempre el lugar donde encuentro vida nueva en cada libro viejo y cada libro recién comprado. Ahora los bibliotecarios somos cuatro, cuando antes eran dos, mi hermano tardó un poco en sucumbir a la lectura, pero eventualmente lo hizo cuando descubrió su propia voz, sus propias razones. Y hoy, en otra noche insomne me encuentro ante mi embrión de biblioteca, la mía, la que me ha permitido el nomadismo de los últimos tres años, la que poco a poco va engordando con volúmenes inconexos, con ediciones de bolsillo, con libros de segunda mano, la que comparte su humilde espacio con las cómics que he ido acumulando por estos lares, la que viajará conmigo a mi próximo destino, la que será el mapa de mis pasos perdidos cuando dentro de diez años esté en mi santuario y recuerde porqué empecé a leer.

Eso si es romántico, sin duda.

Secuestro a mano armada.

Tienes tus días. Ya no eres una presencia constante pero definitivamente tienes tus días. Y apareces entonces, sin anunciarte, secuestrándome a mano armada.

Siempre te creí compañera, amarga e insoslayable, producto de días y sueños irresolutos. Pero eres más, mucho más, que compañera. Rehúyo de ti en esperanza de ordenar las piezas de mi vida dispersa por tu espada y fallo miserablemente, sin pena, sin gloria. Porque eres una batalla campal, sin tregua y a muerte, y si antes me jactaba de vencerte hoy sólo quiero sucumbir en tus brazos, y oír tu silencio arrullándome bajo un manto de estrellas que no puedo ver, pero que sé están ahí.

Me han dicho que no habito el mundo de los vivos por cuestiones relacionadas al tono de mi voz. Que ya no me asombro, que ya no expreso emoción con mis palabras, que mis ojos difícilmente despiertan cuando me hablan, que gesticulo menos que los trazos de óleo de un retrato. Te culpo a ti. Te culpo a ti porque contigo he descubierto todas las cosas que me podían asombrar, porque hablar contigo es no hablar y oír susurros, porque mirarte es cerrar los párpados y dejar abiertos los ojos, es permanecer inmóvil esperándote.

Eres una mujer de moral distraída que ha seducido a hombres mejores que yo. Has inspirado poemas épicos y primerizos, canciones tristes y alegres, has regalado amor, locura y muerte con cada paso desde que la tierra fue inundada de luz y seguirás mucho después del diluvio, mucho después del olvido que seremos.

Antes tus manos me amaban sin dañarme, tu música era dulce, tus palabras sabias, tu encanto eterno, anhelado. Antes tu sola presencia destejía las telarañas de mi mente, enmendaba entuertos, construía caminos por los que transitaba sin miedo y con la frente en alto. Ahora, y ya no antes, una caricia inocente es demoledora por demás, tus palabras estridentes y desafinadas, ahora me envuelves con hilos de acero y destruyes lo que todavía no es.

Pero igual te extraño, a rabiar, a más no poder. Te extraño tanto que no pude escapar de tu tímido susurro para otro clandestino encuentro, incluso sabiendo lo que me esperaba me zafé del vientre cálido que es mi cama para verte, una vez más; para oírte hablar más, aunque grites; para que me toques más, aunque duela; para poder decirte que cada noche al acostarme te deseo mientras espero a tu hermana el sueño, rezando para hacerme invisible ante sus ojos y brillar para los tuyos, aunque sea una vez más.

Tienes tus noches querida insomnio. Ya no eres una presencia constante pero definitivamente tienes tus noches.

Aparece entonces.

No te anuncies.

Secuéstrame con tus manos amadas.