La semana pasada fui padre por primera vez. La criatura pesó dos páginas y media, con interlineado 1,5 y letra Times New Roman. Además vino al mundo acompañada de 70 hermanos de otros padres y madres pero compartiendo el mismo vientre, la antología de relatos “Leyendo entre líneas” del Aula de Escritores de Barcelona. No soy fanático de la autopromoción, y los que me conocen saben que a veces me cuesta horrores venderme bien, pero ahora entiendo que ver mi nombre impreso en un libro de verdad representa una validación tremenda del viaje literario que emprendí hace casi tres años desde el exilio, y es razón más que suficiente para gritarlo a los cuatro vientos.
Una experiencia que me ha acercado un poco más a aquellos amigos que inundan su Facebook con millares de fotos de sus hijos –de carne y hueso–, documentando cada mueca, cada nuevo paso, cada vestimenta. Y como aquellos ya no tan nuevos padres hoy quisiera inmortalizar cada expresión, cada paso, si un libro pudiese gesticular o caminar. Lo bueno es que este niño nació hablando, no con voz propia, sino con la de cada nuevo lector que decida adornar su biblioteca con mi hijo y sus 70 hermanos.
Esto de la paternidad literaria me ha gustado tanto que ya ando en búsqueda del hijo nuevo, “para completar la primera parejita”, como le encanta decir a las tías y abuelas de nuevos padres, y llenar la casa con lo que espero sea una interminable camada de palabras mías.
Aquí está una fotografía del crío, con la única mueca que sabrá hacer por el resto de su existencia. Poco expresivo como el padre, pero no menos amado.
Por lo pronto me dedicaré a arrullar al primogénito con “Father and Son” de Cat Stevens, canción obligatoria para cualquier debutante o veterano en materia paternal.