El Gabo sí tiene quien le escriba.

La primera vez que oí sobre García Márquez fue durante una de mis cacerías semanales de libros en la biblioteca de mi casa. Creo que fue mi madre la encargada de iluminarme en ese momento, si mal no recuerdo. Tendría doce o trece años, quizás. Ahora que intento ponerlo en papel —o en pantalla, mejor dicho—, veo que este recuento está plagado de dudas, pero hay muy pocas certezas en esta vida, y de la única que no podemos escapar es la que se llevó al Gabo el pasado 17 de abril. Saberlo vivo, aunque ausente de las letras, era razón suficiente para sentir tranquilidad, alivio de que ese dicho: Only the good die young, es una mentira que nos inventamos para justificar los caprichos de la muerte.
Quisiera poder decir con absoluta seguridad que descubrí sus palabras por intervención divina, o que en un momento de lucidez literaria escogí uno de sus tantos libros sin pedir permiso, sin preguntar a nadie, y al leerlo mi vida cambió, pero no fue así. Allí la realidad fue terriblemente aburrida y predecible. El nombre lo había oído infinidad de veces, en conversaciones de adultos en las que tanto insistía participar, en los lomos de sus libros repartidos en nuestra biblioteca, en periódicos y noticieros, pero yo todavía era preso de las aventuras de Verne, Stevenson, Dumas, Salgari, de Tío Tigre y Tío Conejo, de las leyendas pemón, de Asterix y Obelix. Fue entonces, volviendo a esos doce o trece años, que mi madre me habló de Doce cuentos peregrinos y del realismo mágico. Imagino, hoy en día y con treinta años a cuestas, que su explicación sobre el realismo mágico debió haber sido muy adulta, muy literaria, pero muy abstracta para un niño cuya experiencia literaria se limitaba a las novelas de aventuras de siglos pasados. Pero sí recuerdo exactamente cuando comprendí ese concepto tan latinoamericano, tan del Gabo, del mundo mágico que nos rodea: fue con el cuento “La luz es como el agua”, donde dos inocentes hermanos aprovechan los miércoles de cine de sus padres, para navegar en la luz que se derramaba de una lámpara. Mi vida estaba rodeada de fantasía, todavía jugaba feliz por horas con mis juguetes, a los que inventaba historias complicadísimas y —por supuesto— alucinantes, veía comiquitas sin cesar, soñaba despierto cada vez que tenía la oportunidad, había leído ya sobre mundos imposibles y lejanos, pero nunca había pensado en las posibilidades mágicas de la luz y los objetos comunes. Nunca había considerado en que podía haber rostros en la madera de las puertas de mi armario, que eventualmente me podían crecer alas si resultaba ser pariente de algún ángel, o que la noche caía porque el encargado de iluminar el mundo se cansaba y necesitaba dormir como todos nosotros, y no todas eran ideas del Gabo, pero sus letras despertaron en mi otra dimensión de la realidad de la que me alimento constantemente. Incluso hoy todavía paso mi días pensando en constelaciones de estrellas vivas en la espalda de una mujer amada, que es posible hacer un estudio cartográfico profundo de mis sueños, que hay planetas en mis tazas de café, que un paseo por la tarde es lo que hace girar al mundo.
Poco a poco fui metiéndome en ese mundo que sólo podía venir de García Márquez, con los Buendía en Macondo, con el pelo inmortal de Sierva María de Todos los Ángeles, con los ahogados más hermosos del mundo, con vendedores de milagros, con abuelas desalmadas. Visitaba y visito las letras del Gabo cada cierto tiempo, como volviendo a un álbum de fotos que se niega a dejar reemplazar por copias digitales, en donde está tu infancia inmortalizada, la historia de unos días donde éramos todos sonrisas, todos posibilidad. El álbum de fotos donde una vez hicimos un depósito de esperanza a plazo fijo, en donde guardamos un pedacito de nuestros sueños, para reencontrarlos más adelante en el camino, y poder mirar atrás con nostalgia pero sin tristeza.
Con sus palabras logré entender un poco más esa locura indomable que nos plaga a los latinoamericanos, pero que nos hace tan diversos y felices, que ver el mundo con ojos llenos de magia es el mejor remedio contra el tedio de la realidad, que una pequeña piedra gris puede ser lo más interesante del mundo si la vez con detenimiento, que la muerte puede ser burlada y la tragedia no es destino. Las palabras del Gabo era y serán evangelio de muchos, consuelo de unos y vida de otros. Para mí son refugio, mapa y barco de viaje. Son un faro que siempre me llama a casa. Y seguiré diciéndole Gabo, como si lo hubiese conocido, como si me hubiese tomado un café con él, como si me hubiese dado consejos para escribir, porque Gabriel García Márquez era mi amigo, aunque él no lo supiera.

Desde la otra orilla

¿Te acuerdas de hace seis años cuando nos despedimos? Segunda vez en mi vida que pisaba Maiquetía para abordar un avión sin compañía, pero primera vez que te dejaba tanto tiempo. Duré semanas pensando esa despedida: diseñándola, como el arquitecto recién graduado que era; imaginándola, como el come libros que sigo siendo. De mi familia ya tenía despidiéndome años, ya había dejado el nido hacía tiempo, y ese dolor como bien sabes es un tatuaje invisible que llevo en el pecho, indeleble, para toda la vida. De ese dolor no voy a hablarte. Ese dolor se merece otra carta; muchas cartas.

Sabía que después de los abrazos y besos a mis padres y hermano, después de cruzar el control de inmigración, después de ubicar mi puerta de embarque, íbamos a tener tiempo a solas. Allí te iba a jurar el regreso, te iba a pedir que me esperaras, que no cambiaras tan rápidamente como todos los que me rodeaban me advertían una y otra vez. Se burlaban de mi esperanza bobalicona de que el tiempo no cambia nuestra naturaleza sino que la fortalece. No quería tu fidelidad, no podía ser tan iluso, me conformaba con tu lealtad. Pero tu adiós fue duro y monocromático como un muro de piedra, tu adiós estaba vestido de verde en el pasillo de abordaje al avión y me recordó con su interrogatorio militar las razones por las que necesitaba descansar de ti. No dormí en el vuelo a esa tierra desconocida que me esperaba, todavía pensando en ti, memorizando todas las cosas que me habías regalado, enumerando aquellas que esperaba de ti a mi regreso, prometiendo mis aportes para verte bella y altiva otra vez, como te conocí y recuerdo, para verte mía de nuevo y para siempre, si me lo permitías, buscando en las nubes sobre el atlántico el consuelo por haberte renunciado por un tiempo, el consuelo de la despedida que me negaste, el consuelo estúpido y egoísta de pretender verte pronto y que me recibieras dos años después con los brazos abiertos, mientras me decías levemente y al oído lo mucho que me amabas.

Lo primero que extrañé de ti fue tu calidez. Yo que me jactaba de mi alta tolerancia al frío, me vi bregando por calor en brazos desconocidos, bajo sábanas y cobijas prestadas, con capas y capas de ropa que nunca me dejaste usar. Después añoré tu sonrisa, tu amabilidad, tu dulce tono de voz. En esta tierra nueva me sentía regañado por mis preguntas, por mis gustos, por las formas nuevas de hacer las cosas, por una idiosincrasia que conocía en el papel pero que mostró su rostro real en muy poco tiempo. Pero me acostumbré, como me malacostumbraste a acostumbrarme. Me habitué para sobrevivir, pero sin sacrificar mi espíritu, mis esperanzas. No era la supervivencia del más fuerte, como empezaste a pregonar años antes de mi partida, era y es la coexistencia, la tolerancia, el entendimiento. Tú me conocías más que nadie, y sabías que yo no nací para pisotear a nadie, que la imposición no trae nada bueno, y criticabas mi pasividad confundiéndola con cobardía. Quizás esa fue otra de las razones para nuestro alejamiento, quizás fue uno de los clavos que usaste para empezar a construir la barricada que hoy quieres que nos separe.

Sin embargo volví momentáneamente a tus brazos más temprano que tarde. Menos de un año había pasado desde mi despedida y tu indiferencia. Decidí no abrir heridas viejas y verte sin expectativas, sin añoranzas. Y volví a disfrutar de tu calor, pero con menos calidez; de tu sonrisa, ahora un poco cansada; de tu amabilidad quizás forzada. Me mostraste el mismo rostro, pero levemente envejecido, resignado a la realidad que poco a poco se iba apoderando de ti en mi ausencia. Me acerqué a ti con cautela, temiendo el dolor de la nueva despedida que se avecinaba, pidiendo poco de ti y mucho de mi para no mostrarme ingrato e insatisfecho, comprendiendo tus razones, respetando tu espacio, tus ideas, reconociéndome un nuevo extraño en una tierra nueva. Aceptando que haberte dejado no me daba mucha moral para pretender que todo siguiera igual, pero nunca perdiendo la esperanza. Eso es lo último que se pierde, y ella se vino de polizonte conmigo en el vuelo de regreso a mi nueva ciudad.

Te he visitado al menos una vez al año desde que nos despedimos aquella vez. Y cada vez eres menos tú. Quizás yo tampoco soy exactamente el mismo de hace seis años, pero tú sabes que sigo siendo yo. Todavía llevo con orgullo aquellas cosas que aprendí a tu lado, viviendo de ti y por ti. Todavía tengo las mismas mañas, todavía sigo trabajando mejor bajo una presión inhumana, todavía sigo trasnochándome sin necesidad, todavía muevo montañas por alguna responsabilidad, todavía le dedico mi vida a mis amigos, incluso a los que trataste con odio y saña y terminaron apartándote de sus vidas. Todavía hablo más de lo que debería, todavía soy adicto al café, todavía digo públicamente que prefiero el frío al calor cuando realmente necesito tu calidez hoy más que nunca. Y sé que tú eres menos tú porque te encargas de hacérmelo notar cada vez que sellan mi pasaporte en la entrada de Maiquetía. Cada vez me recibes con más indiferencia, y no terminas de ignorarme del todo porque en el fondo sabes que me necesitas, o al menos que me extrañas un poco. Cada vez sonríes menos y tu temperamento sufre el delirio constante de bailar en una cuerda floja. Cada vez te veo más arrogante pero menos orgullosa. Cada vez hablas más fuerte diciendo menos. Cada vez tenemos menos cosas en común gracias a ideales prestados y fuera de contexto. Ahora nuestras conversaciones se limitan al mínimo de educación que se espera de un viejo conocido, y probablemente sea yo el artífice de ese poco espacio de dialogo que aún queda entre nosotros.

La última vez que te vi todavía me despedí con esperanzas. Como te dije esa nunca la he perdido. Donde esté siempre busco la musicalidad y cadencia de tu acento. Nunca he podido pasar más de una semana sin añorar los sabores que me enseñaste a apreciar. Recreo tu calor con lo que tenga a la mano, y entro a un lugar y saludo sonriente como te vi hacer siempre. Hablo de ti constantemente, sin rencor, con añoranza de todo lo bella que eras, eres y seguirás siendo en el fondo. Todos mis planes y cambios de dirección postal siempre te tienen presente, nunca olvidan el norte que siempre has sido. ¿Viste que no he perdido la esperanza?

Hoy te escribo desde más de 5.000 kms de distancia. Hoy me llega el eco de un dolor que tiene un mes en llamas, pero que estoy viendo desde que te dejé hace seis años, cada vez más fuerte, cada vez más presente. Hoy por primera vez en mi vida siento que no te conozco, o que no te entiendo como creía. Hoy no sé si mi esperanza aparentemente inagotable de no perderte me ciega para entender tu cambio, tu nueva forma de ser. La separación no me ayuda definitivamente. Estar en la otra orilla lo amplifica todo, lo esconde todo. Lo que sé de ti se lo debo a voces de conocidos y desconocidos que se han dado a la tarea de hablar de ti sin descanso. Porque al igual que yo, ellos también te aman y extrañan. Siempre he sabido que te iba a tener que compartir con millones de almas, todas y cada una con sus formas particulares de amor y devoción, todas con sus razones y ganas. Unas allí, contigo. Otras, como yo, esparcidas por el mundo, hablando de ti y como tú, a cualquiera dispuesto a escuchar, y que aunque una vez decidieron dejarte también te quieren volver a ver sonriente, radiante y plena.

Hoy te veo herida, intolerante, peligrosa y sucia. Y a pesar de todo todavía logra asomarse el rostro que nunca olvidaré, entre el desastre y el griterío. Hoy se cumple un mes de luchas, de llantos, de muertes, de nuevas voces, de desacato, de despertares, pero también un mes de la misma historia de siempre, de círculos viciosos, de demagogia, de dimes y diretes. Hoy se cumple un mes que logró condensar en sólo treinta días los quince años de esa transformación que te he visto sufrir, desde adentro y ahora desde afuera. Hoy te escribo sin poder darte una receta mágica para que vuelvas a ser la de antes, o al menos que no sigas en ese camino que nos aliena a tantos. Hoy te escribo porque no quiero seguir diciendo “al menos” como acabo de decir, o como termino haciendo cada vez que recibo noticas de algo reprochable desde tu orilla. Hoy te escribo porque me dueles más que nunca, pero mi vida me ha llevado por otros lares siempre buscando la forma de regresar a ti por la puerta grande, para cumplir las promesas sordas que te hice hace 6 años al despedirme sin despedida. Hoy te escribo porque tengo un mes pensando en qué decirte y finalmente logré hilar unas oraciones coherentes. Hoy te escribo porque quiero decirte que todavía no pierdo la esperanza, ni en ti ni en las millones de almas con las que te comparto, de que volverás a ser feliz, bella y altiva. Hoy te escribo porque no me queda más remedio que propagar el eco que recibo, y porque quizás con estas palabras otro despierte. Hoy te escribo porque aunque no es fácil tratar de oírte desde la otra orilla, no quiere decir que voy a dejar de intentarlo, ni hoy, ni nunca. Hoy te escribo, Venezuela, y mañana también, y el día después de ese, hasta que no haya más despedidas, hasta que escuches los gritos, hasta que finalmente me digas: Bienvenido.

The Terminal

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Los aeropuertos tienen la mala costumbre de tener amaneceres o atardeceres ominosos, piensa Ramiro, perdido en la concentración que requiere descifrar las actividades que hombres y mujeres —casi hormigas— llevan a cabo afanosamente en la pista de aterrizaje frente a él. Cualquier ser humano en su sano juicio quiere ser recibido en un aeropuerto con cielos imposiblemente azules y despejados, dignos de una película de Disney. Como si la luz del Sol alejara todos los males, los vientos traicioneros y ayudara con toda su buena intención a mantener flotando en el aire al leviatán metálico que estás a punto de abordar para llegar a tu destino. Un consuelo de tontos, pensaba Ramiro, pero por algo los tontos son más felices, tienen menos cosas de que preocuparse.
Hace años, cuando todavía viajaba con sus padres, tomar un avión le causaba un pánico indescriptible. Bueno, sí era descriptible: le sudaban las palmas de las manos, su estomago experimentaba un vacío constante, un puercoespín se alojaba en su cabeza durante el tiempo de vuelo, cerraba los ojos y no paraba de ver escenas del avión en cuestión partiéndose en dos sobre el océano Atlántico y los otros pasajeros saliendo disparados como hojas secas en una ventisca de otoño. También rezaba mucho, todas las oraciones que se sabía eran repetidas como un mantra cada vez que el avión hacía un movimiento medianamente brusco. Hacía promesas vacías que no cumpliría una vez aterrizara y no paraba de ver el recorrido por la ventana, como asegurándose constantemente de que el avión iba por el camino correcto. De pronto un día, en su primer vuelo sin su familia, se dio cuenta que todo ese miedo que sentía en su infancia había desaparecido casi por completo. Todavía sentía respeto por esas máquinas fabulosas cuyo trabajo diario es desafiar a la ley de la gravedad, pero ya no había pánico, no había malestar estomacal, no había visiones horribles de explosiones y caídas libres. Ahora le preocupaba más algún oficial de inmigración con mal humor, no cargar el pasaporte, que su maleta se extraviara en el camino, que algún loco extremista escogiera ese día para demostrar lo mucho que amaba u odiaba algo en nombre de alguien o algo, un cambio imprevisto en el itinerario de vuelo, un retraso, un adelanto, en fin, manifestaciones eminentemente humano-burocráticas del arte de viajar. El miedo, para Ramiro, era como la energía, no se crea ni se destruye, sino que se transforma.
Tenía dos teorías para esa nueva actitud: había madurado repentinamente y aprendido a confiar en la ciencia de la aerodinámica y la aeropropulsión, o —y esta era la más probable—, al viajar solo no empatizaba con el pánico de su madre, que todavía se paralizaba al cruzar el umbral de una aeronave. Para ella la teletransportación es uno de esos avances tecnológicos que está tardando mucho en llegar, así se evitaba las inevitables cuarenta y ocho horas de miedo que venían con cada viaje. Ramiro sabía que ese miedo a volar volvería con la paternidad o la vejez, la que llegase primero, aunque no perdía las esperanzas de que el futuro trajese la teletransportación que su madre tanto añoraba.
Para Ramiro la espera era la parte difícil de viajar. La paciencia no era de sus virtudes, y estaba convencido de que sería un terrible monje tibetano, un mal fotógrafo de aves, un peor profesor de preescolar o cualquier otra carrera que exigiera paciencia en cantidad. Él esperaba y veía a otros seres humanos esperar con él, e imaginaba un caudal inagotable de razones para esas esperas, para esos vuelos por despegar. Una muerte repentina en la familia, las vacaciones para las que ahorraron diez años, las vacaciones que repiten todos los años, el viaje mensual de negocios, el exiliado político, el prófugo de la justicia, los estudios de postgrado, el examen médico a manos de un mejor especialista, la lista de viajes antes de morir, la luna de miel, la escapada romántica con el/la amante, la conexión maldita de catorce horas, la conexión fugaz de treinta minutos, la búsqueda de asilo, el tráfico de drogas, el coleccionista de nacionalidades, el policía encubierto, todos esperan por igual, cada uno absorto en el pasar de su propio tiempo, cada uno con sus razones y Ramiro todavía se aburre. Se aburre porque ya terminó su libro de cabecera, porque tiene poca batería en el móvil y debe guardarlo para una emergencia, porque comprar una revista le parece botar el dinero en esta época de pixeles y señales inalámbricas, porque sabe que las películas del avión ya las vio en el viaje de ida, porque hay un niño que no para de llorar y Ramiro oye ese llanto premonitorio y se lamenta por los infantes viajeros que seguramente plagaran el avión transatlántico.
Sin embargo, en su larga espera, Ramiro presenciaba el paso de otro tiempo, de otra dimensión social, de una mitología que sólo existía dentro de un aeropuerto. Dentro de estos recintos monumentales la persona que espera deja de ser un ciudadano para convertirse en un arquetipo de un personaje de novela. El viajero deja de lado su humanidad para convertirse en las razones de su viaje. Diariamente hay miles de vidas destruidas, salvadas, arregladas, agredidas, exaltadas por un aeropuerto. Aquí no hay indiferencias, no hay control absoluto, el viajero entra a una zona donde el azar aparentemente es rey y eso se ha convertido en parte de nuestro andar como sociedad.
Leyó alguna vez —o quizás oyó decir— que los aeropuertos eran considerados «no-lugares» en ciertos círculos intelectuales. Este nombre le parecía mucho más ominoso que las nubes plomizas que veía desde la ventana donde se entretenía mientras todavía esperaba. Ese prefijo «NO» siempre tan negativo, siempre tan castrante. Ya los aeropuertos tenían suficiente con esa naturaleza tan impredecible, tan volátil (sin querer hacer un chiste de mal gusto), tan compleja, terrible y maravillosa que estaba viendo aparecer ante sus ojos que esperan todavía frente a un ventanal que muestra pero no deja tocar. Ramiro pensaba que quizás era hora de reivindicar a los aeropuertos en su vocación de templos de paso del nuevo mundo, para luchar contra esa mala fama de monstruos del capitalismo y la tecnocracia. Él sabía que no tenía el poder ni los recursos para comenzar dicha campaña, pero al menos podía convencer a un par de amigos que inexplicablemente todavía preferían a los trenes para sus traslados de larga distancia. Ramiro estaba sinceramente impresionado con todas las ideas que esta espera aeroportuaria le estaba regalando. Quizás se podía acostumbrar a no ahogar sus pensamientos con música y literatura, era refrescante eso de pensar por sí mismo de vez en cuando. Y apenas habían pasado quince minutos. Las nubes ominosas permanecían impasibles, este atardecer será largo y profundo, y todavía faltan más de cinco horas para el vuelo a casa.

Message in a bottle

2013-06-09 15.15.55

Las nubes se desangran con violencia y a lo lejos, heridas por el viento y las aves. El cielo tiene ganas de ser mar, de nadar entre matices de azul para escapar del gris que lo empieza a envolver con rapidez. Una fuerza cósmica lo quiere unir todo en una sola franja, para hacer junto al mar y la tierra una bandera triste, que llora y se mece incesante.

El agua invita con su calma, a pesar de que la primavera se disfrazó de invierno. La pareja se descalza para probar las olas, para hundir los pies con cuidado en la arena húmeda, para vivir la soledad absoluta que los rodea. Para tocar el mar por primera vez.

Los dos siguen en silencio, anclados en la arena cada uno a su manera, absortos ambos en el azul profundo que tienen en frente. Comparando la realidad con todas las veces que vieron al océano detrás de una pantalla de televisión. Descifrando el ritmo de las olas, hipnotizados con la espuma espontánea y efervescente. Y no lo saben pero ambos buscan lo mismo con la mirada. Ambos quieren encontrar un mensaje en una botella.

Ella desde pequeña sentía una predilección extraña por historias de piratas y hombres de agua. Soñaba despierta con olas y espuma de mar, islas y buques, palmeras, espadas y arcabuces. Con familias de hombres y mujeres de todos los rincones del planeta, que defendían a sus barcos de madera con más fervor que a su patria. Soñaba con tiempos donde el naufragio era una forma común y digna de morir y un mensaje en una botella era un llamado a la venganza por la muerte que se avecinaba, una confesión de último momento sobre un botín real, un mapa del tesoro y una invitación a la aventura. Ella quería un mensaje en una botella para dejarlo todo y salir huyendo de allí, para tener una razón para no mirar atrás, para justificar sus sueños con un pergamino de varios siglos de antigüedad y vivir lo que quería y no lo que tenía.

Él siempre ha sufrido de aridez a la hora de soñar. Quizás haya sido culpa de crecer en un país sin mar, o que desde pequeño siempre se ha sentido mejor en compañía de números y personas silenciosas. Los lagos de una que otra vacación juvenil no fueron suficientes para despertar su curiosidad por el agua. Para él aprender a nadar era un requisito de la pubertad, un paso más en la lista de cosas que se esperaban de él. Por eso los números y el silencio, porque los números no mienten y el silencio no distrae, los números y el silencio no hacen daño, los números y el silencio ponen la comida en la mesa y te dan tiempo para disfrutarla y hacer la digestión.

Para él un mensaje en una botella era un ejercicio de audacia mental. Era la única solución que él encontraba a no poder imaginarse una estrella de mar, un cangrejo o una fiesta de conchas, corales y fósiles. Le daba curiosidad comprobar que una botella naufraga pudiese aguantar el paso del tiempo y la inclemencia de los elementos.

Habían escogido esa ciudad para su luna de miel dejándose llevar por el romanticismo de vivir muchas primeras veces juntos. La primera salida del país, la primera vez en un avión, la primera vacación matrimonial, la primera vez que veían el mar. Un mar de verdad, no de esos que son lagos grandes que mantienen el nombre de mar por una tradición equivocada. Este mar no tenía límites visibles desde aquella orilla que disfrutaban en silencio, este mar era una máquina del tiempo que les robó la habilidad de hablar y los transportó a una época más simple donde el océano era una curiosidad geográfica de otras latitudes.

Quizás por el miedo de enfrentar finalmente al azul inconmensurable ella y él cambiaron para siempre. Quizás habían adelantado demasiado la boda y unos meses más de convivencia no hubiesen caído mal para fortalecer los lazos, la dependencia, la pasión en la cama y fuera de ella. Quizás ella se dio cuenta en ese momento que un mensaje en una botella podría cambiar el hecho de que mañana iba a tomar el primer barco que saliera del puerto para entregarse definitivamente al mar, para hacer su vida pasada naufragar en el azul que la rodearía y renacer de nuevo del salitre y la espuma. Quizás él se dio cuenta también que ese mensaje cautivo del vidrio y el agua era una llamada, una alarma para despertar del estupor de los números y el silencio, una ratificación de que soñar no es tiempo perdido y que la aritmética no lo resuelve todo.

La pareja se da la vuelta para dejar la bahía. El frío de la lluvia que avanza hacia ellos ya se empieza a sentir en ráfagas húmedas que los obligan a dejar la arena, a terminar con su primera vez frente al mar. El camino al hotel no es largo y están cerca del refugio contra el temporal que se avecina. Siguen en silencio mientras caminan y cada uno le atribuye el mutismo de su contraparte a la impresión de esta primera vez. Ambos se dejan llevar de la mano al hotel por el aroma del salitre y el viento marino. Esa noche no harán el amor y la lluvia que ahora comienza dejará al descubierto una botella verdosa y áspera con un contenido indescifrable. El agua sigue removiendo arena mientras se oye a lo lejos el tilín tilín de la lluvia chocando contra el vidrio viejo. Cae la noche y el mar seguirá allí, siendo mar e historia.

Guerra a muerte

2013-11-05 15.53.11

El problema es que todo comenzó con una lavada de cerebro. Poco a poco él me fue creando la necesidad de competir, de probarme constantemente, de pensar en el futuro medido en movimientos, turnos y estrategias. Su visión en blanco y negro del mundo empezó desde un tablero. Para él no había medias tintas, grises u otros colores, para él era: sí o no, vida o muerte, combate o cobardía. A mi me entretenía, pero no me apasionaba, todavía no.

Algo de mí le incomodaba, al menos así parecía, me di cuenta al poco tiempo de frecuentar su campo de batalla. Por momentos pensé que era mi edad, quizás por que le hacía recordar mejores o peores momentos de su vida. No lo decía; durante nuestros juegos reinaba el silencio. Pero tenía una mirada que lo delataba más allá de la altanería del retador, como un felino que mira cauteloso a su presa, todavía sin saber si debía tenerle miedo y desistir o sorprenderlo y vencer. Siempre a la espera de algo.

Compartimos casi cinco años de guerras imaginarias en su tablero de ajedrez. Estaba hecho todo de madera, tosco, fuerte, sobrio, esencial. Como él, como Atanasio y su silencio al pensar, como su austeridad de movimientos. Amaba al ajedrez más que a la mayoría de los seres humanos y me aceptó como retador al oír por el barrio que eso del ajedrez se me daba suficientemente bien. Tenía más de 80 años y no podía ser muy exquisito a la hora de escoger alguien que lo acompañara en su distracción de las tardes. Me convertí, después de meses de más error que ensayo, en la personificación de sus preferencias a la hora de jugar el ajedrez. Perdón, debo decir combatir, batallar, o cualquier otro verbo bélico. Atanasio siempre decía, que aunque no hubiese sangre en el tablero, el ajedrez no dejaba de ser una guerra a muerte.

Nunca hubo sonrisas, nunca hubo cumplidos por un movimiento inesperado, nunca hubo felicitaciones por una estrategia impecable. El rostro de Atanasio era una lápida de concreto, severo y frío. Por eso sigo convencido, incluso después de tantas décadas, que algo de mí no le gustaba. O quizás era su forma de educar, de formar carácter, temple, de transmitir su dureza y sabiduría del silencio. Todos los ancianos que todavía vivían en el barrio, y que habían nacido a mediados de 1800, eran distantes, rígidos, hombres de campo, de trabajos forzados y otros tiempos. Atanasio por supuesto no hablaba de su vida, no hablaba de más nada que no fuese ajedrez la verdad, pero mi padre me había contado que Atanasio, siendo un joven cadete en el ejército, tuvo un accidente con un mosquete que le truncó su apenas iniciada carrera militar. Ese aire marcial de sus ademanes y forma de hablar —aunque fuese escasa— estaba impregnado de disciplina y dureza.

Indudablemente nuestros enfrentamientos diarios dejaron una huella en mi que no puedo ni quiero esconder. Luché casi cinco años contra Atanasio en un tablero de ajedrez para ganarme su aprobación, para sacarle una sonrisa socarrona al aceptar su derrota después de una jugada magistral de mi parte, para que me agradeciera la compañía, lo que sea. Creo que me hubiese conformado con lo que sea en ese momento. Por eso a veces creo que me lavó el cerebro y ni cuenta me di, haciéndome más fuerte, más independiente, más metódico, y que parte de la cosas buenas que me han salido en estos últimos cincuenta años se las debo a nuestras batallas silenciosas a blanco y negro.

Hoy quizás no sé si logre ese efecto en el chico que viene todas las semanas al parque a retarme. Ahora entiendo a Atanasio y su falta de confianza en la juventud, con sus ropas extrañas, con sus formas de hablar inteligibles, con su falta de respeto a los mayores. Éste se ha comportado bien hasta los momentos, pero tiene un amigo que no deja de rondar nuestro combatir, aunque trato de ignorarlo con la misma marcialidad que le aplicaba Atanasio a los niños que hacían lo mismo hace cincuenta años. Por los momentos aprecio el ejercicio que a mi edad siempre es bienvenido, gracias a este tablero para gigantes, que me hace sentir tan pequeño a veces, aunque mi vejez se haya encargado de recordármelo en otras batallas de mi vida. Creo que el chico ya está listo para un poco de la sabiduría de llevar el pelo blanco, me encargaré de recordarle al terminar que aunque no haya sangre en el tablero, el ajedrez no deja de ser una guerra a muerte.

En primera fila para el último día

2013-08-17 12.58.38

Siempre se había preguntado cómo sería el fin del mundo. Cómo dejaría de existir todo aquello que lo rodeaba. ¿Sufriría? ¿Sentiría cómo el planeta se parte en dos, o explota, o arde o se congela repentinamente? Esa era la única cosa que realmente le preocupaba, cómo sentiría su insignificante cuerpo todo el proceso, porque cuando te enfrentas el fin de los tiempos y todo el mundo se va contigo, eso pone las cosas en perspectiva, suaviza el asunto de la extinción. A parte de sufrir —una de sus peores pesadillas era una muerte violenta—, lo que le gustaba del apocalipsis era que no iba a quedar nadie para cuestionar su potencial perdido, o recordar con ternura sus cualidades como ser humano, o recordar con odio sus defectos e inseguridades. Armagedón y tabula rasa para tutiri mundachi. Él prefería un final express, repentino, sin aviso, sin espacio para falsos arrepentimientos y despedidas cursis. Un final inesperado le daba a todo el mundo la mismas reglas del juego, el beneficio de la espontaneidad, el dramatismo de una vela que se apaga con un viento ominoso. No como aquellos finales previstos por escritores, guionistas y bandas de Death Metal donde nos esperan meses, años y siglos de sufrimientos sistemáticos, plagas, demonios, monstruos, la falta de internet, y el temido cambio climático del que tanto habla Al Gore. And justice for all… como decía el título de su disco favorito de Metallica.

Nunca había vivido de cerca la muerte de un ser querido, o incluso de conocidos, pero sabía por sentido común, por intuición de buen ciudadano y por ser un humano decente, que la estela de dolor que deja una muerte es algo terrible. Él no quiere ser el origen de llantos, de cosas por hacer, de palabras por decir, de proyectos inacabados, de soledades. Entonces, ¿qué había de malo en desear el fin del mundo para cuando él estuviera listo? ¿Por qué no podía entretenerse en diseñar el último capítulo del ensayo de mundo que tenemos? Nadie lo podía evitar, nadie le podía quitar ese privilegio de destructor imaginario de mundos.

Últimamente estaba saliendo con una chica que le hacía olvidar un poco sus ideas apocalípticas. No olvidaba el fin, pero estaba dispuesto a compartirlo con ella. Quizás una explosión solar sería una conclusión poética apropiada. Esperar el big bang de la estrella amarilla desde un muelle donde el mar todavía no se ha enterado del fin inminente. Luego esperar ocho minutos por la inevitable onda expansiva que acompañaría al sol partiéndose en dos —la luz solar tarda ocho minutos en llegar a la tierra. Los ochos minutos más románticos de la historia de la humanidad. Un beso que dura lo que tarde el mundo en desaparecer. El último atardecer y el último beso en primera fila para el último día. Se lo contaría en su próxima cita. Espera que a ella le guste la idea.

El túnel de los sueños olvidados

2013-07-10 14.03.38

Todavía tengo que abrir la ventana para no morir de calor. Al verano se le está olvidando esto de mantener todo demasiado caliente pero el otoño todavía no tiene la confianza para decirle al verano que lo deje trabajar en paz y termine de irse de una vez. Las dimensiones de la ventana y su ubicación dentro de la habitación y el esquema del edificio la convierten en un mero formalismo. Un tributo tímido a las ventanas de verdad, a las que dejan entrar luz de verdad, aire de verdad, vida de verdad. Sin embargo, la pequeña ventana se salva de la mediocridad absoluta porque me regala una ventana al mundo muy peculiar, valga la redundancia y facilismo de los lugares comunes.

A ese mundo he decidido llamarlo el túnel de los sueños olvidados, porque decirle patio de luces es un insulto a los patios y a la luz. Además, lo de túnel de sueños olvidados le confiere un estatus poético, pintoresco, al menos interesante, tolerable. El túnel se alimenta de la poca luz que le regala el día, como un hoyo negro de ladrillo, cemento, moho y manchas de tiempo. Pero en el hoyo negro no habitan los restos de una estrella muerta, sino los pedacitos de vida que se les escapan a los habitantes de este viejo edificio. Y como un buen hoyo negro el tiempo se toma su tiempo cuando pasa por ahí. Todo se hace más lento. Todo se lleva con parsimonia. Los olores. Las voces. El mismo color de luz durante las 12 horas que dura la luz del día —dependiendo de las estaciones—. Al túnel van a parar los sueños de los inquilinos de estos cinco pisos, veintidós apartamentos, más de cuarenta habitaciones.

He oído gritos de niños exigiendo más chocolate y menos comida, conversaciones en inglés durante una fiesta de estudiantes de intercambio, la narración de las hazañas sexuales de un obrero ante sus amigos trabajadores mientras reformaban el piso de arriba, ese mismos obreros que sentían especial predilección por oír música techno muy fuerte, monótona y muy temprano en la mañana. Mi vecina argentina grita “la concha de tu putísima madre” cada vez que algo le sale mal, cuando limpia, cuando cocina, cuando suena su teléfono y ella está al otro lado del piso sentada en un sillón. Es su mantra, su cordón umbilical a la tranquilidad. Seguramente hace yoga. Otros vecinos siguen el cliché de la pareja que se demuestra amor a golpes verbales, el túnel me regala sus conversaciones en sonido Dolby Digital. Él es cubano, ella española, ellos se aman más que a la vida, pero no existe la confianza entre ellos. Un tema recurrente parece ser el móvil de ella: él lo quiere revisar porque no confía en ella, y ella no lo quiere mostrar porque no confía en él. Una historia de amor inmortal. Tengo otros vecinos que han decido entrenar a su hijo para unas futuras olimpíadas, o tienen una jauría de perros mudos que corren constantemente por el piso. Por el túnel puedo oír sus cambios de ritmo, sus tiempos máximo, la solidez de sus pisadas, la velocidad media. Le auguro buenas cosas a ese niño atleta o a esa jauría de perros mudos que tan arduamente entrenan en 60 metros cuadrados. Un caso curioso es el vecino ruso, o admirador obseso —que no deja de ser ruso—, que solamente se dedica a gritarle insultos a su esposa —u objeto de su admiración obsesiva—, desde las áreas comunes del edificio. Recientemente he visto un incremento en los sistemas de seguridad del piso que recibe los insultos, reforzando mi teoría que el gritón eslavo no vive aquí. A veces escucho conversaciones completas entre dos corredores inmobiliarios que se encuentran tres veces a la semana en un piso superior y comparten sus anécdotas sobre sus posibles inquilinos. Uno de ellos reveló que había una especie de secta religiosa interesada por un piso, pero con más habitaciones, y preferiblemente ubicado por aquí, el piso que vieron aquí sería perfecto con dos habitaciones más. Creo que nos salvamos de vecinos en túnicas y ofreciendo sacrificios en ritos paganos.

El túnel sigue regalando historias con la facilidad que se abre un grifo agua. Con esas historias llegan olores de comidas maravillosas, o experimentos culinarios fallidos. También aparece de vez en cuando y de cuando en vez, el sonido tímido de música, de una película, de las noticias, de una vecina amargada que grita porque el ascensor se dañó, otra vez. Y los sueños de los inquilinos vienen al túnel a esconderse de la rutina, de la violencia de los gritos, de los malos olores, de las fiestas, de la risas estridentes.

El túnel todavía es capaz de regalar paz, y en lo profundo de la noche, trato de encontrar un pedacito de cielo nocturno entre los sueños olvidados de mis vecinos y finalmente sólo oigo mi respiración. El túnel se llena con un suspiro que me traiciona y me despido de él hasta mañana. Hasta otras historias y otros sueños.

La invisible brevedad del beso

2013-03-16 05.31.37

La plaza estaba dormida junto con la ciudad que la rodea. Dos latidos acelerados interrumpen el estupor del asfalto desierto. No miran a su alrededor. Son todo desespero, todo manos, todo jadeos. Los latidos se amontonan uno sobre otro, se hacen uno al ritmo del mismo son. No desconfían de lo que los rodea, eso es normal en ellos. Los amantes sufren de esa indolencia de creerse superpoderosos, de creerse por encima del peligro de un beso en medio de la calle, invisibles durante un abrazo en una acera nocturna, impermeables bajo la lluvia, la nieve y el llanto, inmunes a los cambios de temperatura del ambiente, de sus cuerpos y al juicio de espectadores.

El latido único es ahora beso. Los dos cuerpos se funden el uno con el otro, y con la noche, y con la plaza desierta y con los abrigos necesarios para el otoño que muere, y con la luz artificial, y con mi mirada y con las piedras sobre las que descansan sus huellas, que seguramente tienen más historias que América toda. Y siguen invencibles e invisibles mientras beben el uno del otro, indiferentes a todo, indiferentes a mí que me aproximo sin remedio, pero sin ganas de intromisión. Y el beso sigue en construcción, como monumento a una noche pasajera que empezaba sin muchas esperanzas en un bar poco iluminado, o como tributo al haber compartido muchas hojas de calendario y kilómetros de plazas desiertas y transeúntes ofendidos.

Los amantes se dan cuenta de su mortalidad y salen del refugio antibalas de su(s) beso(s). Salen a la superficie a tomar aliento, a recargar energías, a renovar su vigilancia sobre el mundo que los rodea, pero del que no quieren ser parte esta noche sin luna y sin gente. Vuelven con los vivos, más vivos que nunca después de haberse compartido a la intemperie y reparan en mi presencia inminente. Me miran y el tiempo del que huían se detiene. Tratan de conseguir explicación para mi existencia en ese lugar, a esa hora, vestido todo de negro, con paso firme y rápido. Una explicación que los ayude a retomar su invisibilidad, su aura inamovible de seguridad, a esconder el miedo que habían ahogado con su(s) beso(s). Miedo a lo desconocido, miedo al desconocido que soy y que está a punto de pasar junto a ellos. Miedo más a la posibilidad que represento que a mi andar inocente.

Los amantes deshacen su abrazo definitivamente, su monumento temporal a la pasión para prepararse a mi llegada, como los astrónomos que esperan el paso de un cometa desde el lente de un telescopio. Me miran, ya sin miramientos, esperando lo peor, desde el prejuicio, desde el sueño roto del que los saqué con mi caminar trasnochado. Esperando, desconfiados, quizás al hampa común —no tan común por estos lares—, o a un borracho molesto —enfadado, o dispuesto a molestar también—. Pero yo sigo de largo, como era mi intención desde el primer momento, aprovechando el clima del otoño que muere, aprovechando la larga y desolada caminata nocturna a casa, aprovechando besos de extraños para crear historias, aprovechando la poca luz para hacer de posible villano y sacar de su indolencia a los amantes superpoderosos. Y ellos me siguen mirando, sin saber que hacer conmigo y mis pasos, sin saber que hacer con ellos mismos, presas de la incertidumbre, de la súbita realidad de la hora. Y vuelven a construir su monumento de besos para esconderse una vez más de la realidad, de la plaza y la ciudad que duerme a su alrededor, del juicio de espectadores, del peligro de la poca luz, de las posibilidades, razones y consecuencias de ese beso desaforado en medio de la nada. Y yo me pierdo en la esquina que era mi destino y los amantes vuelven a ser invisibles una vez más.

Ensayo sobre las siluetas

2013-04-30 12.02.11

Una silueta que se dibuja a lo lejos es tanto y tan poco a la vez. Es un misterio monocromático y de bordes desdibujados que ocupa todos los espacios y ninguno. Una paradoja, como el gatico de Shrödinger, esperando a decidir qué es para mí, que la veo al final de un pasillo iluminado a contraluz. Hasta su género se esconde con destreza en la incertidumbre de la lejanía y la falta de fotones.

Puede ser un joven leyendo un libro, un señor mayor tratando de descifrar el uso de móvil nuevo, una chica jugando la última tontería de moda en internet, un adolescente esperando una llamada que sabe no va a recibir, una mujer revisando las notas de la clase anterior durante el receso. En esa forma se encierran miles de historias y al acercarme siento que el conocimiento me está robando mundos posibles, finales felices, premios deseados y merecidos, sufrimientos ajenos, risas pasajeras y amores eternos. Me roba los míos y los de ese chico, tal vez señor, quizás mujer, a veces niña.

Me sigo acercando y la silueta empieza a formar parte de este mundo, de este pasillo vacío y muy mal iluminado para las actividades que aquí se llevan a cabo, pero preciosamente dispuesto para una fotografía dramática. Ahora no caben dudas de género, de posición, de distancia. Deja de ser menos posibilidad para ser más “aquí y ahora”, y si no es “ahora” es “dentro unos segundos”. Porque rodeada de luz cualquier historia es hermosa y merece ser contada, así comience con una espera aburrida en algún banco, al final de una pasillo universitario, con la espalda inclinada hacia delante, en posición de salida inminente, de lectura, de reflexión pasajera. Ahora la silueta empieza a contar su propia historia con cada segundo que me acerca a ella. Y hablo de ella cuando quiero decir él, porque la silueta es un él, pero su silueta es ella, siempre será ella. El lenguaje y sus romanticismos.

Paso de largo frente al artista de luz que por estar frente a una ventana me regaló un camino de historias sin saberlo. Él, haciendo algo menos interesante de lo que ella —su silueta— me sugería en la distancia. Yo feliz con lo que logré sacar de este paseo anodino. Ahora veo buen futuro en escarbar historias dentro de la oscuridad con un tímido rayo de luz bien ubicado. Tendré que andar con una linterna de ahora en adelante para no depender del azar para dibujar mis siluetas.

Oswaldo con «W»

2013-06-02 19.11.09-1 2

Revisando las fotos que he recopilado para el blog me topé con una imagen que, quizás por su aura vieja y triste, me recuerda a mi abuelo. Mi abuelo que murió hace menos de una semana y por el cual mi segundo nombre es Oswaldo. Oswaldo con “W”.

No puedo decir que tuve esa relación mágica con mi abuelo que tantos amigos se han jactado de tener alguna vez. Aquél abuelo superhéroe, leyenda en vida por hazañas laborales, sociales, militares o políticas. El abuelo alma de la fiesta, que es invitado a cualquier excusa de reunión porque es imprescindible para pasarla bien. O el abuelo temible, que llegaba repartiendo leyes y disciplina con voz profunda y mirada dura. Mi abuelo era más bien un tipo normal. Un tipo de a pie, reservado, sencillo y un poco, sólo un poco, excéntrico. Pero esa excentricidad le daba un toque de misticismo, indudablemente.

Nunca sabré con certeza por qué fue un hombre de pocas palabras. En sus últimos años indudablemente esto era producto de la edad y la disminución de las facultades, pero por qué antes hablaba poco nunca lo entenderé. Las razones seguramente podrían ser utilizadas para hacer un estudio de personaje para una obra de Chéjov o de Kafka. Siempre he imaginado a mi abuelo como el perfecto protagonista de una historia de uno de esos escritores, con sus rasgos europeos, su altura, su tez blanca y colorada por el sol inclemente de Barinas y su vestimenta siempre igual: una guayabera de color claro, pantalón gris, zapatos de cuero oscuro. Su mirada era inescrutable, y podía ahogarse en la melancolía como podía escudarse en la resignación del silencio sin dar muchas pistas de su estado de ánimo, al menos para mis ojos, que lo vieron alguna vez como un gigante y la última vez como una frágil personita, más pasado que presente. Siempre tuvo esa cualidad pintoresca de los personajes eslavos, e imaginarlo caminando por una calle de San Petersburgo o Praga no era muy difícil. Y como le encantaba eso: caminar. Caminar todos los días como buscando un propósito, como buscando una excusa para no ser un personaje de Chéjov o Kafka y volver a su despacho, lleno de tantas historias diferentes, como queriendo esconder la suya. Todo bajo la mirada de su santísima trinidad atea: Bolívar —el que nos sacó de la barbarie—, Pérez Jiménez —el único presidente que ha servido en este país— y Beethoven —el mejor compositor que existió—.

Ese despacho mereció un estudio forense en su momento de mayor esplendor. La capacidad de mi abuelo de convertir cualquier cosa en un objeto de colección hacía de su despacho un selva de intereses eclécticos y aparentemente disparejos. Radio afición, historia de la Segunda Guerra Mundial, estadística deportiva, propaganda política de la última dictadura, vinilos de música clásica, correspondencia pública y privada de varios miembros de la familia, documentos de estudio de la genealogía del apellido Blonval, fotos con anécdotas de Barinas, periódicos de fechas que él estimaba importantes, y otra infinidad innombrable de cachivaches inclasificables. Hoy sólo queda el espacio vacío de aquella colección de ideas y medios caminos. El tiempo le quitó las ganas de luchar contra su hijo menor y sus ganas de limpiar la casa de cosas “inútiles”. Es ahí que veo a mi abuelo más creación de Kafka y Chéjov que nunca. Luchando contra un tiempo que se le quedó grande o corto, nunca lo sabré. Viendo a través de unas gafas muy grandes, no muy diferentes a las que llevo actualmente, hacia un horizonte que sólo él sabía ubicar con brújulas de historias incompletas.

Tantas cosas he incorporado a mi vida donde hay una huella suya que va a ser difícil que lo olvide nunca. Mi letra molde al escribir, mi predilección por Herbert von Karajan y la filarmónica de Berlín para oír las obras de Beethoven, mi pasión por lo histórico, mis ganas de coleccionarlo y catalogarlo todo, mis gafas grandes y cuadradas que vinieron a ser un homenaje inconsciente a las que siempre usó él. Tantas cosas que se imprimieron en mi alma, en mi identidad, tanta responsabilidad que tuvo al ser mi único abuelo, el otro —el paternal—, se beneficia de la nostalgia y la memoria selectiva de los que partieron trágicamente y antes de tiempo. Oswaldo dejó esta tierra con su historia continuada en muchas personas que llevan su sangre y sus ganas en las venas. Además, su nombre forma parte del mío hasta el día que termine mi historia en esta tierra, eso es difícil de olvidar. Oswaldo con “W”.