Vuelvo un poco tarde a esta quincalla de palabras y pasos perdidos. Los meses de negligencia para con este lugar se han traducido en tiempo dedicado a otros menesteres que pronto, espero, rindan sus frutos. Me puedo excusar con la frase preferida de nuestra generación: “no he tenido tiempo”, pero eventualmente este pez moriría por la boca. Tiempo he tenido, de sobra. Si de algo puedo culpar al señor Chronos es de regalarme demasiadas historias que todavía no sé traducir a este formato.
Entre las muchas historias que pasaron por mí, la que hoy decide salir es mi reencuentro con el génesis de casi todas las que he vivido, la biblioteca de mi casa.
Podrán decir que es un poco romántico querer hablar de una construcción de madera donde descansan centenares de volúmenes inconexos en diferentes estados de cuidado, como si ese humilde espacio fuese una analogía en cuerpo presente a la vasta y eterna Biblioteca de Babel de Borges, pero la idea no es analizar el contenido de dicho objeto, sino el concepto de lo que ese lugar representó y representa para mí. Eso si es, debo admitir, un poco romántico.
Empecé a leer por intereses mercantilistas, como mencioné alguna vez en este blog. De niño era un coleccionista patológico de cosas inútiles, y por supuesto todo hobby de coleccionar viene acompañado de una fascinación un poco malsana por el dinero –necesario para alimentar la enfermedad– que a mi tierna edad mi papá encontraba un poco preocupante. En ese momento mi madre se convierte en mi primera alcahueta intelectual, se le ocurre la brillante idea de ofrecerme una módica suma de dinero por cada novela que lea, idea por demás genial al ocuparse de las necesidades banales y culturales de su hijo con una sencilla transacción. La única condición era hacer un relato pormenorizado de lo leído. Hasta el momento mi contacto con los libros había sido esporádico y principalmente a través de su voz cuando leía para ponernos a dormir, cosa que siempre lograba con mi hermano, pero nunca conmigo.
Tenía entonces 10 años cuando recibí mi primera mesada literaria. Ella había escogido una novela de Julio Verne para mantener mi atención a prueba, y al cabo de una semana yo recogía los frutos de mi trabajo al recitar toda la historia leída al son de la preparación de un almuerzo, un día cualquiera. El botín no tardó en convertirse en un paquete de cromos de béisbol, y al ver que podía prescindir de las artimañas capitalistas que regularmente llevaba a cabo en el patio de recreos del colegio (vendía canicas, juguetes pasados de moda, hasta dibujos para colorear) decidí enfocar mis esfuerzos a convertirme en un mercenario de las letras, oficio no menos honesto que el de buhonero infantil, pero infinitamente mejor para la actividad neuronal.
Ya tenía el motivo para leer, sólo faltaba el qué leer. Mi madre mantuvo su intervencionismo temático recomendándome más novelas de Verne y comprando otros clásicos en la misma vena aventurera, libros entretenidos, con ilustraciones esporádicas, las necesarias para no agobiarme con el laberinto de letras al que todos los niños temen. Luego quedó de mi parte aumentar el catálogo de lectura, y el mejor lugar que conocía era la biblioteca de mi casa. Allí empezó el romance. Había encontrado mi santuario, al fin, siempre estuvo en mis narices, aquella pequeña habitación al lado de la cocina donde no había juguetes, donde más de una vez pagué la sentencia de un castigo, aislando del Nintendo y los G.I. Joes. Ahora esa habitación se había convertido en el lugar más interesante de mi casa. Pasaba horas revisando los libros, ordenaba la numeración de las colecciones –esas que se compraban a precio de gallina flaca con el periódico de los domingos–, investigaba los nombres de los autores en la enciclopedia y si la información todavía era muy críptica recurría entonces a la sabiduría de mis padres. Estaba en la cacería de títulos interesantes, de historias que siempre había oído pero que no conocía de verdad, buscaba libros que me hablasen de mundos y épocas nuevas, quería sentir que ese tiempo que invertía en palabras, además de convertirse en dinero fácil, fuese tiempo invertido en vidas, hazañas, aventuras y experiencias suficientes para mil existencias. Eso sí, nunca sacrifiqué mis juguetes y video juegos, eso también me regalaba el escape que necesitaba para mantener la cordura.
Como buen mercenario siempre negociaba los honorarios con mi madre antes de enfrentarme a cualquier libro, la tasa estaba definida por la cantidad de páginas, el tamaño de la letra y el coste del hobby de turno, esto último cambiaba con la facilidad de un cambio de calcetines. La lectura debía ser siempre en los límites de lo razonable y sin interferir con mi desempeño académico, no era una opción llegar a casa diciendo que había raspado un examen por haberme perdido en la prosa de R.L. Stevenson o de Rudyard Kipling, eso sencillamente no podía pasar, por más bonito que sonara.
El negocio iba mejor que nunca, cinco años recibiendo un sueldo constante –con los debidos ajustes inflacionarios– haciendo algo que literalmente me quitaba el sueño de felicidad. Era el trabajo deseado por cualquiera. Incluso había conseguido un hobby estable en coleccionar cómics, que mantengo hasta el sol de hoy. Pero un día decidí que cobrarle a mi madre, aunque en realidad hayan sido sumas de dinero irrisorias, por algo que me apasionaba era moralmente reprochable. «Mamá, no me pagues más. No te quiero arruinar porque nunca voy a dejar de leer» le dije una tarde cualquiera y hoy recuerdo esa escena con la solemnidad de la coronación de algún monarca europeo.
Volví a vivir todos esos libros hace unos meses de visita en casa, cuando una noche insomne me llevó a perderme de nuevo en la biblioteca, ahora nueva, ahora más abultada y sabia, en otra casa, pero siempre mi santuario, siempre el lugar donde encuentro vida nueva en cada libro viejo y cada libro recién comprado. Ahora los bibliotecarios somos cuatro, cuando antes eran dos, mi hermano tardó un poco en sucumbir a la lectura, pero eventualmente lo hizo cuando descubrió su propia voz, sus propias razones. Y hoy, en otra noche insomne me encuentro ante mi embrión de biblioteca, la mía, la que me ha permitido el nomadismo de los últimos tres años, la que poco a poco va engordando con volúmenes inconexos, con ediciones de bolsillo, con libros de segunda mano, la que comparte su humilde espacio con las cómics que he ido acumulando por estos lares, la que viajará conmigo a mi próximo destino, la que será el mapa de mis pasos perdidos cuando dentro de diez años esté en mi santuario y recuerde porqué empecé a leer.
Eso si es romántico, sin duda.