Wanderlust.

Para ti las calles tienen fecha de vencimiento. Son como esas prendas de vestir baratas que se encogen con tres lavadas. Hay que descartarlas y buscar unas nuevas, holgadas y frescas. A veces, sólo a veces, solo, a veces, me pregunto si no es la gente que se te hace pequeña o eres tú la que crece exponencialmente en alma hasta sentirte asfixiada por la cercanía de otros. Pero después recuerdo que no te conozco realmente y todo lo que digan serán proyecciones mías en paredes blancas, en rostros que no están ahí realmente. Quizás es que sencillamente estoy hablando de mí hablando de ti mientras hablas de mí, o algo así.

Igual imagino tus ojos adaptándose a la intensidad y tono de luces nuevas —aunque no existas— al salir de un aeropuerto, o una estación de trenes, y pisas fuerte y decididamente una acera virgen, declarando tu independencia de los códigos postales y las aduanas. Y en esa mirada hay hambre y lujuria de caminos nuevos, de olores brillantes, de sabores afilados que hieren como espadas y dejan cicatrices en la memoria que no descansa.

Pienso en mí pensando en ti pensando en mí y pienso en todos los pedacitos de mi alma que se han ido quedando rezagados en un café de Montmartre, en un club de jazz de Greenwich Village, en una acera de Alexanderplatz, en alguna escalera de la Galleria degli Uffizi, en todas las manos por donde ha pasado mi identificación en los puntos de inmigración aeroportuaria, y me doy cuenta que aunque estoy incompleto hoy mi alma fracturada necesita para ser feliz prescindir de otra página de su —espero— eterno pasaporte.