30 libros en 30 días. Día 4, Uno que le gusta a todos menos a usted.

4.  Uno que le gusta a todos menos a usted.

“La divina comedia” de Dante Alighieri.

Empezar diciendo que un libro le gusta a todos me parece un poco difícil. Si “todos” son los miembros de un grupo de lectura o unos amigos que comparten gustos literarios, entonces llegar a un consenso es más factible, pero si algo es particular del mundo de las letras es que hay para todos los gustos. Pude haberme ido por opciones más fáciles, como “Twilight” o “Millenium”, que por su estatus de best sellers pueden ubicarse en esos que les gustan a “todos”, pero no los he leído, ni los leeré y no voy a juzgar a unos libros por su cubierta, ni por sus lectores.

Decidí quedarme con los clásicos, con esos libros que tienes que leer para educar tu criterio literario. Y de esos “intocables” —o de los que he leído de esos, al menos— escogí como víctima a “La divina comedia”.

Siempre he sentido una fascinación controlada por el ocultismo, por el misticismo de raíces judeo-cristianas, por historias de la Edad Media. Cuando tenía 19 años ya tenía algún tiempo oyendo Metal, y esta música, dentro de su gran cantidad de características, usa esas imágenes de ocultismo y terror literario que me gustaban —gustan— tanto. Y aunque sabía que “La divina comedia” era en esencia una historia de amor, me llamaba mucho la atención leer una descripción del infierno tan famosa y referenciada como la de Dante, así tuviera que soportar la cursilería inevitable de la historia principal, recuerden, era un imberbe.

El libro no me gustó, como ya anunció el título de esta entrada. Pasé la mayoría del tiempo embelezado en las notas de pie de página que explicaban la infinidad de personajes históricos que aparecían en cada párrafo de la historia. Además su estructura en verso me desconcertaba, no soy fanático de la poesía y mi predisposición anti-rimas —salvo en canciones— no ayudaba mucho. Si bien las imágenes que encontré en el libro me parecen dignas de disección y estudio, y la travesía de un hombre que cruzó infierno, purgatorio y paraíso por amor, me pareció loable y hermosa, no encontré en esas páginas un mundo al que me pudiese relacionar como lector. Dante no pudo tirar anclas en mi cerebro, quizás por mi edad, quizás mi interés no estaba enraizado en las razones correctas, el punto es que al leer la última palabra del libro no sentí lo que tantos libros que vendrán en esta lista me regalaron y me regalan constantemente.

Para leer con mucha paciencia, preferiblemente ilustrado y sin prejuicios sobre el verso o lo anticuado. Y si les gusta, no piensen menos de mí, tenía 19 años.

30 libros en 30 días: Día 2, Uno que se haya demorado mucho en leer

2. Uno que se haya demorado mucho en leer.

“The Wind-Up Bird Chronicle”de Haruki Murakami.

En esta novela Murakami toma la vida gris de un hombre gris y la voltea de cabeza a partir de un hecho aparentemente tonto, la desaparición de un gato. Por dedicarse a la búsqueda del felino, el protagonista Toru Okada es enfrentado a una serie de situaciones psicodélicas —por falta de un mejor término—, en todos los aspectos de su vida. El autor se pasea por temas tan dispares como la crítica a la cultura de “trabajar en vez de vivir” japonesa, la desconexión social-sentimental de los jóvenes, historias de guerra y tortura, espiritismo sexual, experiencias psicotrópicas y los altos y bajos de una relación de pareja, la mediocridad y el miedo a ser mediocre. Y esa abundancia de temas se traduce inevitablemente en una trama compleja, de leer con pausa y mesura para no perder pistas y detalles, con giros de página inesperados pero adictivos, y una historia que en cada capítulo reta nuestra cordura y la de los que nos rodea. Pero no deja de ser una excelente historia, con un lenguaje parco pero certero, con interminables referencias musicales, con hermosas imágenes surrealistas. Un retrato fiel —aunque muy japonés— del mundo en que vivimos, en fin, un libro que hay que leer.

Entonces se preguntarán: ¿por qué me demoré tanto en leerlo? Al menos como para escogerlo en éste ítem de la lista. La respuesta más fácil: porque estaba deprimido. La respuesta más difícil: que el pobre libro no tuvo la culpa de toparse conmigo en una etapa de cambios drásticos y noches en vela. Trabajos finales del máster, desalojo premeditado de mi casa por deserción de mi compañero de piso, vacaciones involuntarias a Barcelona y un colchón inflable, vivir de okupa en la sala de un piso de unos amigos de Valencia por dos meses, para luego volver a Barna con un tímido proyecto de vida en una ciudad que le estaba dando la bienvenida a un invierno que me jodió la existencia desde el primer día y por cuatro meses más. Y el libro en esas cambiantes mesas de noche —y a veces suelos de noche— fue “The Wind-Up Bird Chronicle”. Con su tono a veces pesimista y patético, con su gran tamaño y letra pequeña, con sus 607 páginas en inglés y mi mente alejada de mis ojos años luz por todo lo que me pasaba, con un verano infernal y luego un invierno maldito, y con una lista que puedo seguir alimentando de cosas que no ayudaron mucho a que me tomase casi cinco meses pasearme por esas 607 páginas.

Para leer en momentos de estabilidad emocional y laboral, o al menos habitacional.

Paternidad Planificada.

La semana pasada fui padre por primera vez. La criatura pesó dos páginas y media, con interlineado 1,5 y letra Times New Roman. Además vino al mundo acompañada de 70 hermanos de otros padres y madres pero compartiendo el mismo vientre, la antología de relatos “Leyendo entre líneas” del Aula de Escritores de Barcelona. No soy fanático de la autopromoción, y los que me conocen saben que a veces me cuesta horrores venderme bien, pero ahora entiendo que ver mi nombre impreso en un libro de verdad representa una validación tremenda del viaje literario que emprendí hace casi tres años desde el exilio, y es razón más que suficiente para gritarlo a los cuatro vientos.

Una experiencia que me ha acercado un poco más a aquellos amigos que inundan su Facebook con millares de fotos de sus hijos –de carne y hueso–, documentando cada mueca, cada nuevo paso, cada vestimenta. Y como aquellos ya no tan nuevos padres hoy quisiera inmortalizar cada expresión, cada paso, si un libro pudiese gesticular o caminar. Lo bueno es que este niño nació hablando, no con voz propia, sino con la de cada nuevo lector que decida adornar su biblioteca con mi hijo y sus 70 hermanos.

Esto de la paternidad literaria me ha gustado tanto que ya ando en búsqueda del hijo nuevo, “para completar la primera parejita”, como le encanta decir a las tías y abuelas de nuevos padres, y llenar la casa con lo que espero sea una interminable camada de palabras mías.

Aquí está una fotografía del crío, con la única mueca que sabrá hacer por el resto de su existencia. Poco expresivo como el padre, pero no menos amado.

1b3f9-portada

Por lo pronto me dedicaré a arrullar al primogénito con “Father and Son” de Cat Stevens, canción obligatoria para cualquier debutante o veterano en materia paternal.

En busca de los pasos perdidos.

Vuelvo un poco tarde a esta quincalla de palabras y pasos perdidos. Los meses de negligencia para con este lugar se han traducido en tiempo dedicado a otros menesteres que pronto, espero, rindan sus frutos. Me puedo excusar con la frase preferida de nuestra generación: “no he tenido tiempo”, pero eventualmente este pez moriría por la boca. Tiempo he tenido, de sobra. Si de algo puedo culpar al señor Chronos es de regalarme demasiadas historias que todavía no sé traducir a este formato.

Entre las muchas historias que pasaron por mí, la que hoy decide salir es mi reencuentro con el génesis de casi todas las que he vivido, la biblioteca de mi casa.

Podrán decir que es un poco romántico querer hablar de una construcción de madera donde descansan centenares de volúmenes inconexos en diferentes estados de cuidado, como si ese humilde espacio fuese una analogía en cuerpo presente a la vasta y eterna Biblioteca de Babel de Borges, pero la idea no es analizar el contenido de dicho objeto, sino el concepto de lo que ese lugar representó y representa para mí. Eso si es, debo admitir, un poco romántico.

Empecé a leer por intereses mercantilistas, como mencioné alguna vez en este blog. De niño era un coleccionista patológico de cosas inútiles, y por supuesto todo hobby de coleccionar viene acompañado de una fascinación un poco malsana por el dinero –necesario para alimentar la enfermedad– que a mi tierna edad mi papá encontraba un poco preocupante. En ese momento mi madre se convierte en mi primera alcahueta intelectual, se le ocurre la brillante idea de ofrecerme una módica suma de dinero por cada novela que lea, idea por demás genial al ocuparse de las necesidades banales y culturales de su hijo con una sencilla transacción. La única condición era hacer un relato pormenorizado de lo leído. Hasta el momento mi contacto con los libros había sido esporádico y principalmente a través de su voz cuando leía para ponernos a dormir, cosa que siempre lograba con mi hermano, pero nunca conmigo.

Tenía entonces 10 años cuando recibí mi primera mesada literaria. Ella había escogido una novela de Julio Verne para mantener mi atención a prueba, y al cabo de una semana yo recogía los frutos de mi trabajo al recitar toda la historia leída al son de la preparación de un almuerzo, un día cualquiera. El botín no tardó en convertirse en un paquete de cromos de béisbol, y al ver que podía prescindir de las artimañas capitalistas que regularmente llevaba a cabo en el patio de recreos del colegio (vendía canicas, juguetes pasados de moda, hasta dibujos para colorear) decidí enfocar mis esfuerzos a convertirme en un mercenario de las letras, oficio no menos honesto que el de buhonero infantil, pero infinitamente mejor para la actividad neuronal.

Ya tenía el motivo para leer, sólo faltaba el qué leer. Mi madre mantuvo su intervencionismo temático recomendándome más novelas de Verne y comprando otros clásicos en la misma vena aventurera, libros entretenidos, con ilustraciones esporádicas, las necesarias para no agobiarme con el laberinto de letras al que todos los niños temen. Luego quedó de mi parte aumentar el catálogo de lectura, y el mejor lugar que conocía era la biblioteca de mi casa. Allí empezó el romance. Había encontrado mi santuario, al fin, siempre estuvo en mis narices, aquella pequeña habitación al lado de la cocina donde no había juguetes, donde más de una vez pagué la sentencia de un castigo, aislando del Nintendo y los G.I. Joes. Ahora esa habitación se había convertido en el lugar más interesante de mi casa. Pasaba horas revisando los libros, ordenaba la numeración de las colecciones –esas que se compraban a precio de gallina flaca con el periódico de los domingos–, investigaba los nombres de los autores en la enciclopedia y si la información todavía era muy críptica recurría entonces a la sabiduría de mis padres. Estaba en la cacería de títulos interesantes, de historias que siempre había oído pero que no conocía de verdad, buscaba libros que me hablasen de mundos y épocas nuevas, quería sentir que ese tiempo que invertía en palabras, además de convertirse en dinero fácil, fuese tiempo invertido en vidas, hazañas, aventuras y experiencias suficientes para mil existencias. Eso sí, nunca sacrifiqué mis juguetes y video juegos, eso también me regalaba el escape que necesitaba para mantener la cordura.

Como buen mercenario siempre negociaba los honorarios con mi madre antes de enfrentarme a cualquier libro, la tasa estaba definida por la cantidad de páginas, el tamaño de la letra y el coste del hobby de turno, esto último cambiaba con la facilidad de un cambio de calcetines. La lectura debía ser siempre en los límites de lo razonable y sin interferir con mi desempeño académico, no era una opción llegar a casa diciendo que había raspado un examen por haberme perdido en la prosa de R.L. Stevenson o de Rudyard Kipling, eso sencillamente no podía pasar, por más bonito que sonara.

El negocio iba mejor que nunca, cinco años recibiendo un sueldo constante –con los debidos ajustes inflacionarios– haciendo algo que literalmente me quitaba el sueño de felicidad. Era el trabajo deseado por cualquiera. Incluso había conseguido un hobby estable en coleccionar cómics, que mantengo hasta el sol de hoy. Pero un día decidí que cobrarle a mi madre, aunque en realidad hayan sido sumas de dinero irrisorias, por algo que me apasionaba era moralmente reprochable. «Mamá, no me pagues más. No te quiero arruinar porque nunca voy a dejar de leer» le dije una tarde cualquiera y hoy recuerdo esa escena con la solemnidad de la coronación de algún monarca europeo.

Volví a vivir todos esos libros hace unos meses de visita en casa, cuando una noche insomne me llevó a perderme de nuevo en la biblioteca, ahora nueva, ahora más abultada y sabia, en otra casa, pero siempre mi santuario, siempre el lugar donde encuentro vida nueva en cada libro viejo y cada libro recién comprado. Ahora los bibliotecarios somos cuatro, cuando antes eran dos, mi hermano tardó un poco en sucumbir a la lectura, pero eventualmente lo hizo cuando descubrió su propia voz, sus propias razones. Y hoy, en otra noche insomne me encuentro ante mi embrión de biblioteca, la mía, la que me ha permitido el nomadismo de los últimos tres años, la que poco a poco va engordando con volúmenes inconexos, con ediciones de bolsillo, con libros de segunda mano, la que comparte su humilde espacio con las cómics que he ido acumulando por estos lares, la que viajará conmigo a mi próximo destino, la que será el mapa de mis pasos perdidos cuando dentro de diez años esté en mi santuario y recuerde porqué empecé a leer.

Eso si es romántico, sin duda.