Y allí estaba ella. Nos separaban al menos 10 metros y podía ver sus ojos, como dos peceras de agua tropical, buscando entre la gente. Yo seguía caminando inadvertidamente hacia su cuerpo y noté ahora un aro que abrazaba la ventana derecha de su nariz y un rayo del color de su mirada colonizando su cabellera. Mientras aprendía ese rostro olvidé el agobio que siempre me asalta al bajarme de un tren, revisar la cartera, el móvil en su lugar, acomodar la maleta para la caminata que seguía y ubicarme en el metro; mis mandamientos de viaje. Era una tarde fría en Madrid, la estación Puerta de Atocha pululante de gente, yo un poco idiotizado después de roncar por tres horas en el tren y caminando sin querer queriendo hacia esa chica que aparentemente esperaba a alguien. Resulta que ese alguien era yo.
Me mira y se sonríe, no pude evitar devolverle el gesto al no sentirme aludido, pero era conmigo el asunto, incluso volteé buscando a otro posible receptor, pero nada, todo el mundo seguía con sus vidas, sus trabajos y sus prisas. Me sigue mirando como buscando indicios de que realmente le prestaba atención y comienza a acercarse. Tan perdido en su rostro estaba que no me dí cuenta del infame chaleco verde con letras blancas que llevaba orgullosa, ya era demasiado tarde, ya la tenía frente a mí, con la cabecita de lado, viéndome con las canicas azules que tenía por ojos y soltando un excesivamente efusivo: “¡Hola! ¿Cómo estás?, ¿Tienes cinco minutos para hablarte de Intermón Oxfam?”.
No me considero una persona amargada o nube negra, si me tengo que definir en pocas palabras usaría adjetivos como cínico, pragmático y realista, pero estoy seguro que hay gente por ahí que piensa que mi falta de efusividad y positivismo raya en el Asperger’s. En fin, dada mi condición proclive a la practicidad emocional la gente excesivamente feliz y efusiva me desconcierta, especialmente si es un desconocido en la calle y más aún si forma parte del grupo de solidarios de alguna ONG. Estos solidarios –como se hacen llamar– hacen voluntariado para Médicos sin Fronteras, Unicef, La Cruz Roja e Intermón Oxfam, entre otras, y se dedican a recorrer las calles más transitadas de ciudades europeas buscando colaboraciones para sus respectivas causas. Me parece muy loable su labor, no quiero poner en duda eso, pero sus técnicas de abordaje y persuasión me incomodan un poco. Te agarran desprevenido e inevitablemente apelan a hacerte sentir culpable por todo lo bien que tienes la vida para convencerte a colaborar monetariamente, al menos es así como me siento yo, razón por la cual recurro a esconderme tras mis gafas de sol, el Ipod y ocasionalmente alguna conversación fantasma por el móvil. Siempre será más fácil para mí evitar el acercamiento que decir que no.
Entonces imagínense la trifecta que me abordaba, una perfecta desconocida, mostrando su dentadura toda con una sonrisa y perteneciente a una de las antes mencionadas organizaciones. Fue mi culpa, dejé a un lado el protocolo que normalmente sigo, la modorra del viaje y la belleza de la cazadora no ayudaron para nada. Nervioso respondí que sí, tenía tiempo para que me contara sobre Intermón, y sin dilación comenzó la metralleta de estadísticas, de comparaciones entre lo mal que se vive en Chad, Tanzania y Mozambique y lo bien que se vive en Madrid, de todo lo que puede ayudar una colaboración mía para que Augusta en Burkina Faso no tenga que caminar 20 kilómetros por agua, que 12 euros al mes no son nada para mí, que eso es apenas seis cervezas en algún bar, pero para ellos es agua potable para 6 meses, ¡imagínate!. Todo esto sin esconder su espectacular sonrisa, sin dejar de atravesarme con sus ojos, jugando con su cabellera corta mientras movía su cabeza como un péndulo, hipnotizándome.
El sentimiento de culpa ya me empezaba a carcomer las entrañas, pensé en amigos que han dejado la comodidad de sus casas para ir a ayudar a niños en Haití o a trabajar en proyectos de superación femenina en Camboya, pensé en sus caras de desaprobación si no ayudaba, y aunque sé que precisamente ellos son los que menos me juzgarían por algo así igual los vi, al lado de esta chica que ahora ponía la cara del “gato con botas” de Shrek. Al mismo tiempo pensé en sacarle a la situación otro tipo de ganancia, como el número telefónico de esos ojos azules, quizás para convencerme de que el acercamiento no había sido sólo motivado por interés monetario, pero no pude, salí de la fábrica sin ese chip de malicia y picardía tropical. Sin darme cuenta ya estaba recitando mi número de cuenta bancaria, mi dirección, grupo sanguíneo, coeficiente intelectual y los poemas que me enseñaron en primaria. Estaba bajo el control absoluto y contundente de una mujer que al ver su faena exitosa me agradeció y salió de la plaza con mi rabo y dos orejas cortadas para su vanagloria ante colegas y amigos. Yo hasta el sol de hoy sigo pagando mensualmente 12 euros para que Augusta en Burkina Faso tenga agua potable. Todavía espero ver esos ojos en alguna calle de Madrid, con una historia como ésta seguramente me gano su número de teléfono sin mucho esfuerzo.
Lo siento, pero cuando la caraja abrio la boca me cague de las risas… excelente como siempre.. keep em coming.PD: El primer Poema de Primaria fue "El Burro Flautista", Todavia lo recuerdo…. Esta fabulilla,salga bien o mal,me ha ocurrido ahorapor casualidad.
Amé este texto…keep blogging!!se te extraña cuando no escribes
Saul que buen Post!!!!A mi me pasa lo mismo con los promotores de ONG, y lo que hago es qu ele s respondo en aleman… jejejejehas vuelto a buscar a la chica de los ojos de aguas tropicales en Madrid???te mando besosPS La pasamos buenisimo ayer…. esta noche te llevo tu par el de tu hermano y un monton de la ultima tanda