Una mujer desnuda y al sol adorna una ventana. Los rayos de las cuatro de la tarde se cuelan por el ventanal bañándola toda, abrazándola toda. Sentada está, plácida, en una tumbona, esperando a que su cuerpo le avise que ha llegado el momento de darle los cariños del sol también a su espalda. Su piel se deja querer a plenitud por el astro rey. Se le nota en el rostro, que apenas se deja entrever por el brillo de su cuerpo dorado, el paroxismo del placer de saberse amada por una estrella.
No se da cuenta todavía de mi presencia al otro lado de la calle, observándola desde la acera. Mi mirada tampoco es de aquellas que se delata lasciva. Mi mirada es la de un caminante distraído que decidió elevar su vista al cielo para encontrarse con una odalisca de Ingres, viva y en el primer piso de un edificio anónimo. Mi mirada es de admiración a sus formas austeras, a la declaración de libertad de sus desnudez, al sol que despierta cada intersticio de su cuerpo.
Sigo inmóvil en mi estudio, olvidando por un instante las razones que me llevaron a tomar el camino que me regaló aquella visión, como una cámara oscura que sólo con tiempo y luz inmortaliza una imagen en una fotografía. Ella se estremece de repente, quizás conciente de mi voyeurismo recatado, quizás porque llegó ese momento inevitable de premiar a su espalda con luz. Se sienta ahora y pasa lentamente su mano derecha por sus cabellos, revelando en ellos un color violáceo intenso, artificial, hasta ahora escondido en la inundación solar en la que se baña. Abre los ojos —por fin— y esos ojos se encuentran con mis ojos, y con una sonrisa leve me hace partícipe de su impudicia, absolviéndome de todo pecado, para luego perderse en la penumbra de su apartamento a contraluz. Yo en ese momento recordé la trivialidad de mi excusa para salir de casa y continué caminando, celebrando el premio de haber querido ver al cielo en vez de seguir perdido en mis propios pasos.