La pose

2013-10-09 10.54.59

La pose que tanto había practicado le daba aires de reportero gráfico. Aunque la cámara pequeña y automática lo delataba con cualquiera que supiera de fotografía, tuviera la misma cámara o fuese, de hecho, reportero gráfico. La pose le regalaba una dosis de seguridad y la pizca justa de desfachatez para no sentir que hacía el ridículo al buscar la imagen más complicada, la imagen escondida, la historia menos directa que daba simplemente mirar hacia delante. La pose era un baile consigo mismo, era el ángulo obtuso o agudo que buscaba con su espalda mientras sus brazos compensaban, recalculaban, diseñaban, buscaban el encuadre perfecto. La pose era prescindir del trípode en pro de la inmediatez. La pose era parte de un estado mental, un comportamiento adquirido para pasar desapercibido, no desde la mediocridad, sino precisamente del otro lado: desde la mediana y justa capacidad de los competentes.

Tenía buen ojo, eso era casi todo. Sabía donde apuntar el lente —lo que ciertamente ayudaba—, sabía tener paciencia —que nunca era malo—, sabía apretar el botón con mucha rapidez para asegurar al menos una buena instantánea dentro de cada diez —lo que tampoco perjudicaba—. La pequeña cámara automática podría ser un sacrilegio para los entendidos —quizás, nunca había preguntado— pero a él le daba resultados. Cuando en la tranquilidad de su casa observaba una fotografía tomada por él, después de escogerla y retocarla imperceptiblemente se sentía pleno y eso era lo único que le importaba.

Estaba construyendo un archivo de memorias para alguien que no conocía todavía. Un banco de imágenes curadas por su espontaneidad de fotógrafo amateur y las limitaciones de alcance, foco y nitidez de su pequeña cámara automática. Una biblioteca de recuerdos que algún día compartiría con alguien, para cuidar y alimentar con más recuerdos y fotos convertidas en bits y bytes dentro de computadoras, DVD’s, pendrives, móviles, tablets o cualquier artilugio que exista en el futuro para hacer tangible lo inmaterial de un recuerdo digital. Años de viajes, de conciertos, de eventos familiares, de trabajos emocionantes, de trabajos aburridos, de personas importantes, de familiares, de amigos muertos, de desconocidos, de amores pasajeros, de amores largos y tormentosos. Todas memorias capturadas con su pequeña cámara automática, o con las variaciones —más o menos iguales— que la precedieron y los nuevos modelos —también más o menos iguales, seguramente— que le seguirán.

Volvía él a su pose, volvía a analizar su encuadre, la incidencia del sol y su luz abrasadora, miraba su objetivo todavía inescrutable tras el lente de la cámara, saltando mentalmente entre la realidad de la experiencia y la de la memoria que construía con su fotografía. Volvía a su pose y pensaba en la historia que contaría sobre el edificio que estaba retratando. Pensaba en ese receptor de sus memorias fotográficas y lo incluía en su búsqueda del ángulo perfecto, en su experiencia de retratista del recuerdo y mientras presionaba el botón imaginaba a un futuro hijo fascinado con el edificio en cuestión, a una futura hija preguntando sobre la ciudad donde fue tomada la foto, a una futura esposa oyendo feliz la historia que sabía de memoria, a un sobrino aburrido que por fin encontraba alegría al visitar a su tío, a una prima deprimida y agradecida de atención. Volvía a su pose y con la última ráfaga de fotos del día se preguntaba si ese receptor de sus recuerdos, ese heredero de su memoria estaría escondido en una fotografía ya tomada o en una por venir. Quedaban todavía muchos recuerdos por retratar en esta ciudad, muchas almas también en búsqueda, mucho tiempo para construir. Mientras tanto él seguirá practicando su pose de reportero gráfico con su pequeña cámara automática.

Mercenario de las letras.

Presento aquí mi primer encargo literario. Unos muy queridos amigos me pidieron un texto para presentar y acompañar el lanzamiento de una editora de muebles de su autoría. Querían algo fantastico y corto, diferente y que preferiblemente le robara una sonrisa a los que tuvieran la paciencia de leer el texto que los recibía a la entrada del showroom. Espero les guste y además que produzca las sonrisas que me encargaron:

Hoy me encargaron hablar de hombres que vivieron en un tiempo donde el papel existía y un ordenador de pantalla táctil todavía maravillaba a los mortales. Hombres que dejaron un legado que hoy es celebrado como efemérides y alguna que otra edición especial monetaria. Pero no hablaré de ellos como personas, de eso todos los aquí presentes sabemos algo. Hablaré del misterio que rodea, hasta hoy en día, a sus procesos creativos, sus métodos, sus innovaciones.

Ellos buscaron por mucho tiempo la inspiración que poco a poco se les había perdido en las tribulaciones inevitables del hombre común: en entregas de diseño de la carrera, en concursos de prestigio y en otros de no tanto prestigio, en encargos fallidos, en conversaciones con los colegas, en servilletas mojadas de bar y sudor, en cuadernos de la infancia, en viajes con la familia y los amigos, en museos. Pero los métodos ortodoxos se le quedan cortos a cualquiera con el tiempo y no queda más remedio que pensar fuera de la caja, de la casa, fuera del cuerpo incluso. Y en esto Omelette jugaba en una liga aparte.

Unos dicen que los muebles les caían del cielo en forma de una lluvia de estrellas prófugas de un planeta con tendencias de diseño vanguardistas, otros sostienen que en sus viajes encontraron un manantial del que fluían componentes e instrucciones para armar muebles extraños. Algunos se entretienen con la idea de que lograron modificar genéticamente a una legión de aves que ponían mobiliario en vez de huevos —y considerando el nombre que los dio a conocer pareciera ser la respuesta más obvia—; otros sin embargo defienden que construyeron en secreto una máquina del tiempo para conferenciar con sus mejores versiones —pasadas y futuras— y llenarse de ideas de productos para tiempos aún por venir. Unos pocos proclaman que sus creaciones simplemente fueron producto del trabajo arduo y constante. Yo no creo que fuese tan fácil, tan humano, tan normal. Yo estoy convencido —como la evidencia histórica señala— de que eran exploradores, y que todas las conjeturas aquí expuestas fueron, o son, verdad —junto con otras ideas menos descabelladas—. Yo estoy —insisto— convencido, y por eso he dedicado mi vida al estudio de su obra, de que al fin y al cabo, Omelette fueron hombres del mañana, ayer. Y cuando encuentre su máquina del tiempo, o tenga dinero suficiente para comprarme la mía —hoy en día están exorbitantemente costosas—, se los preguntaré en persona.

Prof. Juan Crisóstomo Benavides.

Director de la Cátedra de Historia del Mobiliario del Siglo XXI.

Facultad de Historia Antigua.

Universidad de Eurasia del Norte.

Desde un futuro no muy lejano o un pasado no tan distante, depende como lo vean.

Astromono

El gran simio ya no encuentra gracia en las luces siderales que ayer encendió. Las estrellas perdieron su encanto casi tan rápido como tardaron en nacer. Su aburrimiento entre tanto vacío se está haciendo intolerable, y eso es decir mucho para un ser eterno e infinito.

Decide entonces construir unas canicas cósmicas para distraerse. Diez esferas de distintos tamaños y colores se amontonan en sus manos negras. La primera, la más grande, empieza a arder con vehemencia; resultó inexplicablemente caliente. Busca un claro entre luceros y la coloca, ahora amarilla, mientras piensa qué hacer con las demás.

Toma las restantes y sin paciencia orquesta movimientos elípticos alrededor de la primera bola incandescente. Observa complacido como sus juguetes nuevos, poco a poco, empiezan a bailar a ritmos de canciones distintas. Cada uno en su carril. Cada uno a su tiempo.

Pero bañado en el gozo del divertimento el primate estelar advierte algo. Una elusiva y pequeñísima canica permanece todavía en sus manos. La arroja con desgano al final de su sistema y ésta decide tomar un carril excéntrico, más por raro que por fuera del centro.

El mono galáctico reconoce que el juego no se ve tan elegante como antes de la última adición, pero la canica rezagada hace las cosas más interesantes. Poco sabía el mico creador que unas personitas que aparecieron, por generación espontánea, en la tercera esfera iban a pasar su corta existencia tratando de sacarla del juego de canicas. Le llamaban Plutón.


Ventana (In)discreta

Verlo ahí sentado me desconcierta, con sus ojos de pez abisal y su desafortunada cabellera de estambre. Trato de distraerme con alguna rutina inútil del existir, una que nunca logro recordar y al volver la mirada sigue ahí, viéndome. Aprendiéndome. Sus hombros están vencidos por el peso de su alma antigua y parece que lo único que evita que su espalda ceda totalmente es una acartonada chaqueta de tweed. A veces veo a otros caminar detrás de su espalda; se le acercan, le acarician la cara de piedra, le regalan sonrisas de aprobación al verlo tan concentrado en mí; también me miran, él ni se inmuta. Ese rostro de carnet lo conozco de antes, quizás en un ascensor compartido, de la barra del bar de la esquina, de antes que mis días se convirtieran en el suplicio eterno de verlo viéndome. Y esta zozobra que me carcome los huesos de querer gritarle, que se vaya, que me deje en paz, que busque otro vecino, otra ventana. Pero no puedo, y lo peor es que no sé por qué.

–¿Cómo sigue papá?

–Igual que todos los días. En la sala, viéndose en el espejo. Ya que estás aquí ayúdame a prepararlo para dormir. Hoy he tenido un día largo.

En Blanco.

Te despiertas con un primerizo rayo de luz. Muda, ciega, buscas tu libro blanco. Nada se debe escapar; nada. El bolígrafo está donde siempre lo dejo, desenfundado, ligeramente ladeado, listo, para ti, para que nada se pierda en el camino, de tus sueños al papel. Maldices al ave egoísta que decide saludar el alba rompiendo tu trance. No lloras frustrada como antes, resoplas, me decapitas con la mirada, y tomo el libro blanco, en blanco, como siempre; lo coloco a tu alcance, para mañana. Más tarde insistiré en que uses tapones en los oídos para mejorar el aislamiento. Luego me dirás que no entiendo, que me burlo de ti, que no sé por lo que pasas. Nunca te diré que tengo ocho años haciendo todo más fácil; para ti, para tu libro liso. No duermo contigo ya, velo tus noches inquietas. Tu libro sigue vacío y tú sin estar aquí.

Soy un Mito.

Inspirado en la obra gráfica: … bajo mi blanca ropa, venid conmigo, so insensibles ratas mitradas… Max Ernst.

He visto odio atravesar almas en un campo de guerra, desnudas. He visto a tiranos llorar como niños al probar el acero de una espada. He visto ciudades de oro sucumbir a sacerdotes abyectos. He visto noches con soles oscuros navegar por el Estigio. Soy mito de hombres, ríos de ratas y perros hermafroditas. Soy diosa de hordas celosas y artistas muertos, de arcilla quemada. Y me dices que miento; que miento constantemente, que ves en mis ojos muerte y agua, polillas y madera vieja, velamen de naufragio. Que son vacías las imágenes que no entiendes; plebeyo republicano, esclavo del dogma. Miente el mito que es todo y nada, el que niegas y eres. Porque tu, no eres nadie.

Lentamente

Lentamente, empiezas sin mi; lentamente, te despides de las telas que cubren tu espalda; lentamente; tan lento que se te olvida respirar. Te reincorporas acariciando la duda de mi presencia; tus ojos bailan por la habitación oscura, buscándome, buscándote. Sabes que estoy cerca, mi aroma, dulce, permanece, de anoche, de siempre; lo sientes, se ve que lo sientes. Te veo sucumbir a la sonrisa cómplice que te viste después de nuestros encuentros; queda tatuada en tu rostro satisfecho, lo anuncia tu corazón desbocado y lo gritan tus manos expectantes, que todavía me buscan, lentamente, me buscan.

Celebración.

La resolana me quema los ojos; el sol brilla, inclemente, radiante, no hay sitio que me resguarde lo suficiente. Hoy de todos los días; hoy lo que necesito es lluvia, para ahogar el dolor, para lavar lágrimas. Este lugar se niega, la música festiva se niega, las decoraciones estridentes, el olor de dulces recién hechos y flores nuevas me gritan que no. No hay espacio para mi pena; no hoy, no cuando los vestidos de la gente anuncian la fiesta, no cuando al parecer soy el único que no tiene nada que celebrar.

Atando Cabos

Nadie sabía que sentía, que pensaba, no importaba tampoco, no venía al caso. Bastó verla una sola vez para saber; era ella todo lo que necesitaba.

Era él de nave ancha, casco profundo y mástil de hierro; de ojos tristes y herrumbrosos, ella, de sonrisa radiante y eterna. Un motor ruso y una tripulación de 6 manejaba sus poleas, sus redes, sus cabos. Décadas de salado mar le dieron voz a su madera, y gritando en silencio, buscaba la silueta de la joven por las orillas, con su navegar lento y vaivén constante, siempre constante.

Fue hace una semana ya, el cansancio de la faena y el descuido de la rutina le hicieron olvidar el lugar; pero no a ella, nunca a ella. Maldito el sol entrometido que con sus rayos la esconde, maldito el mar inquieto que borra sus pasos.

Si tan solo pudiera encontrar su casa, su playa, una huella, al menos; cualquier indicio de tránsito bastaba para él anclarse, orgulloso, con marea alta o baja, y velar sus sueños y amaneceres. Cualquier cosa por ella, cualquier cosa.