Guerra a muerte

2013-11-05 15.53.11

El problema es que todo comenzó con una lavada de cerebro. Poco a poco él me fue creando la necesidad de competir, de probarme constantemente, de pensar en el futuro medido en movimientos, turnos y estrategias. Su visión en blanco y negro del mundo empezó desde un tablero. Para él no había medias tintas, grises u otros colores, para él era: sí o no, vida o muerte, combate o cobardía. A mi me entretenía, pero no me apasionaba, todavía no.

Algo de mí le incomodaba, al menos así parecía, me di cuenta al poco tiempo de frecuentar su campo de batalla. Por momentos pensé que era mi edad, quizás por que le hacía recordar mejores o peores momentos de su vida. No lo decía; durante nuestros juegos reinaba el silencio. Pero tenía una mirada que lo delataba más allá de la altanería del retador, como un felino que mira cauteloso a su presa, todavía sin saber si debía tenerle miedo y desistir o sorprenderlo y vencer. Siempre a la espera de algo.

Compartimos casi cinco años de guerras imaginarias en su tablero de ajedrez. Estaba hecho todo de madera, tosco, fuerte, sobrio, esencial. Como él, como Atanasio y su silencio al pensar, como su austeridad de movimientos. Amaba al ajedrez más que a la mayoría de los seres humanos y me aceptó como retador al oír por el barrio que eso del ajedrez se me daba suficientemente bien. Tenía más de 80 años y no podía ser muy exquisito a la hora de escoger alguien que lo acompañara en su distracción de las tardes. Me convertí, después de meses de más error que ensayo, en la personificación de sus preferencias a la hora de jugar el ajedrez. Perdón, debo decir combatir, batallar, o cualquier otro verbo bélico. Atanasio siempre decía, que aunque no hubiese sangre en el tablero, el ajedrez no dejaba de ser una guerra a muerte.

Nunca hubo sonrisas, nunca hubo cumplidos por un movimiento inesperado, nunca hubo felicitaciones por una estrategia impecable. El rostro de Atanasio era una lápida de concreto, severo y frío. Por eso sigo convencido, incluso después de tantas décadas, que algo de mí no le gustaba. O quizás era su forma de educar, de formar carácter, temple, de transmitir su dureza y sabiduría del silencio. Todos los ancianos que todavía vivían en el barrio, y que habían nacido a mediados de 1800, eran distantes, rígidos, hombres de campo, de trabajos forzados y otros tiempos. Atanasio por supuesto no hablaba de su vida, no hablaba de más nada que no fuese ajedrez la verdad, pero mi padre me había contado que Atanasio, siendo un joven cadete en el ejército, tuvo un accidente con un mosquete que le truncó su apenas iniciada carrera militar. Ese aire marcial de sus ademanes y forma de hablar —aunque fuese escasa— estaba impregnado de disciplina y dureza.

Indudablemente nuestros enfrentamientos diarios dejaron una huella en mi que no puedo ni quiero esconder. Luché casi cinco años contra Atanasio en un tablero de ajedrez para ganarme su aprobación, para sacarle una sonrisa socarrona al aceptar su derrota después de una jugada magistral de mi parte, para que me agradeciera la compañía, lo que sea. Creo que me hubiese conformado con lo que sea en ese momento. Por eso a veces creo que me lavó el cerebro y ni cuenta me di, haciéndome más fuerte, más independiente, más metódico, y que parte de la cosas buenas que me han salido en estos últimos cincuenta años se las debo a nuestras batallas silenciosas a blanco y negro.

Hoy quizás no sé si logre ese efecto en el chico que viene todas las semanas al parque a retarme. Ahora entiendo a Atanasio y su falta de confianza en la juventud, con sus ropas extrañas, con sus formas de hablar inteligibles, con su falta de respeto a los mayores. Éste se ha comportado bien hasta los momentos, pero tiene un amigo que no deja de rondar nuestro combatir, aunque trato de ignorarlo con la misma marcialidad que le aplicaba Atanasio a los niños que hacían lo mismo hace cincuenta años. Por los momentos aprecio el ejercicio que a mi edad siempre es bienvenido, gracias a este tablero para gigantes, que me hace sentir tan pequeño a veces, aunque mi vejez se haya encargado de recordármelo en otras batallas de mi vida. Creo que el chico ya está listo para un poco de la sabiduría de llevar el pelo blanco, me encargaré de recordarle al terminar que aunque no haya sangre en el tablero, el ajedrez no deja de ser una guerra a muerte.

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