La ciudad se veía tan pequeña desde ahí, la gente hacía bullir la calzada con sus gritos y menesteres. Hormigas ciegas alrededor de un terrón de azúcar invisible, moviéndose, incansables, laboriosas, humanas.
El sol parecía estar tan cerca, podía tocarlo, abrazador y rey; realmente estaba en el punto más alto de la ciudad. Veinticinco campanas habitan la torre, y le acompañan, inmóviles por el momento, testigos silentes, de siglos, de hombres, de líneas de horizonte inmutables, de calles estrechas, de tejados rojizos.
¿Cómo abrazaría la noche a estas mohosas piedras? ¿A las veinticinco campanas vetustas? ¿A las interminables rampas que poco a poco le separaron del suelo al que ansía volver? Nunca lo sabrá.
Un poco de vértigo y el miedo terrible a lo eventualmente inevitable le sorprenden al asomar su cabeza al vacío. La fascinación por experimentar la caída lo embarga, calmando con inquieta paz sus pensamientos. Un suave rocío de nervios viste sus manos; las piernas, poco a poco, flaquean menos al acercase al borde. Sólo un instante más; todo acabará más temprano que tarde, eso sí lo sabía.
Un grito desganado, femenino y joven le sacó de su embelesamiento; el vapuleo frenético de un pañuelo amarillo termina de secuestrar su atención.
Quedaba sólo un segundo para inmortalizar la vista que tanto le había costado conseguir, con su vieja cámara de préstamo, película blanco y negro, y la luz inclemente andaluza; mientras, anunciaban el fin de la visita, el paseo terminó, tocaba volver al autobús y seguir conociendo la ciudad.
¡Ni idea de como llegué aqui! But once again… here we are and here i am.