Siempre se había preguntado cómo sería el fin del mundo. Cómo dejaría de existir todo aquello que lo rodeaba. ¿Sufriría? ¿Sentiría cómo el planeta se parte en dos, o explota, o arde o se congela repentinamente? Esa era la única cosa que realmente le preocupaba, cómo sentiría su insignificante cuerpo todo el proceso, porque cuando te enfrentas el fin de los tiempos y todo el mundo se va contigo, eso pone las cosas en perspectiva, suaviza el asunto de la extinción. A parte de sufrir —una de sus peores pesadillas era una muerte violenta—, lo que le gustaba del apocalipsis era que no iba a quedar nadie para cuestionar su potencial perdido, o recordar con ternura sus cualidades como ser humano, o recordar con odio sus defectos e inseguridades. Armagedón y tabula rasa para tutiri mundachi. Él prefería un final express, repentino, sin aviso, sin espacio para falsos arrepentimientos y despedidas cursis. Un final inesperado le daba a todo el mundo la mismas reglas del juego, el beneficio de la espontaneidad, el dramatismo de una vela que se apaga con un viento ominoso. No como aquellos finales previstos por escritores, guionistas y bandas de Death Metal donde nos esperan meses, años y siglos de sufrimientos sistemáticos, plagas, demonios, monstruos, la falta de internet, y el temido cambio climático del que tanto habla Al Gore. And justice for all… como decía el título de su disco favorito de Metallica.
Nunca había vivido de cerca la muerte de un ser querido, o incluso de conocidos, pero sabía por sentido común, por intuición de buen ciudadano y por ser un humano decente, que la estela de dolor que deja una muerte es algo terrible. Él no quiere ser el origen de llantos, de cosas por hacer, de palabras por decir, de proyectos inacabados, de soledades. Entonces, ¿qué había de malo en desear el fin del mundo para cuando él estuviera listo? ¿Por qué no podía entretenerse en diseñar el último capítulo del ensayo de mundo que tenemos? Nadie lo podía evitar, nadie le podía quitar ese privilegio de destructor imaginario de mundos.
Últimamente estaba saliendo con una chica que le hacía olvidar un poco sus ideas apocalípticas. No olvidaba el fin, pero estaba dispuesto a compartirlo con ella. Quizás una explosión solar sería una conclusión poética apropiada. Esperar el big bang de la estrella amarilla desde un muelle donde el mar todavía no se ha enterado del fin inminente. Luego esperar ocho minutos por la inevitable onda expansiva que acompañaría al sol partiéndose en dos —la luz solar tarda ocho minutos en llegar a la tierra. Los ochos minutos más románticos de la historia de la humanidad. Un beso que dura lo que tarde el mundo en desaparecer. El último atardecer y el último beso en primera fila para el último día. Se lo contaría en su próxima cita. Espera que a ella le guste la idea.