Wolfgang Amadeus Moncada había tenido una vida un poco silenciosa hasta el día que decidió construirse una orquesta portátil. No estaba en contra de la tecnología que permitía el disfrute de grabaciones de música, pero su recién adquirido y muy específico gusto musical le exigía sonido vivo; en vivo. Era la manera más sencilla —para él, indudablemente— que se le ocurría para hacerle justicia a la música de su tocayo, único compositor al que estaba dispuesto a oír. Al menos por los momentos.
Su nombre siempre fue suficiente para iniciar conversaciones y risas nerviosas, pero al revelar que no sabía absolutamente nada de música el interés fácilmente conseguido se esfumaba sin remedio. Sus interlocutores no podían conciliar la idea de que alguien con el nombre de Mozart nunca hubiese oído a Mozart. Es que hasta el menos enterado había oído a Mozart. Era como si alguien se llamara Amado Salvador y tuviese problemas de autoestima.
Las motivaciones de su nombramiento quedaron para siempre en el misterio con la inesperada muerte de sus padres. No dejaron instrucciones o explicaciones sobre el nombre del recién nacido y los guardianes legales de Wolfgang Amadeus, al no saber si su bautizo fue homenaje o burla al genio austríaco, decidieron criar al niño en la esterilidad musical más hermética. Así iba a ser más fácil honrar a sus padres en el más allá, en el más acá, o en el vacío de la no-existencia —tampoco dejaron por escrito sus opiniones religiosas—.
La orquesta estaba formada por dos violines, dos violas y un cello. En realidad era un quinteto de cuerdas, pero a un hombre que hasta hace poco había experimentado la música como un ruido de fondo se le perdona que use el término equivocado. Necesitaba una obra de su tocayo para iniciar el plan piloto de su mini orquesta y las primeras partituras que se le atravesaron en su búsqueda fueron las del Quinteto de cuerdas No. 1 en Si Mayor, K. 174: I. Allegro Moderato. Su formación como ingeniero agradeció la especificidad del sistema de nombramiento de música clásica, y el inmaculado orden de la partitura. Nunca le había prestado atención a una, pero le recordaban a la tarjeta madre de una computadora, a la rigidez informática de los unos y ceros del código binario, y considerando que un colectivo de inteligencias artificiales iba a ejecutar los pequeños instrumentos de su orquesta portátil, dio inicio a su proyecto con una sensación que no había tenido en mucho tiempo: emoción.
Una vida relativamente normal, aunque totalmente alejada de la espontaneidad y pasión musical, llevó a Wolfgang Amadeus a una prolífica carrera ingenieril. Robótica, computación, mecánica, física, hipótesis cuantificables y matemáticas eran su lenguaje, su pasión y razón de ser. Pero el tiempo y el hastío de la costumbre acaban hasta con grandes amores, y el amor de Wolfgang Amadeus por la ciencia necesitaba mucho más que agua. Necesitaba luz y tierra nueva, fertilizantes y un ejército de insectos para polinizar, limpiar y mantener. Se dio cuenta que el silencio lo ensordecía, que si tanta gente disfrutaba el oír un determinado orden de sonidos entonces no debía ser tan malo el asunto. Y ya que su nombre lo llevaba siempre a la música, aunque nunca se haya atrevido a cruzar la línea del desinterés, decidió que quizás empezar por éste no era terrible. Algo si sabía con certeza después de haberlo oído hasta el cansancio: Mozart fue un genio. ¿Qué mejor manera de recuperar su frescura científica que a través de la obra de un genio?
En poco tiempo se dio cuenta que para él leer una partitura era más complejo que aprender una lengua muerta, tocar un instrumento requería al menos de cuatro extremidades y dos cerebros funcionales, y disfrutar de una melodía implicaba una programación emocional y sentimental sin la que había nacido, sin duda. Por problemas como estos el hombre había conquistado las limitaciones de su cuerpo con máquinas y microchips. Él no se iba a quedar atrás.
Su pequeña orquesta iba musicalizar su vida. Todos sus aspectos, sus escenarios, sus conquistas, los atascos del tráfico, la ropa que no le combinaba, sus experimentos en la cocina. Su orquesta portátil sería su nuevo leitmotiv. ¿Quién quiere ir a conciertos que a la larga empobrecen económicamente, cuando tu propia orquesta —o quinteto de cuerdas, por los momentos— toca constantemente en tu sala? ¿Quién quiere una grabación que es producto de la interpretación de otra persona, las ganas y conocimientos de un equipo técnico subpagado, derechos de autor y caprichos del marketing? Al fin iba a poder saber exactamente la profundidad de los conocimientos adquiridos en robótica, resistencia de nuevos materiales, manejo de señales y nuevas energías. Wolfgang Amadeus sabía que su proyecto tendría la limitaciones inherentes al tamaño de los ejecutantes, la dificultad de la música escogida, el comportamiento de los instrumentos a tan pequeña escala, el libre albedrío que poco a poco irían desarrollando sus músicos artificiales, los caprichos del clima y la rotación de la tierra. Pero la incertidumbre era embriagadora, y no había nada más puramente científico que la incertidumbre para el tocayo de Mozart.
Los ensayos en su sala había sido un éxito rotundo. Quizás así se debía sentir la adrenalina de un concierto en vivo en alguna sala con acústica perfecta. Allí entendió la necesidad del aplauso, de la celebración al genio de otros, aunque en este caso se celebraba a él mismo por su creación; sus músicos no había desarrollado sus personalidades todavía. Pronto debían venir las pruebas en sitios un poco más impredecibles. Ya quería ver las reacciones de la gente en algún centro comercial, en el tráfico del mediodía, o durante una cena en sus restaurante favorito y con alguna chica hermosa. Había que estimar que tan portátil era su orquesta portátil.
La orquesta por ser pequeña no debía ser mediocre. Era necesario pensar en ampliar el repertorio lo más pronto posible. Según lo que ha leído debería probar con la música de un tal Johann Sebastian y Ludwig Van. Seguramente encontraría las partituras en el mismo lugar que las anteriores. Y aprovechando un poco de esta curiosidad renovada por su homónimo y su entorno musical clásico, se enteró que Mozart no se llamaba en realidad Wolfgang Amadeus, sino Juan Crisóstomo Wolfgang Teófilo Mozart. Menos mal que sus padres no hicieron bien su investigación.