Here comes the sun

Él quería continuar con la celebración. Ellas no tanto. A él se le había pasado el subidón de la fiesta, del alcohol, de los chistes fáciles y las caras bonitas. A ellas también. Él estaba cayendo en cuenta de a pesar de tener varios años en esta ciudad y haber vivido muchísimos amaneceres, este, precisamente este, era el primero que veía de verdad. Porque ver al sol como si estuviera saliendo lentamente del mar para empezar su ronda de secado y calor no era lo mismo que darte cuenta de que ya era de día después de una larga noche de trabajo frente a un ordenador. A ellas les daba un poco igual eso del amanecer, estaban cansadas, tenían sueño, un poco de frío, y el hambre también empezaba a despertar con el sol, además no tenían muy claro porque habían ido a parar a la playa. Él tenía una botella en la mano que no iba a desperdiciar. Lo menos que podía hacer era brindar con la luz nueva y un poco de cava por este nuevo día. Ellas no se iban a negar a unos tragos de la botella, después de todo ya estaba ahí y sus cuerpos podían aceptar un poco más de cava sin peligro de borrachera, o de más borrachera. Él empieza a recordar que no ha presenciado amaneceres en esa ciudad porque se pone nostálgico y sensiblero, y más todavía bajo los efectos del alcohol. Ellas no tienen opiniones formadas o especiales sobre los amaneceres, los han tenido de todo tipo y en varias partes del mundo, pero definitivamente la nostalgia no forma parte del rango de emociones que estaban manejando en ese momento. Él prefiere los atardeceres. De donde él viene los atardeceres tienen una paleta de colores estridentes, impredecibles, sin miedos ni complejos de inferioridad. De esos sí ha visto centenares. Ellas también se parcializan por los atardeceres. De donde ellas vienen no son tan interesantes y pintorescos, pero por darse a horas más razonables han vivido muchos más y más seguidamente. Él se pone nostálgico y sensiblero como temía, pero igual quiere celebrar. Necesita el hito, la equis en el calendario, el hecho de poder decir que ya ha pasado un tiempo importante. Está cumpliendo cinco años en esta ciudad y unos ojos llorosos por todo lo que dejó atrás al venir aquí no lo iban a detener. Ellas solo se preocupan por el cansancio, el sueño y el poco de frío; también el cava. Una noche de fiesta tan buena había que cerrarla con broche de oro espumoso. Él sirve el líquido —milagrosamente fresco todavía— en los vestigios de vasos que quedaban de la fiesta agradeciendo la compañía de ellas, porque de haber estado solo probablemente habría sucumbido al llanto y quizás no hubiese abierto siquiera la botella. Ellas agradecen la compañía de él por el cava gratis y la seguridad que les da la compañía en la soledad de la playa, que no es particularmente insegura, pero se han visto casos. Los tres brindan, como solo se puede brindar con cava en vasos de plástico mientras amanece en una playa fría, y continúan con la conversación accidentada en un idioma que no es el de ninguno de los tres. Él no las conoce, se acercaron a él mientras estaba solo y viendo fijamente al horizonte. Ellas no lo conocen, se acercaron a él porque estaban aburridas de caminar y él no exudaba nada de peligro. Ellas estaban de paso y se podían permitir las excentricidades de la espontaneidad. Él no estaba de paso y la espontaneidad no existía en su ADN, pero sabía apreciar las casualidades de vez en cuando. Él sigue bebiendo lentamente, ellas siguen bebiendo lentamente, el día ya empezó hace un rato y el amanecer se convirtió en anécdota. Pronto iban a seguir sus caminos, ellas a un piso de alquiler que encontraron a un precio insuperable, él al piso donde ha vivido durante este último año de los cinco que tiene en esta ciudad. Ellas tendrán una resaca que las obligará a vegetar todo el día, él tendrá la previsión de evitarla con ibuprofeno antes de dormir. Pero antes de los pisos y las resacas todavía hay cava a la orilla de la playa en vasos de plástico. Todavía hay una conversación torpe pero amena en un idioma que ninguno de los tres maneja a la perfección, pero que cumple su función. Todavía hay la historia que él está formando en su cabeza sobre su amanecer en la playa con dos chicas de paso, sobre el hito de haber cumplido cinco años en esta ciudad acompañado de desconocidas, sobre la equis que ahora podrá marcar en su calendario gracias a ellas y a su botella de cava que todavía seguía milagrosamente fresca. El sol ya había salido, después de todo.

Barcelona Blues

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Los pasos se empiezan a hacer cada vez más pesados mientras avanza por la arena. Le pesan las piernas, los pies luchando con el terreno, los brazos que arrastran la pequeña maleta donde lleva una parte de su vida. Otros días, en otras playas esa resistencia a su caminar no le cansaba, no le preocupaba, no le hacía dudar, como hoy. Piensa que quizás precisamente hoy es la primera vez en mucho tiempo en que siente el blues como hay que sentirlo, con el alma desnuda por el miedo y la incertidumbre, si tan solo pudiera guardar un poco de este sentimiento en una botellita para usar en el futuro. Agradece el sentido común de no traer su guitarra a cuestas en estas condiciones pero al mismo tiempo hubiese pagado millones por la posibilidad de tocar una con esta vista y con esta inpiración. Las ruedas de la maleta están por rendirse, a punto de quejarse en voz alta de que no están hechas para recorridos playeros, pero resisten y él quiere creer que se debe a su fuerza de voluntad. No perdió toda la que le quedaba en el camino desde Manila hasta aquí, pensaba manteniendo la inercia de su caminar.

Ya perdió la cuenta de cuanto tiempo tiene sin dormir, aunque sí está seguro que son más de veinticuatro horas, la última etapa del viaje le preocupaba mucho como para tomárselo con tranquilidad y descansar. La experiencia de familiares y amigos nunca ayudan a crearse expectativas reales, pero su éxodo se había convertido en el tema preferido de sus allegados durante su último mes en casa. Llegaba a Barcelona con una lista de contactos de primos lejanos, primos cercanos, amigos perdidos, ex novias, tíos, posibles socios, conocidos de la familia extendida y hasta un pequeño censo de indeseables y malas hierbas. No podía negar que tener al menos a quien llamar en caso de emergencia le brindaba una pizca de paz.

Debía parar un momento, ya lo había logrado, ya estaba caminando por una playa de Barcelona como se lo había prometido hace unos años, ya podía permitirse un breve respiro. En silencio observa cómo el primer sol de su nueva ciudad empieza a hacer su ascensión, cómo el primer día de su nueva vida va despertando desde el Mediterráneo. Se percata del persistente rumor del romper de las olas y su vaivén rítmico, constante, perpetuo. Nunca había oído al mar de esa manera, nunca había apreciado su silencio tan ensordecedor, la música de su espuma y su gaviotas. De donde venía el tiempo era un lujo, el silencio una leyenda y el espacio un mito. De donde venía no era lugar para vivir amaneceres solitarios a la orilla del mar. Aquí podía llenar ese silencio y esa soledad con su música, con sus melodías y con las de tantos que vinieron antes de él. Una vez más se arrepintió de no llevar su vieja guitarra, pero el blues sí estaba con él y en esta ciudad y eso era lo importante.

Llegó a estas orillas con prospectos de trabajo decente y bien remunerado, con planes de ver mundo y aires nuevos, con ganas de crecimiento personal y un oficio digno y para toda la vida, y siempre encontraba los lugares comunes que su familia quería oír para hablar de su partida. No mentía, pero él prefería ser selectivo con la verdad para evitar conversaciones redundantes y oídos sordos. Lo que realmente quería era cantar blues, tocar una guitarra eléctrica como Stevie Ray Vaughn, Eric Clapton o Jimi Hendrix, hablar con dolor y voz profunda de amores que nunca tuvo, de trabajos que nunca hizo y de lugares que no ha conocido todavía y quizás no llegue a conocer. En un mundo perfecto él estuviese haciendo este paseo mañanero a orillas del Mississippi, respirando el olor dulce del agua y añorando la sabiduría negra de la voces del auténtico blues. En ese mismo mundo perfecto la diáspora filipina de sus familiares y amigos hubiese escogido Estados Unidos en búsqueda del sueño americano. En el mundo real su lista de contactos había escogido Barcelona como el terreno para echar raíces. Era él quien llegaba tarde a la única fiesta para la que tenía invitación. Esa inevitabilidad de la vida de presentarte opciones que no son precisamente las que queremos ni las que necesitamos sino las que quedan, sí es que somos lo suficientemente afortunados de tener opciones.

Fuese un mundo perfecto o no, él estaba en paz. Feliz era una palabra muy compleja para este momento en su nueva vida, con muchas variables. Hasta ahora su vida era arrastrar una maleta por la arena, ver al sol empezar su jornada laboral y pensar en la guitarra que no traía consigo. Un día a la vez, iba a empezar a repetirse como mantra. La guitarra vendrá, prestada, comprada, de segunda mano, rescatada. Trabajo conseguirá, gracias a los contactos, a la suerte, a su currículo, a sus ganas, quién sabe. El sol saldrá de nuevo mañana y las olas seguirán yendo a dormir a las arenas de la Barceloneta así no haya un emigrante recién bajado del avión para asegurarse de ello. La voz y el blues ya los tiene, esos sí se vinieron en el equipaje.