En primera fila para el último día

2013-08-17 12.58.38

Siempre se había preguntado cómo sería el fin del mundo. Cómo dejaría de existir todo aquello que lo rodeaba. ¿Sufriría? ¿Sentiría cómo el planeta se parte en dos, o explota, o arde o se congela repentinamente? Esa era la única cosa que realmente le preocupaba, cómo sentiría su insignificante cuerpo todo el proceso, porque cuando te enfrentas el fin de los tiempos y todo el mundo se va contigo, eso pone las cosas en perspectiva, suaviza el asunto de la extinción. A parte de sufrir —una de sus peores pesadillas era una muerte violenta—, lo que le gustaba del apocalipsis era que no iba a quedar nadie para cuestionar su potencial perdido, o recordar con ternura sus cualidades como ser humano, o recordar con odio sus defectos e inseguridades. Armagedón y tabula rasa para tutiri mundachi. Él prefería un final express, repentino, sin aviso, sin espacio para falsos arrepentimientos y despedidas cursis. Un final inesperado le daba a todo el mundo la mismas reglas del juego, el beneficio de la espontaneidad, el dramatismo de una vela que se apaga con un viento ominoso. No como aquellos finales previstos por escritores, guionistas y bandas de Death Metal donde nos esperan meses, años y siglos de sufrimientos sistemáticos, plagas, demonios, monstruos, la falta de internet, y el temido cambio climático del que tanto habla Al Gore. And justice for all… como decía el título de su disco favorito de Metallica.

Nunca había vivido de cerca la muerte de un ser querido, o incluso de conocidos, pero sabía por sentido común, por intuición de buen ciudadano y por ser un humano decente, que la estela de dolor que deja una muerte es algo terrible. Él no quiere ser el origen de llantos, de cosas por hacer, de palabras por decir, de proyectos inacabados, de soledades. Entonces, ¿qué había de malo en desear el fin del mundo para cuando él estuviera listo? ¿Por qué no podía entretenerse en diseñar el último capítulo del ensayo de mundo que tenemos? Nadie lo podía evitar, nadie le podía quitar ese privilegio de destructor imaginario de mundos.

Últimamente estaba saliendo con una chica que le hacía olvidar un poco sus ideas apocalípticas. No olvidaba el fin, pero estaba dispuesto a compartirlo con ella. Quizás una explosión solar sería una conclusión poética apropiada. Esperar el big bang de la estrella amarilla desde un muelle donde el mar todavía no se ha enterado del fin inminente. Luego esperar ocho minutos por la inevitable onda expansiva que acompañaría al sol partiéndose en dos —la luz solar tarda ocho minutos en llegar a la tierra. Los ochos minutos más románticos de la historia de la humanidad. Un beso que dura lo que tarde el mundo en desaparecer. El último atardecer y el último beso en primera fila para el último día. Se lo contaría en su próxima cita. Espera que a ella le guste la idea.

El túnel de los sueños olvidados

2013-07-10 14.03.38

Todavía tengo que abrir la ventana para no morir de calor. Al verano se le está olvidando esto de mantener todo demasiado caliente pero el otoño todavía no tiene la confianza para decirle al verano que lo deje trabajar en paz y termine de irse de una vez. Las dimensiones de la ventana y su ubicación dentro de la habitación y el esquema del edificio la convierten en un mero formalismo. Un tributo tímido a las ventanas de verdad, a las que dejan entrar luz de verdad, aire de verdad, vida de verdad. Sin embargo, la pequeña ventana se salva de la mediocridad absoluta porque me regala una ventana al mundo muy peculiar, valga la redundancia y facilismo de los lugares comunes.

A ese mundo he decidido llamarlo el túnel de los sueños olvidados, porque decirle patio de luces es un insulto a los patios y a la luz. Además, lo de túnel de sueños olvidados le confiere un estatus poético, pintoresco, al menos interesante, tolerable. El túnel se alimenta de la poca luz que le regala el día, como un hoyo negro de ladrillo, cemento, moho y manchas de tiempo. Pero en el hoyo negro no habitan los restos de una estrella muerta, sino los pedacitos de vida que se les escapan a los habitantes de este viejo edificio. Y como un buen hoyo negro el tiempo se toma su tiempo cuando pasa por ahí. Todo se hace más lento. Todo se lleva con parsimonia. Los olores. Las voces. El mismo color de luz durante las 12 horas que dura la luz del día —dependiendo de las estaciones—. Al túnel van a parar los sueños de los inquilinos de estos cinco pisos, veintidós apartamentos, más de cuarenta habitaciones.

He oído gritos de niños exigiendo más chocolate y menos comida, conversaciones en inglés durante una fiesta de estudiantes de intercambio, la narración de las hazañas sexuales de un obrero ante sus amigos trabajadores mientras reformaban el piso de arriba, ese mismos obreros que sentían especial predilección por oír música techno muy fuerte, monótona y muy temprano en la mañana. Mi vecina argentina grita “la concha de tu putísima madre” cada vez que algo le sale mal, cuando limpia, cuando cocina, cuando suena su teléfono y ella está al otro lado del piso sentada en un sillón. Es su mantra, su cordón umbilical a la tranquilidad. Seguramente hace yoga. Otros vecinos siguen el cliché de la pareja que se demuestra amor a golpes verbales, el túnel me regala sus conversaciones en sonido Dolby Digital. Él es cubano, ella española, ellos se aman más que a la vida, pero no existe la confianza entre ellos. Un tema recurrente parece ser el móvil de ella: él lo quiere revisar porque no confía en ella, y ella no lo quiere mostrar porque no confía en él. Una historia de amor inmortal. Tengo otros vecinos que han decido entrenar a su hijo para unas futuras olimpíadas, o tienen una jauría de perros mudos que corren constantemente por el piso. Por el túnel puedo oír sus cambios de ritmo, sus tiempos máximo, la solidez de sus pisadas, la velocidad media. Le auguro buenas cosas a ese niño atleta o a esa jauría de perros mudos que tan arduamente entrenan en 60 metros cuadrados. Un caso curioso es el vecino ruso, o admirador obseso —que no deja de ser ruso—, que solamente se dedica a gritarle insultos a su esposa —u objeto de su admiración obsesiva—, desde las áreas comunes del edificio. Recientemente he visto un incremento en los sistemas de seguridad del piso que recibe los insultos, reforzando mi teoría que el gritón eslavo no vive aquí. A veces escucho conversaciones completas entre dos corredores inmobiliarios que se encuentran tres veces a la semana en un piso superior y comparten sus anécdotas sobre sus posibles inquilinos. Uno de ellos reveló que había una especie de secta religiosa interesada por un piso, pero con más habitaciones, y preferiblemente ubicado por aquí, el piso que vieron aquí sería perfecto con dos habitaciones más. Creo que nos salvamos de vecinos en túnicas y ofreciendo sacrificios en ritos paganos.

El túnel sigue regalando historias con la facilidad que se abre un grifo agua. Con esas historias llegan olores de comidas maravillosas, o experimentos culinarios fallidos. También aparece de vez en cuando y de cuando en vez, el sonido tímido de música, de una película, de las noticias, de una vecina amargada que grita porque el ascensor se dañó, otra vez. Y los sueños de los inquilinos vienen al túnel a esconderse de la rutina, de la violencia de los gritos, de los malos olores, de las fiestas, de la risas estridentes.

El túnel todavía es capaz de regalar paz, y en lo profundo de la noche, trato de encontrar un pedacito de cielo nocturno entre los sueños olvidados de mis vecinos y finalmente sólo oigo mi respiración. El túnel se llena con un suspiro que me traiciona y me despido de él hasta mañana. Hasta otras historias y otros sueños.

La invisible brevedad del beso

2013-03-16 05.31.37

La plaza estaba dormida junto con la ciudad que la rodea. Dos latidos acelerados interrumpen el estupor del asfalto desierto. No miran a su alrededor. Son todo desespero, todo manos, todo jadeos. Los latidos se amontonan uno sobre otro, se hacen uno al ritmo del mismo son. No desconfían de lo que los rodea, eso es normal en ellos. Los amantes sufren de esa indolencia de creerse superpoderosos, de creerse por encima del peligro de un beso en medio de la calle, invisibles durante un abrazo en una acera nocturna, impermeables bajo la lluvia, la nieve y el llanto, inmunes a los cambios de temperatura del ambiente, de sus cuerpos y al juicio de espectadores.

El latido único es ahora beso. Los dos cuerpos se funden el uno con el otro, y con la noche, y con la plaza desierta y con los abrigos necesarios para el otoño que muere, y con la luz artificial, y con mi mirada y con las piedras sobre las que descansan sus huellas, que seguramente tienen más historias que América toda. Y siguen invencibles e invisibles mientras beben el uno del otro, indiferentes a todo, indiferentes a mí que me aproximo sin remedio, pero sin ganas de intromisión. Y el beso sigue en construcción, como monumento a una noche pasajera que empezaba sin muchas esperanzas en un bar poco iluminado, o como tributo al haber compartido muchas hojas de calendario y kilómetros de plazas desiertas y transeúntes ofendidos.

Los amantes se dan cuenta de su mortalidad y salen del refugio antibalas de su(s) beso(s). Salen a la superficie a tomar aliento, a recargar energías, a renovar su vigilancia sobre el mundo que los rodea, pero del que no quieren ser parte esta noche sin luna y sin gente. Vuelven con los vivos, más vivos que nunca después de haberse compartido a la intemperie y reparan en mi presencia inminente. Me miran y el tiempo del que huían se detiene. Tratan de conseguir explicación para mi existencia en ese lugar, a esa hora, vestido todo de negro, con paso firme y rápido. Una explicación que los ayude a retomar su invisibilidad, su aura inamovible de seguridad, a esconder el miedo que habían ahogado con su(s) beso(s). Miedo a lo desconocido, miedo al desconocido que soy y que está a punto de pasar junto a ellos. Miedo más a la posibilidad que represento que a mi andar inocente.

Los amantes deshacen su abrazo definitivamente, su monumento temporal a la pasión para prepararse a mi llegada, como los astrónomos que esperan el paso de un cometa desde el lente de un telescopio. Me miran, ya sin miramientos, esperando lo peor, desde el prejuicio, desde el sueño roto del que los saqué con mi caminar trasnochado. Esperando, desconfiados, quizás al hampa común —no tan común por estos lares—, o a un borracho molesto —enfadado, o dispuesto a molestar también—. Pero yo sigo de largo, como era mi intención desde el primer momento, aprovechando el clima del otoño que muere, aprovechando la larga y desolada caminata nocturna a casa, aprovechando besos de extraños para crear historias, aprovechando la poca luz para hacer de posible villano y sacar de su indolencia a los amantes superpoderosos. Y ellos me siguen mirando, sin saber que hacer conmigo y mis pasos, sin saber que hacer con ellos mismos, presas de la incertidumbre, de la súbita realidad de la hora. Y vuelven a construir su monumento de besos para esconderse una vez más de la realidad, de la plaza y la ciudad que duerme a su alrededor, del juicio de espectadores, del peligro de la poca luz, de las posibilidades, razones y consecuencias de ese beso desaforado en medio de la nada. Y yo me pierdo en la esquina que era mi destino y los amantes vuelven a ser invisibles una vez más.

Ensayo sobre las siluetas

2013-04-30 12.02.11

Una silueta que se dibuja a lo lejos es tanto y tan poco a la vez. Es un misterio monocromático y de bordes desdibujados que ocupa todos los espacios y ninguno. Una paradoja, como el gatico de Shrödinger, esperando a decidir qué es para mí, que la veo al final de un pasillo iluminado a contraluz. Hasta su género se esconde con destreza en la incertidumbre de la lejanía y la falta de fotones.

Puede ser un joven leyendo un libro, un señor mayor tratando de descifrar el uso de móvil nuevo, una chica jugando la última tontería de moda en internet, un adolescente esperando una llamada que sabe no va a recibir, una mujer revisando las notas de la clase anterior durante el receso. En esa forma se encierran miles de historias y al acercarme siento que el conocimiento me está robando mundos posibles, finales felices, premios deseados y merecidos, sufrimientos ajenos, risas pasajeras y amores eternos. Me roba los míos y los de ese chico, tal vez señor, quizás mujer, a veces niña.

Me sigo acercando y la silueta empieza a formar parte de este mundo, de este pasillo vacío y muy mal iluminado para las actividades que aquí se llevan a cabo, pero preciosamente dispuesto para una fotografía dramática. Ahora no caben dudas de género, de posición, de distancia. Deja de ser menos posibilidad para ser más “aquí y ahora”, y si no es “ahora” es “dentro unos segundos”. Porque rodeada de luz cualquier historia es hermosa y merece ser contada, así comience con una espera aburrida en algún banco, al final de una pasillo universitario, con la espalda inclinada hacia delante, en posición de salida inminente, de lectura, de reflexión pasajera. Ahora la silueta empieza a contar su propia historia con cada segundo que me acerca a ella. Y hablo de ella cuando quiero decir él, porque la silueta es un él, pero su silueta es ella, siempre será ella. El lenguaje y sus romanticismos.

Paso de largo frente al artista de luz que por estar frente a una ventana me regaló un camino de historias sin saberlo. Él, haciendo algo menos interesante de lo que ella —su silueta— me sugería en la distancia. Yo feliz con lo que logré sacar de este paseo anodino. Ahora veo buen futuro en escarbar historias dentro de la oscuridad con un tímido rayo de luz bien ubicado. Tendré que andar con una linterna de ahora en adelante para no depender del azar para dibujar mis siluetas.

Oswaldo con «W»

2013-06-02 19.11.09-1 2

Revisando las fotos que he recopilado para el blog me topé con una imagen que, quizás por su aura vieja y triste, me recuerda a mi abuelo. Mi abuelo que murió hace menos de una semana y por el cual mi segundo nombre es Oswaldo. Oswaldo con “W”.

No puedo decir que tuve esa relación mágica con mi abuelo que tantos amigos se han jactado de tener alguna vez. Aquél abuelo superhéroe, leyenda en vida por hazañas laborales, sociales, militares o políticas. El abuelo alma de la fiesta, que es invitado a cualquier excusa de reunión porque es imprescindible para pasarla bien. O el abuelo temible, que llegaba repartiendo leyes y disciplina con voz profunda y mirada dura. Mi abuelo era más bien un tipo normal. Un tipo de a pie, reservado, sencillo y un poco, sólo un poco, excéntrico. Pero esa excentricidad le daba un toque de misticismo, indudablemente.

Nunca sabré con certeza por qué fue un hombre de pocas palabras. En sus últimos años indudablemente esto era producto de la edad y la disminución de las facultades, pero por qué antes hablaba poco nunca lo entenderé. Las razones seguramente podrían ser utilizadas para hacer un estudio de personaje para una obra de Chéjov o de Kafka. Siempre he imaginado a mi abuelo como el perfecto protagonista de una historia de uno de esos escritores, con sus rasgos europeos, su altura, su tez blanca y colorada por el sol inclemente de Barinas y su vestimenta siempre igual: una guayabera de color claro, pantalón gris, zapatos de cuero oscuro. Su mirada era inescrutable, y podía ahogarse en la melancolía como podía escudarse en la resignación del silencio sin dar muchas pistas de su estado de ánimo, al menos para mis ojos, que lo vieron alguna vez como un gigante y la última vez como una frágil personita, más pasado que presente. Siempre tuvo esa cualidad pintoresca de los personajes eslavos, e imaginarlo caminando por una calle de San Petersburgo o Praga no era muy difícil. Y como le encantaba eso: caminar. Caminar todos los días como buscando un propósito, como buscando una excusa para no ser un personaje de Chéjov o Kafka y volver a su despacho, lleno de tantas historias diferentes, como queriendo esconder la suya. Todo bajo la mirada de su santísima trinidad atea: Bolívar —el que nos sacó de la barbarie—, Pérez Jiménez —el único presidente que ha servido en este país— y Beethoven —el mejor compositor que existió—.

Ese despacho mereció un estudio forense en su momento de mayor esplendor. La capacidad de mi abuelo de convertir cualquier cosa en un objeto de colección hacía de su despacho un selva de intereses eclécticos y aparentemente disparejos. Radio afición, historia de la Segunda Guerra Mundial, estadística deportiva, propaganda política de la última dictadura, vinilos de música clásica, correspondencia pública y privada de varios miembros de la familia, documentos de estudio de la genealogía del apellido Blonval, fotos con anécdotas de Barinas, periódicos de fechas que él estimaba importantes, y otra infinidad innombrable de cachivaches inclasificables. Hoy sólo queda el espacio vacío de aquella colección de ideas y medios caminos. El tiempo le quitó las ganas de luchar contra su hijo menor y sus ganas de limpiar la casa de cosas “inútiles”. Es ahí que veo a mi abuelo más creación de Kafka y Chéjov que nunca. Luchando contra un tiempo que se le quedó grande o corto, nunca lo sabré. Viendo a través de unas gafas muy grandes, no muy diferentes a las que llevo actualmente, hacia un horizonte que sólo él sabía ubicar con brújulas de historias incompletas.

Tantas cosas he incorporado a mi vida donde hay una huella suya que va a ser difícil que lo olvide nunca. Mi letra molde al escribir, mi predilección por Herbert von Karajan y la filarmónica de Berlín para oír las obras de Beethoven, mi pasión por lo histórico, mis ganas de coleccionarlo y catalogarlo todo, mis gafas grandes y cuadradas que vinieron a ser un homenaje inconsciente a las que siempre usó él. Tantas cosas que se imprimieron en mi alma, en mi identidad, tanta responsabilidad que tuvo al ser mi único abuelo, el otro —el paternal—, se beneficia de la nostalgia y la memoria selectiva de los que partieron trágicamente y antes de tiempo. Oswaldo dejó esta tierra con su historia continuada en muchas personas que llevan su sangre y sus ganas en las venas. Además, su nombre forma parte del mío hasta el día que termine mi historia en esta tierra, eso es difícil de olvidar. Oswaldo con “W”.

La cacería

La cacería

Hay una hora del día que nos desnuda; que nos revela. Donde la luz de la tarde va perdiendo vida para mostrarnos ante los otros como pinceladas, más idea que sujeto. A esa hora desparecen nuestras pecas, las canas, la miopía, el sudor, la ropa fuera de temporada, el bronceado y el tiempo del reloj. El relevo de luz nos convierte en sombras, en movimientos, en sonidos, en ganas. Ganas que sacaron a los primeros hombres de la cavernas y lo hicieron contemplar los cielos. Ganas que nos armaron con palos y piedras y nos enseñaron a buscar en vez de toparnos con lo que nos corresponde.

Esa hora fugitiva de las agendas, los horarios y los compromisos nos regala libertad a cambio de honestidad, a cambio de la valentía de entregarnos a las ganas. Para entrar a la noche por la puerta grande, por una puerta que todo lo acepta, que todo lo ve. Sientes como los últimos rayos de sol empiezan a secuestrar tus dudas, tus inseguridades, tu realidad. El tiempo se escurre con parsimonia en el reloj que ya no puedes ver porque también es prófugo de esta hora contundente. El tiempo huye de ti. Tú huyes del tiempo. La luz se va con tu tiempo y eres todo ganas; todo idea. Atrás queda el trabajo que odias, la soledad de tus cuatro paredes, las llamadas perdidas, las conversaciones inútiles, el silencio de las esperas, el calor del verano, el transporte público y los pasaportes, la vida detrás de un pixel y una conexión inalámbrica. Te adentras en la ausencia de luz y entiendes tu naturaleza primitiva, entiendes la necesidad de los superhéroes, entiendes la furia del primer hombre, su miedo, sus ganas. Entiendes que esta hora de realismo mágico te puso en primera fila para que conocieras el mundo, tu mundo. Aunque se te olvide mañana, aunque al escribirlo pierda el sentido y se convierta en una anécdota vacía. Entiendes que el punto sea quizás no entender nada y simplemente dejarte tragar por la oscuridad del día que muere y la noche que da a luz sin luz. Entiendes que tú también debes armarte de palos y piedras para derrotar a la fiera que intenta dominarte. Porque tú eres hombre y el hombre domina a las bestias. Y en una hora igual a esta, cuando el tiempo era aún joven, un hombre entendió, y erguido en un corcel defendió a la primera idea, su primera idea, de la ignorancia de una bestia salvaje. Y con la muerte de la luz, nació su lucidez.

La orquesta portátil

2013-03-07 03.17.18

Wolfgang Amadeus Moncada había tenido una vida un poco silenciosa hasta el día que decidió construirse una orquesta portátil. No estaba en contra de la tecnología que permitía el disfrute de grabaciones de música, pero su recién adquirido y muy específico gusto musical le exigía sonido vivo; en vivo. Era la manera más sencilla —para él, indudablemente— que se le ocurría para hacerle justicia a la música de su tocayo, único compositor al que estaba dispuesto a oír. Al menos por los momentos.

Su nombre siempre fue suficiente para iniciar conversaciones y risas nerviosas, pero al revelar que no sabía absolutamente nada de música el interés fácilmente conseguido se esfumaba sin remedio. Sus interlocutores no podían conciliar la idea de que alguien con el nombre de Mozart nunca hubiese oído a Mozart. Es que hasta el menos enterado había oído a Mozart. Era como si alguien se llamara Amado Salvador y tuviese problemas de autoestima.

Las motivaciones de su nombramiento quedaron para siempre en el misterio con la inesperada muerte de sus padres. No dejaron instrucciones o explicaciones sobre el nombre del recién nacido y los guardianes legales de Wolfgang Amadeus, al no saber si su bautizo fue homenaje o burla al genio austríaco, decidieron criar al niño en la esterilidad musical más hermética. Así iba a ser más fácil honrar a sus padres en el más allá, en el más acá, o en el vacío de la no-existencia —tampoco dejaron por escrito sus opiniones religiosas—.

La orquesta estaba formada por dos violines, dos violas y un cello. En realidad era un quinteto de cuerdas, pero a un hombre que hasta hace poco había experimentado la música como un ruido de fondo se le perdona que use el término equivocado. Necesitaba una obra de su tocayo para iniciar el plan piloto de su mini orquesta y las primeras partituras que se le atravesaron en su búsqueda fueron las del Quinteto de cuerdas No. 1 en Si Mayor, K. 174: I. Allegro Moderato. Su formación como ingeniero agradeció la especificidad del sistema de nombramiento de música clásica, y el inmaculado orden de la partitura. Nunca le había prestado atención a una, pero le recordaban a la tarjeta madre de una computadora, a la rigidez informática de los unos y ceros del código binario, y considerando que un colectivo de inteligencias artificiales iba a ejecutar los pequeños instrumentos de su orquesta portátil, dio inicio a su proyecto con una sensación que no había tenido en mucho tiempo: emoción.

Una vida relativamente normal, aunque totalmente alejada de la espontaneidad y pasión musical, llevó a Wolfgang Amadeus a una prolífica carrera ingenieril. Robótica, computación, mecánica, física, hipótesis cuantificables y matemáticas eran su lenguaje, su pasión y razón de ser. Pero el tiempo y el hastío de la costumbre acaban hasta con grandes amores, y el amor de Wolfgang Amadeus por la ciencia necesitaba mucho más que agua. Necesitaba luz y tierra nueva, fertilizantes y un ejército de insectos para polinizar, limpiar y mantener. Se dio cuenta que el silencio lo ensordecía, que si tanta gente disfrutaba el oír un determinado orden de sonidos entonces no debía ser tan malo el asunto. Y ya que su nombre lo llevaba siempre a la música, aunque nunca se haya atrevido a cruzar la línea del desinterés, decidió que quizás empezar por éste no era terrible. Algo si sabía con certeza después de haberlo oído hasta el cansancio: Mozart fue un genio. ¿Qué mejor manera de recuperar su frescura científica que a través de la obra de un genio?

En poco tiempo se dio cuenta que para él leer una partitura era más complejo que aprender una lengua muerta, tocar un instrumento requería al menos de cuatro extremidades y dos cerebros funcionales, y disfrutar de una melodía implicaba una programación emocional y sentimental sin la que había nacido, sin duda. Por problemas como estos el hombre había conquistado las limitaciones de su cuerpo con máquinas y microchips. Él no se iba a quedar atrás.

Su pequeña orquesta iba musicalizar su vida. Todos sus aspectos, sus escenarios, sus conquistas, los atascos del tráfico, la ropa que no le combinaba, sus experimentos en la cocina. Su orquesta portátil sería su nuevo leitmotiv. ¿Quién quiere ir a conciertos que a la larga empobrecen económicamente, cuando tu propia orquesta —o quinteto de cuerdas, por los momentos— toca constantemente en tu sala? ¿Quién quiere una grabación que es producto de la interpretación de otra persona, las ganas y conocimientos de un equipo técnico subpagado, derechos de autor y caprichos del marketing? Al fin iba a poder saber exactamente la profundidad de los conocimientos adquiridos en robótica, resistencia de nuevos materiales, manejo de señales y nuevas energías. Wolfgang Amadeus sabía que su proyecto tendría la limitaciones inherentes al tamaño de los ejecutantes, la dificultad de la música escogida, el comportamiento de los instrumentos a tan pequeña escala, el libre albedrío que poco a poco irían desarrollando sus músicos artificiales, los caprichos del clima y la rotación de la tierra. Pero la incertidumbre era embriagadora, y no había nada más puramente científico que la incertidumbre para el tocayo de Mozart.

Los ensayos en su sala había sido un éxito rotundo. Quizás así se debía sentir la adrenalina de un concierto en vivo en alguna sala con acústica perfecta. Allí entendió la necesidad del aplauso, de la celebración al genio de otros, aunque en este caso se celebraba a él mismo por su creación; sus músicos no había desarrollado sus personalidades todavía. Pronto debían venir las pruebas en sitios un poco más impredecibles. Ya quería ver las reacciones de la gente en algún centro comercial, en el tráfico del mediodía, o durante una cena en sus restaurante favorito y con alguna chica hermosa. Había que estimar que tan portátil era su orquesta portátil.

La orquesta por ser pequeña no debía ser mediocre. Era necesario pensar en ampliar el repertorio lo más pronto posible. Según lo que ha leído debería probar con la música de un tal Johann Sebastian y Ludwig Van. Seguramente encontraría las partituras en el mismo lugar que las anteriores. Y aprovechando un poco de esta curiosidad renovada por su homónimo y su entorno musical clásico, se enteró que Mozart no se llamaba en realidad Wolfgang Amadeus, sino Juan Crisóstomo Wolfgang Teófilo Mozart. Menos mal que sus padres no hicieron bien su investigación.

“Hoy no te voy a prestar atención”

2013-02-25 12.31.31-2

Lo tomó por sorpresa pero creía estar seguro, esa era la especie que tanto había buscado en sus viajes, y ahora estaba aparentemente frente a él. Tenía que acercarse, tenía que verla con calma, tenía que tomar fotos y notas, tenía que comprobarlo. Lentamente, para no asustarla, muy lentamente.

Siempre le fascinaron las aves y todo lo relacionado con volar. Se divertía como pocos sentado tranquilamente en alguna plaza mientras fotografiaba gaviotas pasajeras, calculaba las velocidades de aproximación de palomas o analizaba las técnicas de aterrizaje acuático de patos y cisnes. Todo había empezado cuando de niño comenzó a soñar con caídas libres y súper poderes que le permitían volar. Como todos los niños que encuentran en el subconsciente a un aliado leal, aunque impredecible, para la imaginación. Esos sueños despertaron en Piotr (se pronuncia Pió-Tor, siempre aclaraba Piotr) una curiosidad científica muy profunda, pero limitada a las aves (en un principio incluía a todos los seres vivos con la capacidad de volar, pero decidió eliminar a los insectos por su falta de gracia y el asco que le producían). Los aviones, por otro lado, junto con cualquier máquina o aparato volador tampoco interesaban a Piotr en lo más mínimo. Ni hablar de los súper poderes, que estaban a salvo en su imaginación y en la comiquitas. La magia de volar radicaba para él en la casi negación voluntaria de la gravedad, en cómo las aves parecieran decirle a las leyes de la física: “Hoy no te voy a prestar atención”. El volar era un mecanismo de defensa, de transporte, un ritual para ellas y una razón de libertad, de admiración, de paz para él. Si tan solo pudiera negar voluntariamente a la gravedad, se decía a sí mismo a veces en medio de sus observaciones.

Ahora sí podía afirmarlo, aquella paloma era efectivamente miembro de una especie muy rara que no debía encontrarse en la ciudad, con aquel clima y mucho menos entre torres de concreto. Pero ahora debía seguirla hasta la azotea de un edificio, sólo para asegurarse de no perder la oportunidad de registrar aquel inusual encuentro. Mucha buena suerte había sido encontrarla para dejarla escapar sin luchar un poco.

Piotr tenía apenas 21 años y ya podía decir que era Ornitólogo. Fue la manera más razonable que encontró de unir el futuro que se esperaba de él —ser un miembro productivo de la sociedad— con su fascinación por las aves —o la obsesión rara que tenía con los pájaros, como decía su padre—. Sus tardes de parques y plazas —mientras no estuviera en algún trabajo de campo—, armado con cámara y cuadernos de notas eran plenamente justificados y normales. Así se ganaba la vida y complacía a su familia y amigos. Él era feliz con sus aves y sus sueños de volar con ellas, porque los sueños seguían presentes, cada vez más vívidos, cada vez más vividos. En ellos ya podía volar a placer. En ellos sus caídas libres no terminaban en un sobresalto al aferrarse a la sábana y recobrar la conciencia. En ellos Piotr era un guía de aves migratorias, un instructor de vuelo para aves de rapiña, un ganador de competencias con halcones peregrinos y gorriones, un pescador con pelícanos y gaviotas, un cazador nocturno con búhos y lechuzas. En sus sueños se hacía oídos sordos a la gravedad.

Después de haber subido los seis pisos a toda velocidad, y utilizar sus credenciales como profesional de la ornitología para convencer al portero de dejarlo pasar y subir, Piotr abre la puerta de la azotea creyendo que no iba a conseguir al ave furtiva. Pero allí estaba, aparentemente muy a gusto en la tranquilidad de saber que tenía el cielo abierto sólo para ella y que no debía cuidar su comida de otras aves citadinas y de mala educación.

El joven observador se arma de su cámara y sus pasos más sigilosos para documentar el encuentro. Con cada disparo del obturador piensa que sería mejor atrapar a la susodicha para un estudio más detallado, ciertamente su investigación se verá beneficiada por eso, y paso a paso se acerca al espécimen. Ella, indudablemente ya en estado de alerta por la presencia del humano poco agraciado que camina sin ver, escondido tras un cámara, comienza a buscar su ruta de salida, acomodándose para el despegue. Él, embelesado por la oportunidad de documentar a esta especie legendaria —al menos en su círculo de colegas—, sigue caminando sin ver para atrapar al ave usando una distracción, como tantas veces lo había hecho en plazas, playas y bosques. Lentamente, para no asustarla, muy lentamente. De pronto lo acobija una ingravidez que nunca había sentido en su vida, la paloma empieza a hacerse muy pequeña a través del lente de su cámara, una brisa fría le roza la cara. Piotr comprendió entonces que sólo tenía muy poco tiempo para cumplir su sueño más preciado, su más esperado milagro, y cerrando los ojos, con el desafío de un gladiador, le dijo en voz alta a la ley de gravedad: “Hoy no te voy a prestar atención”.

El descubrimiento

2013-04-04 16.57.43

Concentras la mirada en el pequeño espejo que nació en medio de la calle. La lluvia que te obligó a buscar resguardo bajo esta cornisa está a punto de pasar, dejando su huella y tú acabas de encender un cigarrillo. Tienes al menos diez minutos más de paz hasta que la calle explote con vida y normalidad. El pequeño espejo vibra con las gotas de lluvia todavía rezagadas. Con cada golpe el reflejo se deshace en círculos concéntricos hasta recuperar la quietud, pocos segundos después. Como si varios dedos divinos desdibujaran el mundo tras esa tela de agua, sólo para dibujarlo de nuevo, arrepentidos de su impaciencia.

Allí, del otro lado, el cielo es un canal de agua gris que se pierde en el horizonte, los edificios islas de acantilados contundentes, las aves peces alados, los cables de electricidad las cuerdas que mantienen esas islas agrupadas. Y tú sigues observando a través del humo de tu cigarrillo. Te sigues observando en el espejo, caminando de cabeza en aquel cielo, tratando de ver a este lado, como buscando una puerta, una abertura o respuesta al por qué ese mundo tras el espejo es hoy especial, diferente. Quizás sólo con prestarle atención cobra vida y estará allí reclamando tiempo en otras aceras, en un vaso de agua, en un lago dormido, en el iris de un ojo a punto de llorar. Quizás tú y lo que te rodea sea el reflejo del mundo real y hoy acabas de hacer el descubrimiento más importante de todos los tiempos. Pero no es así. Hoy tu descubrimiento es que te encanta la ciudad después de la lluvia, requisito casi indispensable para ver de nuevo ese mundo tras los espejos de agua.

La lluvia se rinde finalmente y el reflejo que secuestró toda tu atención es todo quietud. Lanzas tu cigarrillo como un meteorito que se extingue al tocar aquel mundo reflejado, creando otro caos pasajero y en círculos concéntricos. Con la calma del espejo te das cuenta que tu cigarro cometa sólo existe de este lado y que quizás el reflejo si es diferente, especial, después de todo, y que la puerta, abertura o respuesta todavía espera por tu descubrimiento. El descubrimiento más importante de todos los tiempos. Al menos de este lado del espejo.