Bestiario de Barcelona II

Rambla Catalunya, en la terraza de un café.

A ella evidentemente le cuesta caminar, a diferencia de él. Ella se aferra con sus dos brazos, decidida, al brazo que él le presenta flexionado, acompañándose, apoyándose el uno a otro. Ella tiene por un instante la mirada extraviada, quizás un poco nublada por los años que se le notan encima, él en cambio se comporta como un faro que decidió caminar de repente, para alumbrar los pasos de su compañera. Lo curioso de él es su vestimenta: un traje imposiblemente blanco, con zapatos igualmente iluminados, camisa también blanca y rematando un sombrero Panamá que hace una década quizás fue beige, pero hoy —después de tantos soles— es blanco también, y del sombrero cuelga una trenza de cabello de treinta centímetros que delata su artificialidad al no tener el mismo color gris blancuzco del resto de la melena del señor. En otras latitudes, el look del anciano hablaría de santería, habanos a medio fumar y babalawos bailarines, pero por estos lares dice más de excentricidad, verano yel mediterráneo al que le canta Serrat. Ella va vestida como las señoras de su edad, con pelo corto y teñido, blusa estampada de flores imposibles y una falda unicolor completando la combinación, adornada toda ella —la señora, no la falda— con joyas, probablemente de fantasía pero que lleva como salida de alguna casa real europea.

Van caminando los dos en una conversación que no comparten con nadie más, lentamente entre la inundación de gente que participa en el culto al sol que sufre Barcelona cada verano. Sus miradas no se desvían del camino que llevan, delatándolos como nativos, no se distraen con el punki con la jauría de perros, ni con la familia de suecos que brillan por su blancura bajo el sol, ni con los niños que juegan a la pelota como si no hubiera nadie alrededor. Caminan como lo tendrán haciendo varias décadas juntos, caminan como quien vio a la ciudad envejecer al mismo paso que sus cuerpos, caminan para detenerse un instante y él le entrega con dos manos a ella una flor azul que escondía bajo su solapa, ella le agradece con un beso en la mejilla sin decir nada, en el lugar que debe haber colonizado infinitamente con sus labios. Siguen caminando ahora en silencio, pero con unos rostros resplandecientes y adornados con una media sonrisa que comparten entre ellos y para nadie más, mientras el sigue alumbrando los pasos de su compañera que se aferra con todas sus fuerzas al brazo de su caballero de armadura de lino blanco y sombrero de Panamá.

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